Herman Melville
No es magnitud, no es majestad:
es forma–el Sitio.
No es anhelo de creación:
reverencia al Arquetipo.
(Pescado acá)
Herman Melville
No es magnitud, no es majestad:
es forma–el Sitio.
No es anhelo de creación:
reverencia al Arquetipo.
(Pescado acá)
Nadie como Henry Hardy para comprender el oficio intelectual de Isaiah Berlin, sus hábitos y sus manías. Fue gracias a Hardy que conocemos buena parte del trabajo de Berlin. El conversador hablaba mucho, escribía poco, publicaba menos. Rehuía la prensa y acumulaba manuscritos en cajones. Hardy recuperó cientos de páginas olvidadas, restituyó grabaciones, descifró manuscritos para darnos los libros que hoy conocemos de Berlin. Ahora Hardy publica una silueta de Berlin que sale a la venta precisamente hoy: The Book of Isaiah: Personal Impressions of Isaiah Berlin
. El libro llega a unos días del centenario de Berlin.
En lo que fue Alemania del Este, el banco Sparkasse Chemnitz pidió a sus clientes que votaran por la imagen que debía aparecer en sus tarjetas. El ganador absoluto, Karl Marx.
El New York Times aloja en su sitio fotografías de sus lectores de la jornada electoral. Reforma hace lo mismo y abre un espacio que recibe imágenes e historias de la jornada (tuespacio@reforma.com). Blogs y medios tradicionales dan espacio a los no profesionales para registrar sus experiencias del día. Estas estampas y relatos son buen reflejo de la nueva manera de insertarse en la política. La elección ha dejado de ser deporte para los espectadores; la prensa ha dejado de ser meramente oficio de profesionales.
En un ensayo de 1921, T. S. Eliot nombró la marca esencial en el arte de William Blake: honestidad. Una honestidad, agregaba de inmediato, que resultaba aterradora en un tiempo demasiado miedoso para ser honesto. Contra su franqueza conspiraba el mundo entero. La poesía de Blake es desagradable como lo es la gran poesía, decía Eliot: a través de un admirable proceso de simplificación exhibe la enfermedad esencial y también la vitalidad del alma humana. Acceder a sus revelaciones no es, sin embargo, cosa sencilla. Fiel a su llamado, concibió una mitología personalísima y compleja. Recientemente se ha publicado una guía valiosa para pasear en ese universo de símbolos. Se trata de El amanecer de la eternidad. El mundo imaginativo de William Blake, de Leo Damrosch editado este año por la Universidad de Yale. El título viene de un poema que Blake nunca publicó y que logra condensar su ambición artística y filosófica:
Ver el mundo en un grano de arena,
Y el Cielo en una flor silvestre,
Abarcar el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.
Quien sujeta una alegría
Destruye la alada vida;
Quien besa al júbilo en su vuelo
Vive en el amanecer de la eternidad.
Damrosch siguió meticulosamente los pasos de Tocqueville por los Estados Unidos y ha retratado, en brillantes biografías, a Rousseau y a Swift. Este libro sobre Blake no es propiamente una biografía. Es un manual de lectura. El visionario que enlaza la poesía y la acuarela con la filosofía nos invita a abrir nuesta imaginación al “trueno del pensamiento y a las llamas del deseo feroz.” Pasearse en esa tormenta es una aventura peligrosa. Por eso es tan útil la orientación de Damrosch. Su intención es hacer, más que un libro sobre Blake, un libro con Blake. El ejercicio de colaboración supone una mirada tan atenta a sus imágenes como a sus letras. Trazo y frase de una sabiduría visual. El crítico sigue los sueños, las visiones, los delirios del genio. Mitos de inocencia y aprendizaje, de las pasiones y la razón, de Dios y la revolución, de la naturaleza y la ciudad.
Como bien dijo Bataille, Blake será, ante todo, el supremo cantor a la alegría de los sentidos. La sensualidad reina por encima de la razón; los deleites sobre las culpas. “Quien desea y no actúa procrea pestes.” Por eso nos llama a reconciliarnos con el infierno. Aterradora honestidad: acoger el impulso, la desmesura, la pasión. Blake ve a Dios en la altivez del pavorreal, en la lujuria del chivo, en la cólera del león, en la desnudez de la mujer. Es una fe contra cualquier sacerdocio. “Igual que la oruga elige las hojas más agraciadas para depositar sus huevos, así el sacerdote dejará caer su maldición en los goces más hermosos.” Restituir a las deidades que animaban todos los ojetos del mundo. Aquellos dioses con formas de montañas, de ríos, de árboles y nubes que los templos expulsaron para imponer su código de pecados. Tal vez lo que pide Blake es muy sencillo: beber cerveza en la iglesia.
Desde hace unos quince
años John Brockman, un inquieto promotor de la cultura, un empresario
intelectual, organiza una extraña fiesta decembrina. Brockman, de quien se ha
dicho que es una de las grandes enzimas intelectuales de nuestro tiempo, no
reúne a su familia para cenar pavo o abrir los regalos de Santaclós. Invita a
algunas de las mentes más brillantes del mundo a reunirse virtualmente en
edge.org, su página de intenet, para contestar una pregunta provocadora. La
fiesta es la conversación que se teje a partir de las respuestas. El festejo
anual de edge es un puente entre aquellas dos culturas que se ignoran. Las
artes y las ciencias compartiendo el manjar de una buena pregunta. Entre sus
invitados habituales puede encontrase a Steven Pinker, Richard Dawkins, Craig
Venter, Brian Eno, Daniel Dennet, Samuel Harris. Sí, poca diversidad. Muchos
hombres ingleses o norteamericanos—pero, a fin de cuentas, un grupo con cosas
que decir.
Las preguntas han sido
particularmente agudas. Interrogantes misteriosas o perturbadoras. ¿Cuál es tu
idea peligrosa?, ¿En qué has cambiado de opinión?, ¿En qué crees que no puedes
probar?, ¿Qué nos puede hacer más listos?, ¿Ha cambiado internet la manera en que
piensas?, ¿En qué eres optimista? La pregunta más reciente de edge es ¿de qué
deberíamos preocuparnos?
En estos momentos hay
algo que conspira silenciosamente contra nosotros. Peligros inadvertidos,
amenazas que nadie atiende. El variado grupo de científicos, tecnólogos y
expertos en las más extravagantes disciplinas se reúne en esta página para
compartir sus angustias. Claro, no faltan los listos que reflexionan sobre la
preocupación. Una preocupación, puede leerse por ahí, es una inversión en
recursos cognitivos atada a emociones del espectro de la ansiedad dirigidas a
la solución de un problema específico. Toda preocupación es costosa, agrega
Stan Sperber—como también lo puede ser el no preocuparse. La preocupación no es
una carga; es un regalo, dice el neurocientífico Robert Provine: un tipo de
pensamiento y de memoria que ha evolucionado para darle dirección a la vida y
protegerla del peligro.
Si nos fastidia la
tranquilidad o estamos hartos de las preocupaciones obvias, podemos encontrar
en la página de edge una buena dosis de preocupaciones insospechadas y
nutritivas. Preocupémonos pues de terribles virus mutantes, de la eugenesia
china, la espantosa epidemias de gordos, los rayos gama, asteroides
devastadores, oscilaciones solares, la devaluación de la palabra escrita, la
apatía, los prejuicios de google, el fascismo tecnológico, la marginación
informática, el creciente déficit de nuestra paciencia, el envejecimiento del
planeta, la homogeneización del mundo, la erradicación de la muerte, la
expansión del universo, el antiintelectualismo que arrincona a la ciencia, el
crimen apoderándose de los Estados, la incompatibilidad del desarrollo
científico con los procesos democráticos, el derroche de las fantásticas
oportunidades que nos ofrece la tecnología, la desaparición del espacio
público, la desconexión humana, la perpetua conexión virtual, la brecha entre
la comprensión y la información, la pérdida de contacto con nuestro propio
cuerpo, la proliferación de la pseudociencia, la creciente torpeza de nuestras
manos, el solipsismo informático, el fin de la privacía, la amnesia colectiva,
la pérdida del deseo sexual, la explosión de nuesvas drogas, las supersticiones
viejas y nuevas, los límites de la democracia, la muerte de la diversidad
cultural, la inextinguible estupidez, el estancamiento económico del planeta,
nuestra inmortalidad digital, la inestabilidad genómica.
A preocuparse también
se aprende.
Hace un poco más de diez años Alex Ross, crítico del New Yorker, publicó una historia sonora del siglo XX. El ruido eterno escuchaba las reverberaciones culturales y políticas de la música que por alguna razón seguimos llamando clásica. Ahora acaba de publicar otro trabajo monumental que aún no tiene traducción al español. Se trata de Wagnerismo. Arte y política a la sombra de la música.
Ross ha integrado una verdadera enciclopedia del universo de Richard Wagner. Más que un análisis de sus composiciones y de sus manifiestos, el libro sigue la pista de su influjo: un libro sobre la influencia de un músico en quienes no lo son. No la música, su eco. Ross advierte que el ascendiente musical de Wagner es importante, pero no extraordinario. No fue mayor al de Monteverdi, Bach o Beethoven. Pero el impacto que tuvo la obra y el personaje en las artes vecinas, el peso que tuvo en la cultura y en la política no tiene comparación. No hay tal cosa como bachismo. Ross sugiere que ningún artista en la historia ha tenido el embrujo de Wagner. Nadie ha hechizado como él la poesía, la arquitectura, la novela, la filosofía, la política.
El embrujo del que habla Ross es, ante todo, ambiguo. El monstruo, sugiere, susurra un secreto distinto al oído de cada oyente. Es cierto que Wagner no solamente escribió para el pentagrama y que quiso construir también una filosofía musical, para dejar en claro su utopía artística. Pero, como bien se detalla en este trabajo colosal, su pauta seduce las causas más contradictorias. La contradicción estaba, tal vez, dentro del mismo personaje. ¿Un genio despreciable? Así lo pensaba Auden. Creía que era el artista más grande que ha vivido jamás, y al mismo tiempo, una mierda absoluta.
Alex Ross recorre meticulosa y casi obsesivamente las huellas que dejó Wagner en la literatura y en el pensamiento; en edificios y en la historia misma. Wagner parece la presencia inescapable: de la poesía de los simbolistas a los helicópteros de Francis Ford Coppola en Apocalipsis. Del belicismo teutón a los monitos de Walt Disney. Ross no se queda con el impacto que su mitología tuvo en Adolfo Hitler, su admirador más siniestro, pinta el vastísimo universo de su seducción. Baudelaire le escribió alguna vez al compositor que su música lo reintegraba. “Me has devuelto a mí mismo,” le dijo en una carta. Tal vez esa inmersión la provocó en muchas audiencias, en muchas culturas: identificación personal y fantasía colectiva. Leyenda medieval para algunos, frontera del mundo para otros; origen y destino, patria y alma.
Nietzsche dijo que no había escapatoria. Uno tiene que ser wagneriano. Sugería que la fuerza del compositor nos llevaba irremediablemente a lo más profundo, lo más temible, lo más íntimo. Woody Allen advertía, quizá por eso mismo, que había que tener mucho cuidado. Cuando él oía Wagner más de lo prudente sentía la urgencia de invadir Polonia. Lo cierto es que la imaginación que enciende su música puede ser melodía de los ideales más contradictorios: la fraternidad y el genocidio; el racismo y el abrazo a los desamparados. Ross identifica así al Wagner comunista y al Wagner nazi, al Wagner feminista y al Wagner gay.
El libro de Alex Ross es, a fin de cuentas, una celebración de la manumisión del arte. La creación que adquiere vida propia. Una criatura que no obedece instrucciones. La música de Wagner no está atada a Wagner. La creación de un racista furioso puede alentar la causa de los derechos civiles y el orgullo negro. Existe, en efecto, lo que Ross identifica como “afrowagnerismo.” Por esa misma insumisión del arte, Theodor Herzl, el padre del sionismo moderno, pudo encontrar inspiración en el arte de un antisemita. El único descanso que tomaba el padre espiritual del estado de Israel, mientras escribía El estado judío, era para ir a la ópera a ver Tannhäuser. Al escucharla avivaba su fe. Sólo en las tardes en que no había función, cayó en la duda.
*
Hace un par de años, Fernando Savater publicó "La política y el amor."
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): "Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual". Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
Qué buen site(acá). Qué buen poema.
Qué difícil y que fácil.