Alberto Blanco
Alberto Blanco
Gracias a Alberto Ruy Sánchez encontré el texto que Edgar Morin escribió tras el asesinato de los caricaturistas de Charlie Hebdo. Horrorizado por los crímenes, Morin se distancia de los reduccionismos. Su pensar complejo le abre la puerta a la reverencia: “soy de quienes se oponen a la profanación de lugares y objetos sagrados”, escribió en un artículo publicado en Le monde. Bajo el cobijo de una libertad irrestricta puede avanzar, no la crítica, sino la estigmatización. Lejos del debate, el odio, y con él, el miedo. Si el laicismo significa algo es cuestionamiento, problematización: rechazo de absolutos, inserción del pero. Ya no se trata de levantar el estandarte de la Ciencia contra la Fe, sino de interrogarlas. A ambas. Respetar, por lo tanto, los recintos de lo sagrado es ponerle un coto a la razón soberbia.
El apunte de Morin me conduce a las ideas de W. H. Auden sobre la risa y la fe. El humor y la religión no son incompatibles, como sugirió Kundera en sus Testamentos traicionados. Para el novelista checo, el humor profana porque enturbia lo que toca. Al barnizarse con risa, lo bendito se deshace. Las contradicciones que exhibe el humor son irremediablemente hostiles a la certeza de un creador. Reír es desacralizar. Será por lo tanto, y sin remedio, hiriente. Si el humor ofende es problema del ofendido.
Lo cómico para Auden es otra cosa: una “contradicción en la que no interviene el sufrimiento”. Algo verdaderamente odioso jamás puede ser chistoso. El creyente que era veía al hombre como un animal que ríe, que trabaja y ora. Humor y fe: risa y rezo. El humor era, en realidad, una confirmación de su fe, la manera más sabia de lidiar con las contradicciones de nuestra existencia corporal. El humor ofrece perspectiva y equilibrio. Es la vacuna contra la soberbia, esa enfermedad de los que se toman demasiado en serio. “El hombre no es el centro del Universo, escribe en su carta a Lord Byron… y trabajar en una oficina empeora las cosas”. La comedia le parecía componente esencial del universo moral del cristiano: si todos somos pecadores nadie, sea cual sea su talento o poder, puede ser inmune a la exhibición cómica. El sabio y el poderoso, el burócrata y el predicador merecen la burla que los humaniza. En la comedia los personajes son expuestos y simultáneamente perdonados por la risa.
El texto completo puede leerse aquí.
Rosario Castellanos
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia,
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a oscuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
En la edición de Vanity Fair que circula ahora, la que lleva fecha de febrero de 2012, puede encontrarse un artículo interesante firmado por David Kamp sobre el mundo de Lucian Freud. El ensayo retrata a un pintor que insistía no competir con su arte. El artista, decía, sólo debe aparecer en su obra, como Dios es visible sólo por la naturaleza. Es difícil tomarle la palabra. Freud no fue solamente un artista, fue un personaje, un hechicero, una fuerza magnética.
El crítico australiano Sebastian Smeee, un escritor que pertenecía al círculo de amistades de Freud, nunca dejó de sentir miedo al estar a solas con él. Había afecto pero nunca desapareció el temor a ser subyugado por sus ojos. Estar con él, dice, era sentir la carga de un vivo riesgo emocional. El peligro de caer de su gracia y ser expulsado de su reino. No es que fuera grosero o agresivo. De hecho, solía ser amable y afectuoso, pero la severidad de su mirada parecía darle un poder infinito. Un poder al mismo tiempo atractivo y repelente; seductor y abominable. La leyenda de Freud tiene un territorio: el estudio donde sentaba a sus modelos para ser examinados durante larguísimas horas, largas semanas, muchos meses.
David Hockney posó para él. La experiencia le resultó fascinante. Le sorprendió la lentitud del retratista. Lo pintó en un lienzo pequeño, pero tardó más de 120 horas en terminar el cuadro. Freud se tomaba su tiempo y hablaba. Durante todo ese tiempo, hablaron de todo, de sus vidas, de amigos comunes, de chismes. Le importaba que su modelo hablara para registrar los movimientos de su cara, capturar la expresión, la vida. Los ojos del pintor no se quedaban en su órbita, taladraban al modelo. Su mirada te atravesaba, dice Hockney. “Podías darte cuenta de que estaba trabajando en una parte de tu cara, en el cachete izquierdo u en otra parte porque sus ojos se clavaban en esa zona y te perforaban.”
Martin Gayford publicó un ensayo sobre la experiencia. La recuerda como una visita al dentista—pero mucho más intensa. Freud pintaba discutiendo consigo mismo. Murmuraba la riña de sus trazos: el retrato era el rastro de una batalla. Fricción de las facciones; las muchas expresiones de un rostro combatiendo entre el pincel y la tela. Cuando se concentraba, recuerda Gayford, se daba instrucciones a sí mismo: “Así” “No, no, no lo creo.” “Un poco más de amarillo” “Menos café.” Un proceso vigorosamente deliberativo, concluye.
Alexi Williams-Wynn, una estudiante de escultura, le envió en 2004 una carta de admiración. Freud le respondió de inmediato invitándola a tomarse un té. Posó luego para él y se volvieron amantes. Hay un retrato extraordinario que la pinta sentada desnuda, abrazando la pierna del viejo pintor en el estudio. El cuadro enmarcó el amor. Fueron amantes el tiempo que Freud tardó en pintar el cuadro. Cuando terminó el cuadro se acabó la relación. El egoísmo, entendió ella, es necesario para el arte verdadero. Jeremy King, un crítico que también posó para él, coincide. Freud me enseñó que el egoísmo es honestidad: “éste soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si lo aceptas puedes entrar en mi vida pero no trates de convertirme en lo que no soy.”
El imperio de su egoísmo subordinó todo a la pintura. Sus catorce hijos sufrieron su distancia, su desapego. La única forma de no odiarlo era entenderlo y sólo lo entendieron, sólo lo conocieron y algunos lo llegaron a querer al posar para él.
Los libros de Sebastião Salgado no llevan pie de foto, no los necesitan. Al principio o al final de su trabajo sobre las migraciones o de su arqueología de la era industrial podrá encontrarse una indicación sencilla que revela el origen de las imágenes. Las fotografías no necesitan, por supuesto, explicación. Salgado invita a abrir el ojo para contemplar la aventura de los hombres y las bestias. Ver el humo, las cordilleras, los rostros no humanos, el acero de las máquinas. Sombras y chispas; miradas, callos, arrugas. De pronto, muy de vez en cuando, una sonrisa. Las proezas del planeta. A eso invita el fotógrafo: a leer, sin palabras, al mundo. A pesar de ser un reportero social, sus imágenes proponen un acercamiento a la realidad fuera de la ruta de las explicaciones. Al ver, tocar el mundo.
…
Cuenta Wenders que hace más de veinte años caminaba por Los Ángeles cuando se topó con la estrujante fotografía de los mineros de Serra Pelada. Nadie que haya visto esas imágenes podría olvidarlas. Grandiosos murales en blanco y negro que muestran el hormiguero de la codicia. Miles de hombres casi desnudos escarbando la tierra para arrebatarle una pepita de oro. Hilos, nudos de hombres que cumplen los dictados de una mecánica implacabale. El director quedó cautivado con la imagen y entró a la galería que mostraba la estampa. Descubría así que el fotógrafo se llamaba Sebastião Salgado y empezaría desde ese momento a admirarlo como uno de los grandes artistas de nuestro tiempo. Un cinematógrafo que captura la epopeya en un clic. Susan Sontag llegó a reprocharle la belleza de sus fotografías. La espectacularidad de sus tomas le resultaba falsa, condescendiente. La ausencia misma del pie de página negaba individualidad a sus personajes. Mientras a los famosos los llamamos por su nombre de pila, a los pobres les negamos apellido. Wenders entiende mejor a Salgado porque advierte la honda empatía de su mirada.
El admirador y el hijo ofrecen ángulos distintos del mismo personaje: uno enfoca al aventurero que viaja por el mundo para comprenderlo; el otro enfoca al padre ausente, al esposo en deuda de una mujer que le abre caminos. A decir verdad, la figura familiar es siempre borrosa. Nunca adquiere forma precisa. Dos o tres referencias que no terminan de desarrollarse para conocer en verdad al padre que viaja hasta las antípodas para alimentar la mirada. Desafortunadamente, el documental cae en la tentación de la coherencia: la vida del artista como viaje que empieza en una pregunta y termina con una respuesta. De la tragedia a la redención de las semillas. Más allá de ese hilo, el pie de foto dispone al fotógrafo ante su trabajo de décadas. El rostro de Salgado reviviendo las circunstancias del instante decisivo aparece y se disuelve de sus fotografías. La voz ilustra la imagen para explicitar una filosofía. Somos parte de la misma familia: exilados, mineros, tortugas, piedras.
En su discurso de toma de posesión, Barack Obama hizo un guiño a la comunidad científica: regresaremos la ciencia al lugar que le corresponde. Ya no estará supeditada a la política y será, de nuevo, señora de su propia casa. El nuevo presidente llamaba a recuperar un respeto perdido. Honrar la investigación, la curiosidad, el experimento para mejorar la salud pública, cuidar el planeta, desencadenar la capacidad transformadora de la inteligencia. La escuela y la universidad tendrían que cambiar para estar a la altura del día. El mensaje parecería extraño pero, en efecto, la ciencia necesita defensa y una política que la regrese a su sitio. El gobierno de Bush se ufanaba de haberle declarado la guerra al fanatismo islámico, pero al mismo tiempo libró batalla contra la ciencia. Colocó la ideología por encima de la investigación, recortó los apoyos del gobierno a la ciencia y obstaculizó toda búsqueda y todo hallazgo que riñera con su persuasión religiosa. En el 2004 un grupo de científicos, entre los cuales se contaba una veintena de premios nóbel, se vio en la necesidad de exigir la restauración de la “integridad científica” en la formación de las políticas públicas.
No era simplemente una crítica a la administración Bush por reducir el presupuesto para la investigación, era, sobre todo, una denuncia a la manipulación de la ciencia. El reporte acusaba al gobierno de acomodar los hallazgos para que éstos sirvieran a sus intereses y prejuicios. Si los descubrimientos contradecían las concepciones políticas del gobierno, habría que esconderlos. Hubo un esfuerzo sistemático por controlar los consejos regulatorios y de supervisión de las instituciones académicas. En lugar de defender criterios estrictamente intelectuales y los méritos profesionales, tales órganos se convirtieron en cuerpos de promoción ideológica, cuando no de abierta censura. Más aún, se demostró que el gobierno del segundo Bush se ejercitó como corrector del laboratorio. No fueron pocos los casos en los que la administración republicana alteró información con el propósito de promover su agenda. Así, el Centro para el Control de las Enfermedades, distorsionó datos sobre la efectividad del uso del condón con tal de impulsar el llamado a la abstinencia del gobierno. El Instituto Nacional de Oncología fue instruido para advertir—contra toda prueba científica—que el aborto estimulaba el cáncer de pecho. Los reportes sobre el calentamiento global eran templados por el gobierno para esconder las alarmas. En suma, la presidencia quiso una ciencia al servicio de sus manías.
El cambio de la nueva administración no se ha detenido en la retórica del optimismo científico. Hace un par de días, el presidente terminó con las restricciones impuestas por Bush a la investigación en células madre. Al mismo tiempo, redactó un memorando a todos sus colaboradores precisando justamente su compromiso con la “integridad científica.” Promover la ciencia no es solamente entregar dinero a los centros de investigación. Es, sobre todo, cuidar el aire para el estudio e impedir que el dato y la prueba se ensucien con ideología. Libertad en la investigación, respeto al descubrimiento.