Joseph Nye escribe hoy en el Wall Street Journal un artículo interesante sobre los mitos que envuelven a los BRICS. Aquí puede verse sin necesidad de suscripción. La etiqueta inventada por Godman Sachs tendrá sentido como un membrete que describe oportunidades de inversión pero no ha alcanzado significado político. A pesar de todo lo que se habla de ellos, los BRICS, dice el autor de El futuro del poder, no son un desafío serio al poder de los Estados Unidos.
Prospect y Foreign Policy enlistan "100 intelectuales globales." Las revistas incluyen entre ese centenar de pensadores a Fernando Henrique Cardoso, Alma Guillermoprieto, Enrique Krauze, Fernando Savater y a Mario Vargas Llosa.
Las revistas abren una votación en línea para designar a los favoritos.
Enric Martínez Herrera publicó hace un par de días una nota interesante en El país sobre Juan J. Linz en donde aborda las críticas a su supuesta relación con el franquismo:
La principal acusación reprueba e incrimina la distinción analítica entre regímenes “autoritarios” y “totalitarios” que, como comparativista y —en la tradición de Max Weber— a modo de “tipos ideales”, Linz propuso. El franquismo fue ilegal, ilegítimo, genocida y aplicó el terror sistemático y masivo desde el inicio de la guerra y por largos años. Pero, como comprobaría la oposición, el Partido Comunista inclusive, los aliados no iban a liquidarlo tras la caída del Eje. Al igual que Lipset y otros muchos, Linz quería saber cómo se podrían democratizar su país y tantos otros sometidos a autocracias. Estudioso de las instituciones y el comportamiento político, comparó la Alemania nazi, la Italia fascista, la Unión Soviética de Stalin, el franquismo, y muchas más autocracias a diestro y siniestro. Así, constató que las diferencias superestructurales e ideológicas eran sustanciales y acuñó la nueva tipología —ampliada después en otras subcategorías—.
Los totalitarismos nazi y soviético perseguían grandes transformaciones sociales; otras autocracias no y, desde luego, tampoco el franquismo. Los primeros movilizaban inmensas cantidades de individuos desde una organización política única, que debía monopolizar también la ideología —una doctrina secular que arrinconaba a las religiones tradicionales—. Este tampoco era el caso en autocracias que podían carecer de partido alguno, o bien tener partido único, pero en competencia con otras organizaciones con intereses y valores distintos, como la Iglesia, y donde también podía limitarse tanto la intensidad como el alcance de la movilización política secular. Así fue en España, con una pronunciada rivalidad entre el Movimiento, la Iglesia y las Fuerzas Armadas, y donde el partido “de masas” se rebajó a partido “de cuadros”.
En un plano típico-ideal, la confluencia de pluralismo limitado y ausencia de movilización de masas podría dejar cierto espacio al advenimiento de una sociedad civil, organizaciones sociales autónomas que propician el pluralismo y cierto control externo del abuso de poder, fortaleciendo la democracia liberal cuando se establece. En plena guerra fría, esta tipología fue como agua de mayo para el imperialismo de Estados Unidos, que la esgrimió para tratar de legitimar ante la opinión pública su apoyo y fomento de crueles dictaduras.
Otras notas sobre Linz en el blog…
Vasko Popa
Había una vez un número
Puro y redondo como el sol
Pero solo muy solo
Comenzó a calcular consigo
Se dividía se multiplicaba
Se restaba se sumaba
Y siempre quedaba solo
Dejó de calcular consigo
Y se encerró en su redonda
Y soleada pureza
Afuera quedaron ardientes
Las huellas de sus cálculos
Comenzaron a perseguirse en la oscuridad
A dividirse cuando se multiplican
A restarse cuando se sumaban
Como sucede en la oscuridad
Y no hubo quien le rogara
Que detuviera las huellas
y las borrara
En Vasko Popa Poesía, Fondo de Cultura Económica, 2012, traducción de Juan Octavio Prenz.
Leszek Kolakowski decía que le gustaría vivir en un pequeño pueblo con lago y montaña, en la esquina de Champs Elysées y Madison Avenue. Su casa ideal estaría en un barrio imposible. David Byrne expone ahora su idea de la ciudad perfecta. El compositor, cantante, artista conceptual, ciclista ha publicado sus diarios de bicicleta. La bicicleta, dice, es el medio perfecto para percatarse del ritmo de una ciudad. La bicicleta muestra lo que el coche oculta. En un extracto del diario, ha hecho una ensalada, a la manera de Kolakowski, donde ha mezclado las maravillas de distintas ciudades. Su imposible ciudad necesita el tamaño para alojar el anonimato, cierto caos para hacerla excitante, espacios públicos y camellones para el paseo pero también densidad y apretujones. Una ciudad sensible y en constante mudanza.
A fines del año
pasado se publicó un libro maravilloso: el Manual
de las maravillas de Joseph Cornell, una edición facsimilar del almanaque
que el artista intervino a principios de los años 30. El libro puede verse como
se ven los collages de sus cajas, esas recámaras diminutas que encuentraron
magia en lo ordinario. En sus recipientes de vidrio y de madera, Cornell podía
guarecer la noche y sus lámparas, escribió Octavio Paz en un poema.
Monumentos a cada momento
hechos con los desechos de cada momento:
jaulas de infinito.
Canicas, botones, dedales, dados,
alfileres, timbres, cuentas de vidrio:
cuentos del tiempo.
Si la historia
hacía ruinas, el artista de las cajas transformaba las ruinas en creaciones. Joseph Cornell fue un genial zopilote de
reliquias. Su Manual de las maravillas
es la reinvención, la apropiación, la resurrección de un libro. La trasmutación
de un anuario baladí en una obra de arte. Seguramente perdido entre el polvo de
mil libros, Joseph Cornell adquirió un almanaque francés de agricultura
práctica en una librería de viejo de Nueva York por ahí de 1930. Era un libro
seco de información útil para quien quiere cultivar berenjenas o quiera
estudiar en la escuela de horticultura de Versalles. Cornell tomó el libro y
dibujó en sus páginas, transcribió sobre el texto fragmentos de poemas, insertó
imágenes, perforó hojas y jugó con las cortinas del papel.
Durante años, el
libro durmió en el sótano de la casa del artista en Queens, sin que, al
parecer, nadie lo hubiera visto. No hay testimonio que lo describa, que
registre la existencia de esta prodigiosa caja para hojear. Tal parece que el
artista nunca llegó a compartir su juguete. Tras la muerte de Cornell, el
curador Walter Hopps lo descubrió y lo depositó en el Smithsonian donde
permanecería oculto un par de décadas hasta que lo adquirió el Museo de Arte de
Filadelfia, la casa que alberga buena parte de la obra de Marcel Duchamp. Fue
precisamente en una exposición dedicada a mostrar el vínculo entre Duchamp y
Cornell que el libro se asomó a la luz. Se le exhibía entonces detras un
cristal que permitía al espectador asomarse solamente a una página. Se le
identificaba como “Libro objeto sin título (Manual
de agricultura práctica)”. Tras el vidrio se veía una hoja del libro con una imagen
de la Mona Lisa cargando perfumes y un sombrero. No se podía ver más. La alusión
al bigote de la Mona Lisa de Duchamp era evidente para subrayar la
correspondencia entre los artistas. Pero, encapsulada por los museógrafos, la
obra de Cornell no podía ser plenamente apreciada. Una obra de arte incrustada
en un libro, debía mostrarse como libro. Como
decía Paz al contemplar sus cajas, los collages
de Cornell se burlan de las leyes de la identidad; las cosas, los nombres se
aligeran. Así un libro que fue de agricultura se despoja de su orden, abandona
la seriedad cartesiana y se entrega a la evocación, al sueño de las asociaciones,
a los juegos del azar.
El libro del que
parte Cornell es un anuncio de una nueva era para la agricultura: la razón al
servicio de la productividad, la industria conquistando el campo. Tras la
intervención del artista, el libro es una burla a la razón tecnológica: el
aviso al lector que inserta al manual muestra a un músico que nos ve a los ojos,
acompañado de dos changos de circo y un gato que pinta al óleo. El libro se
transforma en teatro de sorpresas. Una fresa se convierte en sombrero, las
hojas son ventanas que conducen a otras ventanas que enmarcan un ojo. Tablas de
fertilizantes donde aparece un origami que envuelve el dibujo de una vaca. Modelos
de Vogue que se tienden en párrafos
que discurren sobre las bondades de los fertilizantes, mientras las Meninas se
columpian en la esquina de otra hoja.
El Manual
de las maravillas de Joseph Cornell muestra el juego de su arte. Homenajes
sonrientes.
El inventario que José Emilio Pacheco publicaba regularmente en Proceso fue una de las creaciones culturales más imponentes de nuestra tiempo. Su primer nombre fue Baúlmundo y eso fue también: el cofre que contenía todo un planeta. Reseñas que son obras de arte, reinvenciones de la historia, libretas de apuntes sueltos, bosquejo de poemas y traducciones, perfiles de autores premiados, piezas de imaginación que funden hecho y fantasía. El inventario de JEP, relación de pertenencias y catálogo de inventiva fue también un extraordinario cuaderno de aforismos. “Letras minúsculas” era el nombre con los que presentaba los dardos a sus lectores. Escojo de esa mina inagotable de inventarios algunas muestras de su filo:
Ayaan Hirsi Ali ha escrito un nuevo libro: Nomad: From Islam to America: A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, ensayos autobiográficos y alegatos liberales. El New York Times publica hoy una entrevista con ella.
Los comisarios de la corrección conminaron a la reeducación del insolente. Debía retractarse públicamente, ofrecer disculpas a los ofendidos y jurar solemnemente que no volvería a pronunciar las palabras prohibidas. No solamente eso. El ciudadano debía someterse a una intervención para liberarse de los pensamientos inmorales. Debía asistir a un curso de sensibilización para desinfectar su vocabulario. Tras las lecciones, supongo, el discriminador expulsará de su cerebro todas las ideas impuras y los nombres indecentes. Las palabras malévolas ya no cruzarán por su mente y, si las malditas se aparecen en su imaginación, sabrá anularlas antes que lleguen a su boca. Pensará y hablará algodoncitos, sin lastimar a nadie. A través de uno de sus órganos, el Estado mexicano llama a la confesión, al juramento y al catecismo.
Hablo del escándalo del momento: la reacción del consejo contra la discriminación ante la diatriba de Nicolás Alvarado contra Juan Gabriel. El Conapred actuó con sorprendente velocidad para dictar, como si se tratara de una emergencia sanitaria, medidas precautorias.. Tras la renuncia del escritor al cargo público que detentaba, no solamente dejó sin efectos las instrucciones sino que también borró su decreto. Una institución pública esconde una resolución controversial. Más allá del ocultamiento, es importante hablar de la censura bienhechora. Discrepo, por supuesto, de la resolución de Conapred. Las ideas se rechazan con ideas, las palabras se rebaten con palabras. El respeto no se promueve con la resurrección del Santo Oficio. Me parece una aberración entregarle a una institución estatal el permiso de vigilar nuestras expresiones. Aún teniendo los mejores propósitos, aún creyendo promover los valores más altos, me parece contrario a la función del poder público, el imponer límites a lo que decimos.
No se me escapa la diferencia entre la voz de un particular y la de un funcionario público. Quien habla en nombre de lo común ha de someterse a un código distinto. Lo que es permisible y aún plausible en el ámbito privado, puede ser imprudente, condenable si se representa lo público. El deber del crítico es, frecuentemente, imprudencia del funcionario.
Creo además que los inquisidores suelen ser malos lectores. Implacables interventores de la literalidad, son incapaces de apreciar la ironía, el dúctil significado de las voces. No es extraño que un insulto sea apropiado como prenda de orgullo, que un elogio esconda una embestida. Que lo que uno lee sea distinto de lo que lee el otro. Los censores ven expuesto un tramo de piel y corren de inmediato por la manta. Nicolás Alvarado pronunció palabras tabú: dijo naco y dijo joto. La sentencia condenatoria cayó de inmediato: discriminador, clasista, homófobo. No lo veo así. Si acaso, provocador y pedante. Vale subrayar lo que cualquier lector atento habría detectado: el texto, si se quiere antipático, se burlaba de su propio autor. Hablaba de su problema frente a un personaje idolatrado. Más que una denuncia del ídolo, era una confesión de prejuicios. El crítico admitía la innoble fuente de sus reflejos. ¿Ni en confesión pueden pronunciarse esas palabras del Índice?
Alvarado advirtió luego que su invectiva había sido inoportuna. Ofreció disculpas, no por lo que dijo sino por el momento en que lo dijo. Lamento el latigazo que el autor se propina. El mérito de su texto radicaba, precisamente en su inoportunidad. En el momento mismo en que cuajaba la unanimidad, el crítico disentía en argumento y en tono. No acompañaba a los dolientes, no se unía al coro, no se fundía en la emoción colectiva: ejercía su derecho a discrepar. Recuerdo ahora el ejemplo de Christopher Hitchens precisamente en sus impertinencias, en la valiosísima inoportunidad de sus combates. Esa es una de las tarea esenciales del crítico: estorbar toda propensión a la unanimidad. Quien fastidia al coro nunca debe esperar su aplauso.
Este blog se ha beneficiado enormemente de los comentarios de El Lector. Las notas que he puesto sobre la crisis del Vaticano han encontrado en sus mensajes respuestas inteligentes que mucho aportan a la discusión. En su comentario más reciente, hace una reflexión que vale la pena destacar. Escribe:
Me preocupa notar que los anticlericales de hoy ya no son como los de antes. Voltaire y Melchor Ocampo fueron adversarios formidables para la Iglesia no sólo por su inteligencia, su pasión y la gracia de su pluma, sino también porque eran cristianos cultos, que sabían lo suyo de teología, derecho canónico e historia eclesiástica (además de muchas otras cosas). Yo no te pido que seas cristiano, jamás se lo exigiría a nadie, pero sí te pido que conozcas mejor al objeto de tu animadversión. Hay que luchar contra la dictadura del lugar común.