Salvador Elizondo
Queda el recuerdo;
se pierde el acto;
queda tu beso,
mas no tus labios;
somos la muerte,
somos la nada,
somos un eco
de algo…
Salvador Elizondo
Queda el recuerdo;
se pierde el acto;
queda tu beso,
mas no tus labios;
somos la muerte,
somos la nada,
somos un eco
de algo…
Los ateos también tenemos preguntas teológicas. El problema es que no tenemos respuestas teológicas a esas interrogantes. Se puede no creer en Dios y, al mismo tiempo, extrañarlo. El crítico James Wood habla de esos temas al reseñar una colección de ensayos compilada por George Levine titulada El gozo del secularismo. Para Levine, abrazar el mundo desencantado es esencial para nuestro bienestar. El desencanto del que hablaba Weber es simplemente el fin de la magia, no el fin del sentido. Wood no queda muy convencido con el argumento que presentan los autores del libro. Por más que los autores insistan en el disfrute del secularismo, no despejan las angustias de la existencia. Recuerda un ensayo del filósofo Thomas Nagel titulado "El absurdo". Ahí, sugería que no nos preocupáramos por la desaparición del Creador. Si a los ojos de la eternidad, nada importa, "entonces eso tampoco importa, y podemos vivir nuestras vidas absurdas con ironía en lugar del heroísmo o la angustia." A Wood el argumento le parece lógico pero no le alcanza como consuelo.
Héctor Aguilar Camín reflexiona en un par de artículos sobre la forma de la nueva opinión pública. Ayer registraba en Milenio el nacimiento de un nuevo animal. Lo describe "atento, proteico, divertido, enfurruñado e inteligentísimo."
Es el fruto más acabado de nuestra democracia. Y es horizontal. Impone sus temas efervescentes y compensa su mal humor, su frecuente mala leche, con una diversidad a toda prueba y una libertad que no tiene entre nosotros más antecedente que la diatriba del diario íntimo, destinado antes a la posteridad, hoy al momento.
Nuestra intimidad es pública, nuestra molestia se siente con derecho a molestar, el corazón de cada quien aspira a ser la plaza pública de todos.
Hoy continúa con la descripción de la bestia, una forma nueva y a la vez antigua de Masa.
La democratización horizontal del habla pública … es La Masa por otras vías, La Masa individualizada, con micrófonos propios y tribunas que cada quien se otorga y comparte con quien quiere: los medios masivos por medios personales. No es una novedad menor. Se dirá que el tumulto se anula con el escándalo, la arbitrariedad y la diversidad de su propio torrente. Cierto, pero también se ordena y se impone con la espiral de sus modas, temas y tendencias favoritas.
Hay algo, sin embargo, en lo que esta novísima ágora, esta nueva forma de la masa, a la vez ubicua y elegible, es idéntica a las masas de todos los tiempos. En ella vive también el espíritu de Fuenteovejuna, el espíritu de la impunidad anónima, vengadora y arbitraria, que lincha en grupo, que actúa sus peores pasiones en el manto protector de la masa. Las redes sociales rebozan fuenteovejunos. Libertarios innegociables que no se atreven a dar su nombre. Radicales anónimos. Justicieros que lanzan el tuit y esconden su compu. Paleros disfrazados de ciudadanos. Pandilleros disfrazados de indignados. Linchadores vestidos de pueblo justo. Son los instantáneos dinosaurios del internet, los falsos modernos que tienen instrumentos nuevos, pero hábitos públicos viejos. Y cursilería de todos los tiempos.
Del blog de Aurelio Asiain tomo estas rimas de Ireneo Paz y la nota que las acompaña:
Señor, las elecciones del domingo
fueron un solemnísimo fandango,
pues el pueblo mostrándose zanguango
la vez quinientas mil sirvió de mingo.
Ni dar siquiera pretendió un respingo
al notar que lo echaban en el fango:
¡preso de tus sayones en el mango
no llegó a hacer papel ni de relingo!
Por eso, santo, ante tus plantas vengo
y un proyecto “de chapa” te propongo
que te pruebe el cariño que te tengo:
declara que la patria vale un hongo,
declara que el país es Tianguistengo
y sácanos ¡pardiez! hasta el mondongo.
* * *
Tu prensa que te alaba por la sopa
hace en diversos tonos que se sepa
que tu candidatura ya se trepa
sobre todas las otras viento en popa.
Y aunque con las mentiras hace tropa
y por eso en sus cálculos discrepa,
ya no encuentra camisa que le quepa,
y ancha se está poniendo como estopa.
Mas hoy tu gente que al erario chupa
ve que no queda ya ni una zurrapa,
y eso, glorioso santo, la preocupa….
Si los quieres hartar hasta la chapa
haz un esfuerzo solo, grita ¡upa!
Y das un brinco y te declaras Papa.
Ireneo Paz (1836-1924)
*
Hace doce años, cuando editaba la revista (paréntesis), Napoleón Rodríguez me regaló una copia del tercer tomo de Cardos y violetas, la “colección de poesías, dramas y sonetos festivos” de Ireneo Paz (1836-1924). Leí de un tirón y con enorme regocijo las casi cuatrocientas páginas afiladas —una fiesta verbal de rimas y lances rítmicos, aliteraciones, juegos de palabras, apodos más o menos transparentes, ironías que el tiempo ha oscurecido, sarcasmos indelebles—, recogí unos cuantos en las páginas de aquella revista y me hice la ilusión de que, habiéndose reeditado hacía poco Algunas campañas (El Colegio Nacional / Fondo de Cultura Económica, 1996) con un postfacio conmovedor en que Octavio Paz señala con justicia que los sonetos de su abuelo “se cuentan entre lo mejor de la poesía satírica del siglo XIX”, algún editor tendría pronto la buena idea de lanzar una edición moderna de los tres tomos —el primero o el segundo recoge los poemas filosóficos y eróticos del autor, alabados en su tiempo—, pero me quedé con las ganas. Hace un momento descubrí que ese mismo tercer tomo se puede descargar o leer en línea en Google Books, de donde bajé la copia que he subido a Issuue Internet Archive, en donde se lee mejor y de donde se puede descargar en múltiples formatos (pero no insertar aquí).
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
Trabajando todavía en la edición de Revolutionary Road (traducida acá como “Sólo un sueño”) Sam Mendes empezó el rodaje de Away We Go (“El mejor lugar del mundo”, según las carteleras mexicanas). No puedo pensar en películas tan opuestas viniendo del mismo director. No imagino a David Lynch apartándose de la edición de Blue Velvet para dirigir Notting Hill. Si el tono de las películas contrasta es porque la segunda fue para el director una especie de antídoto, una cuerda de salvación. Revolutionary Road, basada en la novela de Richard Yates, es una película oscura y devastadora: la autopsia de un matrimonio. Las grandes ilusiones de un tiempo son aplastadas por rutinas desalmadas, por miedos y traiciones. El empeño por escapar la banalidad queda triturado en la vida del suburbio. La intensidad del sueño no hace más que anticipar la tragedia. La nomenclatura revolucionaria de la calle donde vive la pareja y que da título a la película es obviamente un guiño: para el pesimista, la fe resulta preludio de catástrofe. Away We Go es todo lo contrario: una comedia suave, ligera y optimista. Desaparecen aquí los encierros asfixiantes que marcan todo el cine de Mendes. La película tiene aire y luz de viaje. Los protagonistas apenas tienen ambición pero se tienen a sí mismos. No buscan regalarle su genio al mundo, ni separarse de la trivialidad del vecindario. Buscan un lugar para criar a su hijo. Nada menos.
Brincando del teatro al cine, Sam Mendes ha retratado la claustrofobia de lo doméstico, el veneno de lo social. En American Beauty, una cinta narrada desde la muerte, pinta la desolación del suburbio sin dejar de registrar la intensidad vital de algunos personajes y la aparición fugaz de la belleza. Road to Perdition es una película de gángsters que explora el vínculo de un hijo con su padre en un mundo inundado de sangre. Todas sus películas aprietan el pescuezo el espectador que sale del cine en busca de aire. Asfixiantes cárceles de conformismo, violencia, odio, puerilidad. Un cine también de escapes siempre frustrados. Away We Go no es la película de una fuga sino de una búsqueda. Una road movie modesta y bien hecha. Quizá es una película menor. No tiene el gran libreto de sus trabajos previos ni las portentosas actuaciones de otras producciones. Podrá ser un divertimento en el trabajo de Sam Mendes, pero es una de sus cintas más entrañables. Es, dice él mismo, la película que mejor lo retrata. ¿Por qué termino haciendo películas tan oscuras si veo los colores del mundo?
Away We Go se basa en el guión de Dave Eggers y Vendela Vida y cuenta la búsqueda de un nido. En la primera escena de la película, un extraordinario retrato de intimidad, los protagonistas descubren que serán padres. No lo han buscado pero tampoco rechazan la idea. Los hechos le suceden a esta pareja. Sin raíces donde viven, sin trabajo estable, emprenden la carretera para decidir dónde habrán de criarlo. El peregrinar los pone en contacto con parientes y amigos que representan distintos modelos de paternidad: de los desvaríos alcohólicos a los absurdos del new age. Las viñetas son evidentemente caricaturas, sketches: las opciones no sirven más que para ratificar que el único anclaje de la pareja es ella misma y que su desabrigo es mucho más cálido que el brasero de cualquiera. Una imagen de la película se planta frente al romanticismo trillado: el amor no es el delirio sino una dulce sensatez.
Las esculturas de Richard Serra son trazos del hierro en el espacio. Toneladas de metal que no son más que el juego de un lápiz que invade el aire. Una mano bastaría al artista para surcar por completo la idea de la pieza: una ola, un cono, cintas que serpentean, estelas inmensas. Ahora pueden verse sus dibujos en el Museo Metropolitano de Nueva York. Se trata de la primera exposición de Serra dedicada a este arte sin volumen. Los dibujos no son bocetos de sus esculturas. Serra no empieza sus esculturas en el papel para pasar luego al metal. Serra ensaya sus esculturas directamente en maquetas de plomo. Los dibujos tampoco son ilustraciones de sus piezas. Una escultura que no se recorre con el cuerpo está muerta. Dibujo para escapar de la anécdota de la ilustración, le dijo hace poco a Charlie Rose.
Sin embargo, el vocabulario del artista es el mismo en los dos medios: geometría de la opacidad que trastoca el espacio. Ángulos rectos y sinuosidades inscritas con sombras. Evocación de las formas elementales que no hablan más que de su propia estructura. La abstracción en Serra es tan pura como en Malevich. Algunas piezas de la exposición homenajes al, o tal vez citas del suprematista. Como el ruso, Serra parece decirnos que todo ha desaparecido, menos la masa desde la cual brota la nueva forma.
Es cierto que el papel sustrae una dimensión a la escultura, pero aún constreñida a esas dos dimensiones, conserva intacta su aspiración arquitectónica. Su búsqueda es, ante todo, la reconfiguración del espacio. Dibujo y escultura, tinta y hierro: recursos de la misma exploración. Así sea en toneladas de hierro o en una inscripción en papel, la obra de Serra es una alteración de la polaridad de la Tierra. También sus dibujos parecen imantados. El carbón de sus cuadros y el óxido de sus esculturas nos succionan. Una enorme ventana negra se convierte en el pozo más profundo. El horizonte se levanta y la verticalidad se reclina. ¿Son dibujos o son, en realidad, instalaciones? ¿Los vemos o entramos a ellos? El dibujo nos contiene y nos perturba como lo hace el inmenso poder de su escultura. En una pieza preparada justamente para el museo, Serra cubre de negro dos paredes paralelas alterando el equilibrio de los muros blancos. El espacio resulta una dimensión cromática. Los habitantes del mundo: súbditos de la luz y del color.
Los dibujos de Serra no son tributos al lápiz bien afilado. No aparecen en la exposición líneas suaves y delicadas que bordan el papel. El escultor embiste la superficie con un ladrillo de gis de cera grueso, grasoso y negro: una brocha de asfalto. Aún sin volumen, los dibujos de Serra conservan el atributo central de su obra: el peso. El negro es el único color que se asoma y aparece con tal densidad que adquiere tonelaje. Dibujar, dice Serra, es tan sólo otra manera de pensar.
Desde hace unos quince
años John Brockman, un inquieto promotor de la cultura, un empresario
intelectual, organiza una extraña fiesta decembrina. Brockman, de quien se ha
dicho que es una de las grandes enzimas intelectuales de nuestro tiempo, no
reúne a su familia para cenar pavo o abrir los regalos de Santaclós. Invita a
algunas de las mentes más brillantes del mundo a reunirse virtualmente en
edge.org, su página de intenet, para contestar una pregunta provocadora. La
fiesta es la conversación que se teje a partir de las respuestas. El festejo
anual de edge es un puente entre aquellas dos culturas que se ignoran. Las
artes y las ciencias compartiendo el manjar de una buena pregunta. Entre sus
invitados habituales puede encontrase a Steven Pinker, Richard Dawkins, Craig
Venter, Brian Eno, Daniel Dennet, Samuel Harris. Sí, poca diversidad. Muchos
hombres ingleses o norteamericanos—pero, a fin de cuentas, un grupo con cosas
que decir.
Las preguntas han sido
particularmente agudas. Interrogantes misteriosas o perturbadoras. ¿Cuál es tu
idea peligrosa?, ¿En qué has cambiado de opinión?, ¿En qué crees que no puedes
probar?, ¿Qué nos puede hacer más listos?, ¿Ha cambiado internet la manera en que
piensas?, ¿En qué eres optimista? La pregunta más reciente de edge es ¿de qué
deberíamos preocuparnos?
En estos momentos hay
algo que conspira silenciosamente contra nosotros. Peligros inadvertidos,
amenazas que nadie atiende. El variado grupo de científicos, tecnólogos y
expertos en las más extravagantes disciplinas se reúne en esta página para
compartir sus angustias. Claro, no faltan los listos que reflexionan sobre la
preocupación. Una preocupación, puede leerse por ahí, es una inversión en
recursos cognitivos atada a emociones del espectro de la ansiedad dirigidas a
la solución de un problema específico. Toda preocupación es costosa, agrega
Stan Sperber—como también lo puede ser el no preocuparse. La preocupación no es
una carga; es un regalo, dice el neurocientífico Robert Provine: un tipo de
pensamiento y de memoria que ha evolucionado para darle dirección a la vida y
protegerla del peligro.
Si nos fastidia la
tranquilidad o estamos hartos de las preocupaciones obvias, podemos encontrar
en la página de edge una buena dosis de preocupaciones insospechadas y
nutritivas. Preocupémonos pues de terribles virus mutantes, de la eugenesia
china, la espantosa epidemias de gordos, los rayos gama, asteroides
devastadores, oscilaciones solares, la devaluación de la palabra escrita, la
apatía, los prejuicios de google, el fascismo tecnológico, la marginación
informática, el creciente déficit de nuestra paciencia, el envejecimiento del
planeta, la homogeneización del mundo, la erradicación de la muerte, la
expansión del universo, el antiintelectualismo que arrincona a la ciencia, el
crimen apoderándose de los Estados, la incompatibilidad del desarrollo
científico con los procesos democráticos, el derroche de las fantásticas
oportunidades que nos ofrece la tecnología, la desaparición del espacio
público, la desconexión humana, la perpetua conexión virtual, la brecha entre
la comprensión y la información, la pérdida de contacto con nuestro propio
cuerpo, la proliferación de la pseudociencia, la creciente torpeza de nuestras
manos, el solipsismo informático, el fin de la privacía, la amnesia colectiva,
la pérdida del deseo sexual, la explosión de nuesvas drogas, las supersticiones
viejas y nuevas, los límites de la democracia, la muerte de la diversidad
cultural, la inextinguible estupidez, el estancamiento económico del planeta,
nuestra inmortalidad digital, la inestabilidad genómica.
A preocuparse también
se aprende.
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