y lo festeja con dos videos. El primero es dirigido por Errol Morris y lleva la música de Philip Glass. El segundo presenta la historia de la compañía a través de 100 nacimientos: 100 x 100,
El gran poeta leonés Antonio Gamoneda ya tiene título para su nueva colección de poemas: Canción errónea. En un artículo de El país se entrecomilla esta pista: "La vida es un error lleno de cosas maravillosas -la amistad, el amor-, pero un error. Ir de la inexistencia a la inexistencia es un asunto raro, ¿no?" Pronto aparecerán también sus memorias de infancia. Por lo pronto, el diario anticipa un poema:
Amé. Es incomprensible como el temor de los árboles.
Ahora estoy extraviado en la luz pero yo sé que amé.
Yo vivía en un ser y su sangre se deslizaba por mis venas y
la música me envolvía y yo mismo era música.
Ahora,
¿quién es ciego en mis ojos?
Unas manos pasaban sobre mi rostro y envejecían dulcemente. ¿Qué
fue existir entre cuerdas y olvidos?
¿Quién fui en los brazos de mi madre, quién fui en mi propio corazón?
Es extraño: solamente he aprendido a desconocer y olvidar. Es extraño:
Todavía el amor
habita en el olvido.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
La antigüedad inventó el Photoshop. Retratando atletas y hermosas, celebrando la juventud y la simetría, eliminó todo defecto del retrato, negó las pecas, borró la papada, maldijo los efectos del gravedad. Nos legó así un catálogo de cuerpos perfectos, criaturas intemporales, hielos simétricos exhibidos en un refrigerador eterno. Si el hombre era la medida de todas las cosas, el arte habría de ofrecernos ese patrón sublimado por la belleza. ¿Qué es círculo si no una línea que enlaza la perfecta proporción de nuestra anatomía? El número pi se insinúa entre las yemas de nuestros dedos y la punta del pie. Nuestro ombligo es el centro exacto de un disco precioso.
Lucian Freud no retrató el cuerpo del hombre con un compás. No trataba de desentrañar una geometría secreta. “Soy un biólogo”, llegó a decir. La descripción que él mismo hace de su oficio es perfecta: un estudioso de la vida, un observador atentísimo de nuestro organismo. Nada me interesa tanto como la gente pero, en realidad, continuaba, “me interesan como animales.” Nadie ha registrado tan descarnadamente la individualidad de nuestra carne, como él. Sin sentimentalismo alguno pintó nuestro peso, le dio color a nuestros bultos y a nuestra grasa. El biólogo observó como pocos y registró como nadie nuestra orografía y nuestra vegetación. Huesos, tetas, músculos, pelos, venas, arrugas, ojeras, lonjas. El cuerpo no es la piel que envuelve al alma: el cuerpo es carne y es tiempo. El cuerpo no es silueta, es volumen.
Freud destrozó las etiquetas de la pintura. Le fascinaban las carnes que se desparraman del cuerpo. Una espalda podía ser para él todo un paisaje. Le atraía la vida del cuerpo, no su estampa. Pintó a la gente que tenía cerca: familia, amigos, vecinos. Llegó a pintar un retratito de la reina (vestida y con corona) pero aceptó muy pocos encargos. Recorrer su obra es una experiencia intensa y también perturbadora. Ni siquiera su retrato de Kate Moss es inocentemente bello. Freud nos invita a ver los cuerpos que han sido expulsados del paraíso de la publicidad. Arrebata nuestra mirada y la dirige a las piernas abiertas de un hombre o a una panza formidable. Algunos creen que sus retratos son despiadados o, peor aún, crueles. Pienso en lo contrario: amor infinito por la humanidad que hay en nuestro volumen, fascinación por el tiempo vivido en nuestras glándulas. Sue Tilley, la voluminosa mujer que sirvió de modelo en varios cuadros suyos, decía que pintaba con amor: ese amor que encuentra un prodigio en cada detalle del cuerpo.
Los retratos de Freud no son trofeos del clic. No son el pestañeo de una cámara, un instante detenido que permanece en el lienzo. Son perceptibles en sus telas las muchas horas de observación, de reflexión que hay detrás de cada retrato. Hay un cuadro que me intriga particularmente. Se titula “Dos irlandeses en W11” Lo pintó Freud entre 1984 y 1985. Se trata de un cuadro inusual porque escapa de la caja que normalmente aloja a sus modelos quienes, además, están vestidos de traje y corbata. Dos figuras y, al fondo, una ventana que muestra la ciudad. Lo que quiero notar es el contraste entre los rostros y las fachadas que se ven a lo lejos. Mientras la ciudad parece una pintura hiperrealista, los hombres han sido pintados con un pincel más grueso. La fidelidad fotográfica de techos y antenas contrasta con cierta imprecisión en las mejillas y los labios. Será que el retrato no es arte de definición. La minuciosa imprecisión en los retratos de Freud subraya el misterio.
No todo en la pintura de Freud fue carne. Me atrevo a decir que, ante todo, Lucian Freud fue un pintor de la mirada. ¿A dónde ven sus modelos? Parecería que todos pierden la mirada en el suelo o en la pared. A veces duermen pero suelen tener los párpados abiertos y los ojos extraviados. Si el cuerpo es pesadez, la mirada es extravío. Aunque la pierna de un hombre roce a su amante, sus miradas no se encuentran. Lucian Freud fue el biólogo de nuestra soledad.
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
“Más que nunca tenemos urgente necesidad de un poeta como Lucrecio”, escribió George Steiner al final de En el castillo de Barba Azul. Las humanidades, decía, no solamente han sido arrogantes. También han sido tontas. Se han creído con el derecho de olvidar el genio de la física y el álgebra. Han encerrado las matemáticas y la astronomía en un frasco al que no han de tocar la poesía ni la épica. Esa es la grandeza de Lucrecio: trazar la epopeya del alma y los planetas. Explicar el enjambre de átomos que es el universo. Los espejos y los amores; las invisibles partículas que nos gobiernan, la harina que nos rebela. Porque estamos hechos de moléculas, esas invisibles semillas del ser, compartimos cuerpo con las piedras, las algas, los árboles y las estrellas. Pepitas elementales diminutas e infinitas.
La épica científica de Lucrecio no es mecánica simple. El mecanismo de los átomos es alterado por desviaciones de la rutina, variaciones, leves mudanzas que pueden transformar galaxias. La naturaleza se aburre en la repetición y busca incesantemente el viraje. Los dioses no sujetan a sus criaturas, las han dejado sueltas. De ahí viene la noción de clinamen: nada surge de la nada; todo se separa un poco de su origen. El polvo nos conforma y nos circunda, nos da cuerpo y brisa. Ahí, en esa interacción de las minúsculas semillas del ser, se funda la libertad del mundo.
La bendición de Lucrecio invoca Julio Trujillo en su nuevo libro de poemas. El epígrafe que abre El acelerador de partículas (Almadía, 2017) confiesa una filiación intelectual y poética. Un beso no es un milagro pero lo es. Así lo registra Julio Trujillo en el poema que da título al libro:
pensé también que nuestro beso ahí,
en ese instante,
era como un impacto de partículas
que hubieran circulado muchos años,
y tal vez muchos siglos,
en el imperio de la vastedad.
…
Y entonces esos labios en los míos,
en esa vuelta velocísima del mundo,
en esa ciega circunvolución,
llegaron,
toparon con un átomo que igual
giraba locamente acelerado.
Duró un instante apenas,
una idea que se construye conforme se fuga.
Una épica del instante, una orografía de las migajas. No hay átomo que descanse en estos poemas: las sombras se expanden, el poeta hierve, el pelícano cae a plomo, las fotos hablan. Cada segundo es una lucha contra el destino. El tiempo, dice Trujillo, es un pintor de prodigios. Si el mundo es un baile de imanes, habrá que enamorarse de ese hierro que nos guía.
y ser un haz
un chorro de partículas que estalla
en la invisible pirotecnia del acontecer.
Dejar de ser para ser todo un poco,
los panes y los peces,
la hélice entre el águila y el sol.
El físico proclama la liberación de sus moléculas. Choque de electrones insumisos. Ser fiel a su auténtica servidumbre, como escribe en “Memorandum” un poema condenado a ser memorizado: “¿Cómo ocurrió que poco a poco se me olvidó desorbitar mis ojos?” Somos astillas sueltas desde el Big Bang.
Leonard Cohen empezó a escribir para comunicarse con quien se ha ido. A los 9 años murió su padre. El funeral fue en su casa. Era invierno. En la sala, frente a las escaleras estaba el ataúd abierto. Después del entierro, al regresar a la casa, abrió el amario de su padre, tomó una corbata de moño y escribió algo en una de sus alas. No recuerda bien qué decía la inscripción. Seguramente, una despedida. Solo recuerda claramente que enterró la corbata en el jardín. El instinto de la escritura era un ritual, un acto de fe: un mensaje que no sería nunca leído, una celebración de lo que ha dejado de ser. Lo relata admirablemente David Remnick en el perfil que el New Yorker publicó apenas unas semanas antes de la muerte de Cohen.
El dios del amor se dispone a partir, dice en alguna canción. ¿No será la poesía de Leonard Cohen una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última? Adiós al amor, a la juventud, a la decencia, a la vida. No es solamente la última etapa de Cohen la que contiene esa disposición testamentaria, desde las primeras canciones aparece el misterio, la reverencia del final “Hasta luego, Marianne. Es tiempo que empecemos a reírnos y a llorar de todo… otra vez.” Es la dulzura de las pérdidas, la sabiduría de la derrota. En “Going Home,” la pista que aparece en su disco Old Ideas del 2012, puede escuchársele dando voz a su musa o a su dios para explicar el propósito de sus canciones. Cohen se burla de sí mismo como el haragán encorbatado que busca un llanto que se eleve por encima del sufrimiento, el ignorante que anhela escribir un himno al perdón: un manual para vivir con la derrota.
En la conversación de Remnick con Cohen puede advertirse la fuente espiritual de ese instructivo. Abundan las referencias bíblicas en las canciones de este hombre que vivió durante años en un monasterio budista y que no dejó nunca de buscar un camino espiritual. Uno de los temas centrales del pensamiento cabalístico, dice, es la reparación de Dios. Dios se deshizo en la creación. El mundo es producto de un rompimiento, un estallido. La materia nació de aquella catástrofe; el universo son los mil pedazos que un día, antes del tiempo, eran Dios. La tarea específica de un judío, dice Cohen es reparar ese quebranto. Las plegarias son recordatorios de lo que alguna vez fue armonía. Habrá que tocar las campanas que aún pueden sonar, dice en su himno: “hay una grieta en todo. Así es como la luz entra.”
El cantor de las penumbras logró despedirse de la vida en su último disco, quizá el más profundo, el más oscuro, el más hermoso. Aquí estoy, Dios mío, canta con el coro de una sinagoga. Es una aceptación de lo inevitable y, al mismo tiempo, un terco gesto de rebeldía: si tuya es la gloria, mía ha de ser la deshonra. Si tú eres quien cura, he de estar roto. El disco lo grabó en su casa, con ayuda de su hijo Adam, sentado en la silla médica en la que pasó sus últimos días. Cohen se despide de la vida y, otra vez, del amor. Recuerda sus milagros y sus rutinas. Te he visto hacer del agua vino y del vino agua. El prodigio de consagrar lo profano y volver mundano lo sagrado. Sus últimas palabras, susurros de una mina de carbón sobre un cuarteto de cuerdas, son el deseo del encuentro que no fue.