Vista en el blog de andrewsullivan.
Francis Fukuyama aprovecha la aparición del nuevo libro de Philip Bobbit sobre Maquiavelo para hablar del florentino. En su reseña, Fukuyama critica el entusiasmo republicano que aparece en el retrato de Bobbit. Para el autor de El fin de la historia, la importancia de Maquiavelo radica en que, como Scmitt mucho tiempo después, le enseña al liberalismo sus límites. El orden político necesitará reglas pero necesita más que reglas: sin la virtud de los príncipes, sin su audacia y su prudencia, el Estado se vendría abajo.
¿Puede el diseño salvar a los periódicos? Janos Utko, diseñador polaco, lo cree. Ha redibujado la imagen de un número importante de diarios de Europa del Este, catapultando su circulación. Aquí habla del proceso y del impacto de lo visual:
A Jean Bodin se le recuerda por haber fijado para la posteridad la idea de la soberanía. Escribiendo en la segunda mitad del siglo XVI, defendió un poder sin restricciones que fundara la ley y se impusiera inequívocamente en el reino. Un poder absoluto y perpetuo, no sujeto a reglas. Pero este hombre al que asociamos con la institucionalización de la monarquía absoluta es también un teórico de la prudencia monetaria. El rey habría de concentrar todos los poderes en su trono: legislar, resolver conflictos, declarar la guerra. El poder incluso, sobre la vida y la muerte de sus súbditos estaría en sus manos. Pero justamente por el propósito de fortalecer al soberano, sugería que el rey no cayera nunca en la tentación de demeritar la moneda que acuñaba. La moneda no solamente era un instrumento de cambio: era el retrato del rey. Una hoja de metal con el perfil del monarca que pasaba de mano en mano. Si la moneda dejaba de valer, quien se devaluaba era el gobierno. El soberano estaba en su moneda económica y simbólicamente.
Algo dice una comunidad política que elige a un escritor para aparecer en su moneda. Tal vez sugiere que hay otra soberanía: No la de la fuerza, sino la de la palabra y la imaginación. Octavio Paz vuelve a ser la espalda del águila en las monedas de México. La ocasión es extraña. Se recuerda el aniversario del Premio Nobel, como si lo que fuera recordable del poeta fuera la decisión de un club de suecos más que la obra de toda una vida. Sea como sea, es curioso que Paz termine acuñado. Hay en su poesía y en su ensayo una constante repulsa al dinero, como el símbolo de una sociedad que abominaba. Que haya trabajado para la Comisión Nacional Bancaria contando billetes para quemarlos es un símbolo perfecto. Amontonar billetes muertos para convertirlos en ceniza.
La moneda aparece en un título de Octavio Paz como metáfora del azar o, quizá, del milagro. Águila o sol es una colección de poemas en prosa en donde aparece un primer texto con ese título. Un escritor que galopaba con imágenes se detiene de pronto. La señales se le borran. “Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: cara o cruz, águila o sol?”
Pero la metáfora más fuerte de la moneda en la poesía de Paz no es la del volado sino la de la de una rueda desalmada que devora al hombre. Entre la piedra y la flor es el poema en donde despunta la extraordinaria ambición del poeta. Era el poema de un muchacho que apenas salía de su casa por primera vez, que viajaba y encontraba la miseria en Yucatán. Hombres aplastados por una maquinaria que estrangula. El hombre que da vueltas y vueltas en los siglos, hablando un lenguaje que los burócratas y los comerciantes desconocen. El poema captura el repudio de Paz a la economía de mercado que habría de acompañarlo—con todos sus cambios—a lo largo de toda su vida. La moneda es retratada como el símbolo más perfecto de una comunidad alterada por el imperio de las mercancías.
El dinero y su rueda,
El dinero y sus números huecos,
El dinero y su rebaño de espectros.
La moneda no es la medalla de metal que perfora el bolsillo. Es, en realidad, un agujero por el que se despeña el hombre. Una boca que devora todo lo valioso y que hace cálculos con lo sagrado. La brujería del dinero evapora los sudores, las lágrimas, la idea. Sea cual sea su valor, la moneda es un engaño: es el Gran Cero, dice.
Sus jardines son asépticos
su primavera perpetua está congelada,
sus flores son piedras preciosas sin olor,
sus pájaros vuelan en ascensor
sus estaciones giran al compás del reloj.
Para el romántico, el dinero no puede ser más que una infamia, una blasfemia: un talismán que desencanta al mundo y corrompe al hombre. Los pájaros volando en el elevador. Lo que importa no suma. Son las alegrías y penas personales, pero también la fantasía del mito: la pirámide, el ídolo y la virgen. El poderoso caballero nos posee. Buscamos la riqueza sin darnos cuenta que somos moscas y el dinero araña. El dinero nos vuelve ninguno. No importa si se tiene mucha o poca plata. Lo que importa es que la moneda nos convierte en número. No somos un quién: somos un cuánto.
El dinero seca la sangre del mundo
sorbe el seso del hombre.
Escalera de horas y meses y años:
allá arriba encontramos a nadie.
Saber contar, dice Octavio Paz, no es saber cantar.
En la página de la Poetry Foundation se publica una nota interesante de Kathleen Rooney la presencia de los animales en la poesía. Desde siempre se han escrito poemas sobre animales, ventanas a nuestra propia naturaleza y, al mismo tiempo, recordatorios de lo inescrutable. Los poemas que se asoman a peces y pájaros o reptiles formulan a fin de cuentas una pregunta: ¿Podremos vernos en la naturaleza? Rooney se detiene en un poema de Melville: «Tiburón de las Maldivas»:
Junto al tiburón, ese flemático
Y pálido borracho del mar de Maldivas,
Va el pez piloto, de azul estampa fina
Y qué alerta va, atento a los dientes de serrucho,
Pero ningún daño ha de temer
Y ágil y vivaz se desliza acompañando al flanco atroz
O incluso delante antes de la cabeza górgonica
O es que custodian los aserrados dientes
Que en triple franja relumbran
Como si fueran las mismas puertas del cielo
Que los peligros no atraviesan
¡Y allí encuentran asilo en las mandídulas de los Destinos!
Los peces piloto, que son amigos del tiburón
y lo guían hasta la presa,
jamás toman parte del banquete,
ellos son todo ojos y cerebro
del viejo letárgico y de expresión pasmada
pálido devorador de horrible carne.
En el museo Guggenheim de Nueva York se expone una muestra con título enigmático: “Caos y clasicismo”. Se trata de un recorrido del arte europeo de entreguerras. El itinerario comienza con el duelo por la destrucción y termina con el idealismo que los fascistas habrían de explotar. De los cuerpo mutilados por las bombas a la musculatura de los atletas compitiendo en la Olimpiada de Berlín. El arte en Francia, Italia y Alemania entre 1918 y 1936: de la aflicción al fanatismo. En cuadros, edificios, ropa, cine, esculturas y muebles se observa una búsqueda de orden tras el trauma de la guerra. Un deseo de apartarse del experimento para integrar el pasado clásico al presente. Huir de las imágenes de lo quebradizo para iluminar un mundo armónico y saludable. Regresar al orden, recuperar la artesanía, tocar de nuevo el objeto son los propósitos centrales. La novedad se vuelve sospechosa, al tiempo que la limpieza de las líneas y los volúmenes de antes adquieren respeto.
En esa búsqueda, el cuerpo humano se convierte, de nuevo, en la medida de todas las cosas. De las proporciones humanas emergen los muebles y las casas geométricas; la danza, el circo y los deportes. También surge de ahí la estética del fascismo. La izquierda se exalta con la complexión de la clase obrera; la derecha glorifica la virilidad de la dictadura. En uno de los muslos del museo se muestran tres esculturas de Benito Mussolini. Tres retratos del mazo que fue su cara. La primera es una creación de Ernesto Michahelles: el Duce retratado como un casco ancestral, como una armadura sin rostro hecha de una piedra impenetrable. La segunda es una inmensa escultura de Adolpho Wildt: un busto de hombros enormes y corpulentos y una expresión brutal. La tercera es la más pequeña y cautivante, la pieza más poderosa de la exposición. Se titula “Perfil continuo de Mussolini”. Se trata de una escultura de Renato Bertelli que gustó tanto al Duce que decidió convertirla en su imagen oficial. No es una escultura que capture con claridad las facciones del hombre: es una cara transformada en el símbolo del poder absoluto. A diferencia de Hitler, el italiano no sentía mayor atracción por el arte. Pero esta pieza era la síntesis perfecta de su idea política y tal vez la mejor metáfora del totalitarismo que pueda palparse.
La escultura atrapa un rostro en movimiento. La cara del dictador no avanza hacia adelante, no corre, no vuela: gira. Una perfecta rotación sustraída del tiempo. Velocidad congelada. Del silencio del bronce parece salir un zumbido que se escucha por el aire sacudido por ese tornillo vivo. La velocidad del movimiento deja escapar los detalles de los ojos y las ondas de los labios. En su perfecta simetría no puede distinguirse el plano de los cachetes o sello del mentón. El perfil se reproduce 360 veces hasta reencontrarse. Una oreja persigue a la otra. La silueta de un rostro convertida en surcos y promontorios circulares. A pesar de la abstracción, al observar la pieza, no cabe duda de que es el dictador. Sus marcas son reconocibles: el casco de su frente, la herradura de su quijada, sus labios prensados, la altiva inclinación de su nariz. No sé si Michel Foucault haya visto esta escultura pero creo que es el complemento perfecto del panóptico que ubicó como emblema de la arquitectura penitenciaria. Si la cárcel de Bentham permite a los vigías observar a los presos constantemente, la escultura de Bertelli encarna esa idea, no en espacio sino en cuerpo: en el rostro de un dictador, un hombre máquina que todo lo sabe, que todo lo puede, que todo lo ve. El Gran Hermano no tiene espalda y no necesita cuerpo: es todo ojos. Nadie puede escondérsele.
En un ensayo de 1969, W. H. Auden describe el poema como una sociedad verbal. Aquello que tiene solo un vínculo aritmético se transforma en una sociedad o, más bien, en una comunidad. A la poesía animaría una noción agustiniana del mundo: lo que el poeta intenta es transformar el agregado de elementos que conforman la experiencia en un organismo vivo, en una ciudad que aspira a la trascendencia. Ahí mismo, en ese ensayo sobre la libertad y la necesidad en la poesía, apunta que el interés del poeta es la persona en lo que tiene de irrepetible. El registro de lo único. Ese único que se mira en el espejo es un ecosistema, un planeta que alberga millones de huéspedes invisibles. Anfitrión de incontables virus, bacterias, hongos y demás bichos.
El artista aprendía de su padre, un médico que sabía que lo importante no era la enfermedad sino el enfermo. Un doctor, como cualquier persona que ha de tratar con seres humanos no puede ser un científico. Será un artesano si usa el bisturí, será un artista si prescribe la justa receta. Y advertía: los médicos que más insisten en recordarnos que son “científicos” son los que menos dispuestos están para considerar los nuevos descubrimientos de la ciencia.
Auden, el neoyorquino que empezaba su lectura del New York Times en la página de los obituarios, estaba suscrito a dos revistas únicamente. Eran Nature y Scientific American. En alguna edición de esta última, se maravilló al descubrir en un artículo de Mary J. Marples la convivencia de especies dentro de nuestro propio cuerpo. Escribió entonces, como respuesta, un poema. La piel humana era un bosque de larvas, plantas, hongos, bacterias. Les concede a todos ellos libre tránsito: instálense ustedes donde mejor se acomoden. Pueden bañarse en las lagunas de mis poros, pueden encontrar refugio en la selva de mi entrepierna, o asolearse en los desiertos de mi antebrazo. Porque no les desea tristeza alguna, los invita a formar colonias y ciudades, pero implora comprensión: compórtense. No me provoquen acné ni piel de atleta.
Ese complejísimo ecosistema de microscópica fauna y flora es abrazado por Auden. Se trata de un entorno rico y a la vez frágil. El simple hábito de vestirse y desvestirse acarreaba la devastación de millones de bacterias. El jabón era una inclemente bomba química. Lo aprendía de aquel artículo del Scientific American. Rascarse provocaba una hecatombe. Por eso se lamentaba que no era el paraíso de esos Adanes y esas Evas. Sé que mis juegos son catástrofes para ustedes. Un regaderazo inunda sus ciudades y extingue seguramente a millones de inocentes. Y se pregunta el poeta: ¿qué mitos explicarán en su mundo mis huracanes? ¿qué parábolas usarán sus predicadores para darle sentido a estos diluvios? Mi muerte, les advierte, anunciará también su juicio. La sábana de mi piel se enfriará y se volverá demasiado rancia para su paladar. Me volveré apetecible para predadores menos generosos.
El poema de Auden fue publicado la edición de mayo de 1969 en el Scientific American y convertida en, diciembre de ese año, en su postal de año nuevo.
Wislawa Szymborska mira un escarabajo muerto. Lo mira a lo lejos, desde las alturas, como si volara en un avión. La imagen no le espanta. Si hay duelo en el deceso, es imperceptible a la mirada humana. Nadie desvía su camino. Nadie cancela sus citas. Es que los animales no fallecen, solamente mueren, escribe en un poema. Los animales muertos ni siquiera tienen el poder de asustarnos, como fantasmas, por la noche. Pero la poeta se detiene y observa la manera en que han quedado dobladas las patas del escarabajo, sobre su vientre. No sabe nada del bicho, pero redacta su epitafio:
Y aquí está sobre el sendero el escarabajo muerto,
sin que nadie lo llore, brillando bajo el sol.
Un vistazo es suficiente:
no parece que le haya sucedido nada.
Lo importante está reservado a nosotros.
Sólo a nuestra vida, sólo a nuestra muerte,
una muerte que exige primacía.
El poema toca, en la agonía del escarabajo, la muerte que nos hermana. El misterio que reside en la vida de los otros, sean cucarachas, pulpos, terroristas o poetas. El poema de Szymborska podría ayudar a entender las dos claves de la preciosa animalia que Isabel Zapata acaba de publicar bajo el sello de Almadía. Acercarse a la otra percepción y acariciar lo que se ha ido. El asombro y la nostalgia.
En Alberca vacía, el libro de ensayos que apareció casi al mismo tiempo, Zapata recuerda la pregunta del filósofo Thomas Nagel: ¿qué se siente ser murciélago? Esa pregunta sin respuesta se extiende a todo aquello que está fuera de nuestra envoltura: ¿qué se siente ser bebé? ¿cómo se siente la muerte? ¿Qué escuchan los peces?, ¿qué colores advierten los insectos? Por más que lo intentemos, no podremos insertarnos bajo escamas o caparazones. No podremos pensar desde el tentáculo, ni oler con el pistilo. Es la imaginación del ensayo y de la poesía la que nos permite jugar a la conjetura. Sabiamente desconfiada de quienes proveen respuestas, Isabel Zapata absorbe crónicas, reportes científicos, leyendas, reportajes y novelas para bordar la imposibilidad de comprender qué es lo que nos hace humanos. El instrumento más pulido en su compendio de vidas es la observación meticulosa y afectiva. Un ver sintiendo. La devoción, aprendemos de una línea de Mary Oliver que aparece como epígrafe de uno de sus poemas, nace de una mirada atenta.
“El poema no es un artefacto, es un espacio al que se entra,” En la casa de este poemario conviven microbios y rinocerontes imaginarios; Laika, la perra cosmonauta, y el último tigre de Tasmania; tiburones, gelatinas fosforescentes, Koko, el gorila con sentido del humor, una perra muy querida que sale como mancha en las fotos. Y las ballenas que flotan a la mitad del océano como islas de piedra. Fueron animales de tierra, pero algo escucharon en el fondo del mar que los sedujo. Regresaron al agua y ahí cantan. Su inmensidad no anula su delicadeza.
Las ballenas se parecen a nosotros.
Lloran cuando secuestran a sus hijos,
son 97% agua,
cada familia habla su propio lenguaje,
tienen caries, son polígamas,
permanecen horas suspendidas en diagonal,
acurrucadas unas sobre otras.
Cuando sueñan las ballenas
son delicadas flores de pétalos de carne.
…
Las ballenas no se parecen a nosotros.
Cada familia habla su propio lenguaje,
pero no cantan para lastimar.
Son polígamas, pero no saben mentir.
El Colegio Nacional celebró el viernes pasado los noventa años de Teodoro González de León. Reunió a colegas suyos, a admiradores de su obra que hablaron de su trabajo a lo largo de las décadas. En dos mesas se escucharon elogios al lenguaje de sus edificios, a las ideas detrás de sus plazas, a su noción de la ciudad, a su exploración de materiales y de formas. Al tomar la palabra al final del evento, el patriarca de nuestra arquitectura agradeció el pastel y compartió sus entusiasmos. No discurrió, como podría imaginarse en una ocasión como esa, sobre la filosofía de su arquitectura, sus grandes logros, sus piezas más entrañables. No desarrolló sus propuestas para la ciudad, no trató de hacer síntesis de su trayecto artístico. No dirigió un mensaje grandilocuente a los jóvenes arquitectos. Habló del gozo de su viaje más reciente. Compartió su la emoción de reencontrarse con su maestro y de redescubrir una ciudad que no había entendido del todo. Una bellísima ceremonia del entusiasmo.
Gracias a Miquel Adriá, quien prepara un documental sobre él, volvió hace unos días a París y a Marsella para reencontrarse con las obras en la que trabajó muy joven con Le Corbusier. González de León volvió al departamento de su maestro para reconocer el lugar donde colocaba los libros, revivir las tardes en las que comían en una mesa de mármol. Vio de nuevo la cama donde dormía Le Corbusier. Una cama, recuerda, incómodamente alta. Había que esforzarse para treparla. Era, sin embargo, la posición exacta asomarse por la ventana y ver el bosque al despertar.
Evocó entonces su viaje a San Petersburgo donde lo encontró su cumpleaños. Ahí pasó siete días esplendorosos que le permitieron reconsiderar sus primeras impresiones de la ciudad. Quienes lo oímos en el antiguo convento de la Esperanza tuvimos el privilegio de escuchar una cátedra viva sobre la historia de la ciudad y sus creadores, sobre sus edificios antiguos y construcciones recientes, sobre el hormiguero de su industria naval, sobre las líneas de su croquis. La soberbia complejidad de su manufactura urbana. Escuchamos, sobre todo, un conmovedor homenaje a Carlo Rossi, el arquitecto al que San Petersburgo debe sus espacios más admirables.
Teodoro González de León no solamente piensa formas; piensa en formas. La arquitectura no es su lenguaje, es su inteligencia. Sabiduría del trazo y los volúmenes. Al hablar esculpe con las manos las formas que recuerda o imagina. Extiende con los dedos una avenida, traza un pasillo con el índice, alarga con las mano el tallo de una torre, envuelve como a una pelota las plazas, acaricia las curvas, pellizca los detalles. El hombre del cumpleaños colocó en el centro de su festejo a su maestro Le Corbusier y a Rossi, urbanista de perfección neoclásica. Recién desempacado del viaje, González de León seguía deslumbrado por la capacidad del arquitecto ruso para integrar el río a la ciudad, su habilidad para reordenar lo existente, su visión para levantar edificios impecables. En ninguna parte del mundo un arquitecto ha dejado un legado tan importante en su ciudad como Rossi la dejó en San Petersburgo. No es el creador de la ciudad porque las ciudades no son nunca, no pueden ser, dictados de una sola voluntad. Lo ha dicho González de León: el azar es el gran constructor y destructor de las ciudades. Pero Rossi, advierte el creador de tantísimos faros en la ciudad de México, es es padre de los mejores espacios de San Petersburgo. Se hace ciudad, se salva ciudad a pedazos.
El hombre que festejaba sus noventa dijo entonces: aquí se me acabó. Eso es lo que quería decir. Mi nuevo viaje me cambió totalmente la visión que tenía de San Petersburgo. Ahora entiendo lo que antes no había registrado bien. “Vi unas cosas que había visto mal. Lo tengo que corregir.” El arquitecto celebra la vida festejando el hallazgo de su error. Y la tarea que tiene por delante…
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Toda ciudad, acaso toda textura. Está bueno el video Jesús.
10 en creatividad!!!
Jesús, es genial el trabajo y la idea.. dónde puedo conseguir más información??, no encontré los links que mencionas
http://www.cat-boots.org/
Qu{e maravilla que en costa rica haya diseñadores como el!