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Mi artículo del lunes recibió un buen número de comentarios en el blog. Queda la pregunta: ¿cómo debe adaptarse el periodismo de calidad a los cambios tecnológicos? A propósito de esa discusión, traduje la carta que Jeff Bezos le envió a los trabajadores del Washington Post y un par de artículos de Albert Camus sobre el periodismo. Mark Lilla comenta la nueva cinta de Claude Lanzmann: El último de los injustos. Recogí el artículo de Michael Ignatieff sobre Maquiavelo y la defensa que Enric Martínez hizo de Juan J. Linz. Empieza la temporada de las listas y los recuentos del 2013. Aquí la lista de los mejores libros del año preparada por el Guardian. Pesqué aquí la voz y acá algunas líneas del gran aforista Nicolás Gómez Dávila nacido hace 100 años. Otro centenario apareció por acá: Benjamin Britten y su delicioso pizzicato juguetón. También una notita sobre Jaume Plensa (Premio Velázquez), un poema de Ulalume González de León y una carta de T. S. Eliot a George Orwell.
John Cage cumple 100 años. Alex Ross lo recuerda en un artículo del New Yorker. Hizo que su música sonara como el mundo y por eso el mundo suena a Cage, dice.
Nos despedimos al anochecer
y en gradual soledad
al volver por la calle cuyos rostros aún te conocen,
se oscureció mi dicha, pensando
que de tan noble acopio de memorias
perdurarían escasamente una o dos
para ser decoro del alma
en la inmortalidad de su andanza.
Bernard Henri-Levy, el intelectual que tantos adoran odiar, ha curado una exposición en la Fundación Maeght, al sur de Francia. Se trata de una exploración del vínculo entre pintura y filosofía. El escritor, cineasta, activista, modelo ha organizado la exposición que ilustra la complicidad y la rivalidad del pensamiento y el arte a través de siete estaciones en donde dialogan artistas contemporáneos y renacentistas bajo la idea de que el arte no tiene tiempo ni sitio. Una cruz de Basquiat frente a una crucifixión de Bronzino. El New York Times y el Financial Times han publicado notas sobre la exposición.
Recordamos a Rousseau, el adorador de la soberanía popular, como el gran filósofo de la insurrección. Él sintió que había impedido la revolución. Cuenta en sus Confesiones que, cuando hervía la irritación popular por los abusos del rey y se palpaba la emergencia de una sublevación, apareció un escrito suyo que desvió la atención de la sociedad francesa y concentró en su autor la rabia colectiva. De pronto el levantamiento se dirigió en contra de Rousseau y no contra el Luis. No se trataba de un escrito filosófico contra la religión organizada, un panfleto contra la monarquía absoluta o algún discurso sobre las bondades de la república. Era su diatriba contra la música francesa en donde se pronunciaba por la melodía italiana y denunciaba los ladridos de la música francesa. Así lo recuerda el ginebrino: “En 1753 el parlamento había sido exilado por el rey; los disturbios estaban en su cúspide; todos los signos apuntaban a una sublevación. Mi Carta sobre la música francesa apareció y todos las revueltas se olvidaron de inmediato. Nadie pensaba en nada pero en los peligros a la música francesa, y el único levantamiento que tuvo lugar fue en contra mía. La batalla fue tan feroz que la nación nunca se recobró de ella. Si digo que mis escritos evitaron una revolución política en Francia, la gente pensará que soy un loco; pero es una verdad real.”
Rousseau discutía entonces con el gran Rameau, compositor newtoniano que entendía la música como una compleja arquitectura; una matemática de sonidos entrecruzados. Rousseau, por su parte, creía que sólo era música el canto, la espontánea evocación del aire y de la tierra. El barroquismo musical, la maraña de sonidos era, a su juicio, un invento bárbaro que impedía el goce natural de la canción. Rousseau ya veía en la música un lenguaje o, más bien, al revés. Creía que lenguaje es canto; que cada idioma, más que un vocabulario propio, es una entonación.
Aquella disputa sobre la música y nuestra naturaleza parece recobrar vigencia. La música ha sido un misterio para la biología evolutiva. El propio Darwin pensaba que era una de los grandes enigmas de nuestra especie. Recientemente se ha abierto una rica vertiente de investigación científica al abrirse la caja del cráneo y poder registrar sus labores. Las neurociencias empiezan a analizar el sitio de la música en nuestro cerebro y su conexión con el otro lenguaje, el de las palabras. El lenguaje no será mutación del canto como quería Rousseau, pero la música bien puede ser una vía para reparar problemas de conocimiento y de expresión; para entender los vericuetos de la memoria. Aniruddh D. Patel, clarinetista y biólogo, se ha dedicado a estudiar los resortes que la música activa en el cerebro. Acaba de publicarse una entrevista con él en el New York Times. Patel ha publicado un libro sobre la música, el lenguaje y el cerebro
que ha recibido el aplauso de Oliver Sacks. La conclusión del investigador del Instituto de Neurociencias de San Diego (si es que la entiendo bien) es que nuestra disposición musical no representa una adaptación biológica sino una tecnología ancestral que altera la estructura de nuestro cerebro. El invento que se inserta en lo más profundo de nuestra identidad.
El descubrimiento más reciente de Patel es que el enigma de la música no es sólo acertijo de la especie humana. Una cacatúa baila.
No es extraño salir del cine con preguntas. Vamos a cenar tras la función para tratar de responderlas y resolver los misterios de la trama. El árbol de la vida, la nueva película de Terrence Malick, no nos siembra esas preguntas que se resuelven con una mirada atenta, descifrando las claves que aparecen en un diálogo o en una imagen. El árbol de la vida no es simplemente una narración compleja, es un testimonio del misterio. La película se columpia entre lo diminuto y lo descomunal, va del pie de un recién nacido al anillo de las galaxias, del fuego original al rascacielos. El dolor de la muerte dispara el flashback más deslumbrante y nos remonta a un tiempo anterior a las células. Un cuento pequeñito de melancolía familiar se trenza a la marcha de los dinosaurios. No faltan espectadores que, ante estos disparates, abandonan la sala.
El árbol de la vida podría ser una película muda: un despliegue de imágenes bellísimas, un manojo de instantes sublimes retratados por Emmanuel Lubezki. Podría ser también un concierto estrujante con piezas de Tavener, Bach, Mahler, Gorecky, Smetana, Preisner, Berlioz. Música y plegaria que cautivan a través del oído. Tal vez El árbol de la vida sean los recuerdos y el sueño de un hombre. La memoria de su niñez, sus primeros pasos; el juego y la tentación del peligro; el descubrimiento de la suavidad y la aspereza del mundo. Una niñez que se abre camino entre el calor de su madre y la rigidez del padre. Ella ríe, cuida, juega, se desprende de su peso y baila en el aire. Él se cree en el deber de enseñar rigor, dureza, golpes. Ella despierta a sus hijos con risa, él les arrebata violentamente el cobijo. Ella es un ángel; él nunca encuentra la paz—más que en la música a la que en mal momento dio la espalda. Los personajes apenas se hablan. Las palabras en la cinta son susurros, invocaciones, rumores. Los protagonistas le hablan a Dios quien, por supuesto, permanece callado. Al mundo no se le entiende pero se le escucha, se le ve, se le toca. Sobre todo éso: se le toca, se le acaricia. Desfilan las manos como los órganos sabios de la percepción. Acarician el agua, el aire, la piel, el pasto, las cortinas. Tocan… y entienden.
La tragedia cae sobre la familia. El hermano menor del protagonista muere. Un telegrama lo comunica en la primera escena de la película. ¿Se suicidó? Poco nos dice el breve libreto de de este traductor de Heidegger pero la tormenta de reclamos y culpas que sigue torturando al hermano mayor insinúa la muerte voluntaria. El dolor encuentra marco en la inmensidad de lo astronómico y de lo microscópico. Los átomos y las nebulosas no escuchan el grito de una madre. La naturaleza, sin embargo, no es indiferente y nos cobija desde el gran estallido. El consuelo llega porque todos los tiempos de la emoción humana son presente. Porque el adulto puede confortar al niño que fue, porque el muerto no desaparece del recuerdo, porque hay perdón. El tiempo no desecha: todos los pasados son sincrónicos. La película es una parábola sobre el asombro, es decir, sobre la humildad. Venimos a amar a cada una de las hojas, a cada hilo de luz, dice ese ángel que es la madre. Venimos a maravillarnos.
En su nueva colección Opúsculos, El Colegio Nacional ha rescatado un viejo discurso de Ignacio Chávez ante el Congreso Mundial de Cardiología. Hace casi sesenta años, el médico reflexionaba sobre las promesas y los peligros de la especialización médica. Su mensaje es uno de los mejores argumentos por la conciliación de las culturas. El educador buscaba el acercamiento de esos dominios que nuestro tiempo se ha empeñado en enemistar: la ciencia y la filosofía, la técnica y la poesía, la medicina y las humanidades.
Chávez, por supuesto, reconocía los beneficios de la especialización. Sabía que adentrarse en los vericuetos de un órgano aceleraba la ciencia y daba más herramientas para la atención del enfermo. También advertía los costos. Hay en la especialización una “enorme fuerza expansiva de progreso”. Gracias a ella contemplamos el avance espectacular de nuestra disciplina. Al mismo tiempo la especialización era “fragmentación, visión parcial, limitación de nuestro horizonte. Lo que se gana en hondura se pierde en extensión. Para dominar un campo del conocimiento, se tiene que abandonar el resto; el hombre se confina así en un punto y sacrifica la visión integral de su ciencia y la visión universal de su mundo. Sufre con ello su cultura general, que se ve obligado a soltar, como se suelta un lastre; sufre después su formación científica, porque deja de mirar la ciencia como un todo, para quedarse con una pobre pequeña rama entre las manos; sufre, por último, su mundo moral, porque el sacrificio de la cultura constituye un sacrificio de los valores que debieran fijar las normas de su vida. Y en este drama del hombre de ciencia se perfila un riesgo inminente: la deshumanización de la medicina y la deshumanización del médico.”
Como Alfonso Reyes, pedía el latín para las izquierdas, toda la literatura del mundo para México, su cardiólogo invitaba a sus colegas pasear por los jardines atenienses. El argumento de Reyes era que esa cultura no nos era ajena, que no podríamos pensar que sólo lo endógeno nos era propio. Nuestro es todo el caudal de la cultura de Occidente. En ese mismo sentido, sugería Chávez que no había mayor mutilación parea el médico que la amputación de la cultura humanística. Lo decía porque sabía bien que el humanismo no era un lujo: “Humanismo quiere decir cultura, comprensión del hombre en sus aspiraciones y miserias; valoración de lo que es bueno, lo que es bello y lo que es justo en la vida; fijación de las normas que rigen nuestro mundo interior; afán de superación que nos lleva, como en la frase del filósofo, a ‘igualar con la vida el pensamiento’. Ésa es la acción del humanismo, al hacernos cultos. La ciencia es otra cosa, nos hace fuertes, pero no mejores. Por eso el médico, mientras más sabio debe ser más culto.”
Cuidaba Chávez, ni más ni menos, que la autoridad de su disciplina. Cuidaba el ascendiente del médico que no es simple superioridad de información técnica. En cada diagnóstico hay algo más que comprensión: simpatía. “El médico no es un mecánico que deba arreglar un organismo enfermo como se arregla una máquina descompuesta. Es un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía. ¿Por qué hemos de dejar perder ese aspecto fundamental, humano, que no viene de nuestra ciencia sino de raíces más hondas, de nuestra cultura que nos fija un deber y de nuestra sensibilidad que traduce, parafraseando a Peguy, un impulso del alma hacia el bien.” Al decir esto, al pasearse por los jardines de la Academia, Chávez imaginaba la sonrisa escéptica de sus colegas: ¿para qué me sirven esas cosas, si con mi técnica y mi ciencia, con mis herramientas y mis pócimas puedo dominar la ciencia de la cardiología.
Hacía entonces otro intento por persuadir a los miembros de la Sociedad Internacional de Cardiólogos: ciencia y cultura son hermanas. No pelean: se complementan armoniosamente. En la filosofía y en la literatura, en la historia y en la poesía habría de alimentarse la humildad. No cabe la medicina entera en el matraz de la ciencia. Imposible de medir el sufrimiento irrepetible, el reflejo ante el dolor, la angustia. El humanismo, dice Chávez, le permitirá al médico “inclinarse con humildad ante la inmensidad de lo que ignora.”
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
SENSACIONAL, TERRIBLE, ME DEJÓ SIN ALIENTO!!!!!