El sábado pasado el Secretario Administrativo de la UNAM, Don Enrique del Val Blanco publicó un artículo enérgico contra lo que él llama “almas puras”. No hay nombres propios en su texto sino alusiones nebulosas a cierta categoría de intelectuales irresponsables, desconectados del México real que sirven al gobierno en turno. No me menciona directamente pero sus alusiones me hacen pensar que tienen algo que ver con el artículo que publiqué en el periódico Reforma titulado “El obispo de Copilco”. El artículo de Del Val es en verdad elocuente y recomiendo muy sinceramente su lectura: es una cátedra de argumentación.
En primer lugar, Del Val acude a la descalificación ad hominem. Intenta desbaratar un argumento dirigiéndose no a las ideas, sino a las personas con quienes polemiza. Se refiere así a unos intelectuales “de apellido compuesto”. Yo tengo un apellido compuesto. Admito que puede ser antipático, pero es el dato que aparece en mi acta de nacimiento. No escribo con seudónimo. Descalificar mis argumentos por mi nombre es como evaluar la actividad de un servidor público porque su apellido incluye una preposición. ¡Los típicos burócratas con apellido prepositivo!
En segundo lugar, el denunciante de las almas puras, imputa deslealtad a esos opinadores, como si la razón crítica debiera honrar una membresía. Advierte que algunos incluso llegaron a estudiar en instituciones públicas de educación superior. Yo estudié en la Facultad de Derecho de la UNAM. Algo conozco del valor y también de la mitología de la Universidad Nacional. Me siento, desde luego, agradecido con lo que aprendí, pero en ningún momento se me ocurriría pensar que debo lealtad ¡al rector de la UNAM! ¿Acaso debo reverenciar lo que dice y lo que calla el “jefe nato” porque estudié en Ciudad Universitaria? Del Val otorga razón a mi argumento original: su idea de la lealtad es propia de una cofradía, no de una universidad.
Más aún: don Enrique tiene el atrevimiento de introducir una acusación adicional: los críticos son, en realidad, unos malnacidos. Estos comentaristas—dice—deberían aprender de sus ancestros quienes defendían la posibilidad de criticar lo que estaba mal en México. Me pongo el traje porque su referencia a mi abuelo parece obvia. A juicio de Del Val, no solamente soy infiel a mi Alma Mater por criticar al rector, ¡sino también a mi abuelo por hacer público mi desacuerdo con José Narro! El argumento es francamente mezquino. Simplemente diría a don Enrique que la lealtad a mis raíces no incluye veneración de autoridad alguna, sino todo lo contrario: poner siempre a los pontificadores bajo sospecha.
Pero el elemento más sorprendente del texto de Del Val es el disimulado aire aintiintelectual que se desliza desde el título. Bajo la constante descalificación personal y la absurda acusación de que los críticos de Narro lo queremos callado, el articulista recurre a los tópicos del antiintelectualismo más ramplón para denunciar a esos criticones que no se ensucian las manos, esos habladores privilegiados que desconocen al país verdadero, esos que flotan en una “burbuja de confort” porque “no han enfrentado mayores responsabilidades en su vida.” No tengo más remedio que contestarle con otra referencia personal para no caer en su trampa de vaguedades: soy profesor universitario y ejerzo la crítica. Es cierto: no conozco el hambre, no he sido director de nada ni jefe de nadie, y quizá tenga razón don Enrique al considerar que esa inexperiencia me incapacita para opinar con el fundamento de quienes ejercen Grandes Responsabilidades Patrióticas. Pero me gustaría subrayar las expresiones de Del Val: condena a los que se pretenden “puros” pero son en realidad cómplices del poder; censura a quienes no se ensucian las manos; condena a quienes a su juicio desconocen el país auténtico porque flotan en su nube de comodidades; desprecia a quienes no ejercen lo que él considera responsabilidades mayores. El coctel es perfecto: los ingredientes clásicos del discurso antiintelectual disfrazado, como es común, de igualitarismo. Esas descalificaciones son muy frecuentes en nuestro medio, lo notable es que ese criterio del mérito provenga de un alto funcionario universitario, un colaborador prominente del rector José Narro.
Criticar las expresiones de un servidor público no es callarle la boca: es disentir o pedirle razones. Creo que la exigencia es tan válida para un gobernador como para el rector de una universidad pública. Me quedo con la petición razonable de Enrique del Val. Pide responsabilidad a los críticos del Rector y en eso, por supuesto, tiene toda la razón. Afirma que José Narro se pronunció en repetidas ocasiones en contra de quienes impidieron a un senador hablar en la Facultad de Economía. La única declaración que yo conozco del rector sobre este asunto me parece tardía y tibia. Milenio reportó once días después de los hechos, que el rector pidió tolerancia a los universitarios. No condenó a los censores ni pidió castigo a quienes violaban los principios esenciales de la UNAM. El silencio en la prensa, es cierto, puede deberse a que los periodistas no destacaron la condena. Pero el rector tiene su propia oficina de prensa y la plataforma de internet para expresar su posición sin necesidad de intermediarios. En ningún lugar he podido encontrar la denuncia debida. En ningún boletín de la oficina de Comunicación Social he encontrado una condena de los hechos. Si hay constancia pública de la reacción del rector sobre estos hechos, le suplico a don Enrique que la dé a conocer para hacer la rectificación debida.
Recomiendo nuevamente leer el artículo de Enrique Del Val. Se tituló “Almas puras” y fue publicado el sábado 26 en estas páginas.
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