Regresaron con la presunción de que ellos sí sabían gobernar. Que todo lo que había pasado en los últimos doce años era producto de la incompetencia de unos ingenuos. No eran capaces de producir orden, no sabían cómo trabajar con el Congreso, ni siquiera se entendían entre sí. Eran los responsables de la explosión de la violencia, del retraso en las reformas, de la “pérdida de autoridad”. Los panistas sabrían ganar elecciones pero no sabían gobernar. Ya no eran los “místicos del voto de antes”: ahora eran inútiles con votos. Los priistas cultivaron así la leyenda de su época: antes de la llegada del PAN, la política era un reloj que funcionaba con exactitud, una pirámide bien asentada donde regía el principio de autoridad.
El candidato del PRI hizo de la eficacia el centro de su oferta política. Sería el presidente que le devolvería empuje al país. Su proyecto no se distinguía con claridad del proyecto panista. La diferencia era el acento en la capacidad. El gobernador del Estado de México ofrecía oficio al servicio de la continuidad. Al enfatizar esa capacidad para lograr lo deseado, Peña Nieto apuntaba la ineptitud de los panistas y afirmaba, a la vez, el valor con el que habría de medirse su gestión. Peña Nieto ha querido que se le evalúe con el medidor de la eficacia: capacidad para conseguir lo propuesto. Desde luego, el rasero de la eficacia no es el único que debe emplearse para medir la acción política. ¿Eficacia de qué? ¿Eficacia para qué? ¿Eficacia a qué costo? Ser eficaz es conseguir lo que uno quiere, no es necesariamente lograr lo conveniente. Que el gobierno se salga con la suya no es necesariamente una buena cosa. Pero, si bien debemos decir que ese valor no es el único relevante, podríamos aceptarlo para evaluar la acción de un gobierno que se presume eficaz. (más…)
Compartir en Twitter Compartir en Facebook