Vía @openculture
Ha aparecido una nueva edición de La tierra baldía, de TS Eliot. No es una nueva traducción, no es una versión anotada, no es un libro de lujo y bonita tipografía, no es un facsímil. Es una aplicación para el Ipad que hace unos pocos días se hizo pública. La app envuelve el poema con una serie de materiales que lo iluminan. Hay un video en el que Fiona Shaw lo lee en una casona de Dublín. La sobria dramatización subraya los diálogos que hay esta cumbre de la literatura del siglo XX, los muchos acentos que contiene. La tierra baldía es un poema cargado de voces, un compendio de sonidos, idiomas, canciones. Esta versión electrónica vivifica todos estos registros. Se puede escuchar, desde luego, con la voz de Eliot o, más bien, con dos voces de Eliot. La primera viene de la garganta de un hombre de 45 años, la otra se oye con el acento de un hombre a punto de cumplir 60. Otros también prestan voz para recorrer sus líneas: Alec Guiness, Ted Hughes, Viggo Mortensen. Con facilidad se puede cambiar de lector: una línea leída por el autor y la siguiente por Hughes. Puede verse el manuscrito original con las correcciones de mano de Eliot. Pueden leerse las notas del autor y del editor explicando el denso mundo de evocaciones que contiene. El gran poeta Seamus Heaney habla también de su encuentro con la poesía de Eliot y lee fragmentos del poema. Especialistas y poetas comparten las razones de su admiración.
La aplicación muestra el rumbo de las futuras publicaciones electrónicas. Conozco las ventajas de los libros electrónicos, pero me siguen pareciendo frías versiones del papel con tinta. Por eso el kindle, tan bien pensado para contener letras y frases sin lastimar la vista, es sólo eso: un depósito de texto. El Ipad despliega párrafos pero abre muchas otras ventanas. El escrito es sólo uno de sus huéspedes. También se alojan ahí imágenes fijas o en movimiento y sonidos que pueden responder a las peticiones del dedo. El libro electrónico no será simplemente un nuevo envase para el contenido de antes: será un nuevo medio para una nueva forma de expresión. Una integración de letras, imágenes y sonidos que seguramente se parecerá más a un videojuego que al pergamino empastado. No desplazará al libro de siempre: a ese libro con peso y olor que atesoramos. Convivirá con él distinguiéndose con claridad de su ancestro. El libro del futuro encontrará su cuerpo.
Asomarse a la extraordinaria edición que Faber & Faber junto con el desarrollador de tecnología Touch Press han hecho de La tierra baldía, es advertir una inmensa potencia comunicativa del instrumento. Reeditar a nuestros clásicos con estos medios, por ejemplo, sería una forma de reanimarlos, de invitarlos de nuevo a la conversación. Pensemos, por ejemplo en esa civilización que fue la escritura de Octavio Paz: sus riquísimos diálogos con las artes plásticas, sus encuentros con todas las literaturas, su contacto con el pasado, sus diálogos con los grandes creadores de su tiempo. Pensemos en presencia en la poesía, en la pintura, en la arquitectura. Si es necesaria una nueva edición de Los privilegios de la vista, debe ser como versión electrónica que incluya el texto, y una amplia galería de imágenes y videos que ilustren cada observación. Si se quiere difundir Piedra de sol, debería seguirse el ejemplo reciente: texto y lecturas, comentarios, imágenes, ecos en la música y en las artes plásticas. El libro electrónico—o como se llegue a llamar—por supuesto, no solamente modificará el trabajo del editor. Se escribirá distinto.
Ray Monk, autor de una imponente biografía de Wittgenstein, El deber del genio, aborda su pensamiento como derivación de su mirada. En un artículo en The New Statesman, Monk subraya la influencia que ejerce Freud para hacer de la imagen, lo inefable, el centro de la experiencia humana. "No pienses, ¡observa!," ordena en sus Investigaciones filosóficas. Pensar para él era "ver conexiones". Verlas, no pensarlas.
A Annie Leibovitz se le conoce, sobre todo, por sus fotografías de ricos y famosos. Imágenes diseñadas para la portada de las revistas. Más que retratos, superproducciones de una película que tiene sólo un solo cuadro. Los cantantes y las actrices que ha retratado son personajes de un teatro inmóvil; drama y comedia comprimidos en un instante. Parece que la cámara de Leibovitz eludiera a las personas y se embelesara con los personajes. Piel cubierta de mil ungüentos. Gruesa crema blanca sobre la cara de Meryl Streep, costras de lodo cubriendo el cuerpo de Sting, una tina de leche en la que se baña Whoopi Goldberg. Pintura de disfraces. Posar para ella es disfrazarse de la marca de sí mismo, representar el papel que ella ha ideado para acentuar el encanto o burlarse de él. Hay mucho dramatismo y humor en sus retratos de famosos. Lo que no aparece es la intimidad.
Pero no todo en la fotografía de Leibovitz es creatividad puesta al servicio de un culto, de un negocio. Ha visto la guerra; ha retratado la agonía y la muerte. Su trabajo más reciente representa, de algún modo, el redescubrimiento de la fotografía, un reencuentro con la cámara, el hallazgo de otra luz, la recuperación de la mirada. Se trata de una serie de fotografías que ha reunido bajo el título de Peregrinación. Hace unos meses apareció como libro publicado por Random House. Después de tantos y tantos clics para la glorificación de una industria, Annie Leibovitz camina hacia los sitios de su devoción: fotografiar de nuevo por el placer de fotografiar. Mirar por la felicidad de abrir los ojos.
La primera idea del libro surgió de la mano de Susan Sontag, con quien soñó un libro en coautoría: El libro de la belleza. El proyecto no era más que un pretexto para viajar a los lugares a los que querían regresar o ver por primera vez. Quería tomar fotos como cuando me conmovía tomar fotos, recuerda Leibovitz. Viajar sin agenda, sin presión: tomar una fotografía por el simple gusto de ver algo. En 2004 murió Sontag, su compañera, y el proyecto se transformó en una búsqueda íntima de lugares, personas, recuerdos. El recorrido estaba marcado por esa ausencia y también por la angustia. Leibovitz se sentía exprimida por abogados y contadores, en riesgo de perder los derechos sobre el trabajo de toda una vida. En la bancarrota inició su peregrinación. El testimonio de esa búsqueda es el mejor trabajo de su carrera. Huyendo de la utilería, armada por primera vez de una cámara digital, Leibovitz logra captar el alma de las cosas. Sí: mesas con más vida que los bíceps de Schwarzenegger.
Aquí no hay puesta en escena, vitrinas para el lucimiento de una estrella a punto de protagonizar la película de la temporada. Leibovitz no impone su narración: se abre al cuento que las cosas cuentan. Más que un recorrido de lugares, la fotógrafa fue al encuentro de hombres y mujeres cuyas vidas la han marcado. Hombres y mujeres, todos muertos, que han dejado una estela sobre el agua. Podemos ver el único vestido de Emily Dickinson que sobrevive. Una tela que fue blanca, botones y encajes. Los árboles que veía Virginia Woolf al escribir; el río donde se ahogó. El jardín de Jefferson; su estudio. Las sábanas que cubrían la cama de Georgia O’Keefe y el sol que sigue acostándose ahí, todos los días. El marco de la cama de Thoureau. Los valles que retrató Ansel Adams. Leibovitz pinta con su cámara a todos estos personajes, aunque no los veamos en ninguna fotografía. Los retrata al mirar su ropa, sus muebles, sus libros, sus colecciones, sus ventantas. Los retrata, sobre todo, porque ve lo que vieron.
Charles Simic acaba de publicar El lunático, la cosecha de los poemas que ha diseminado en las páginas del New Yorker, Slate, Paris Review y otras publicaciones. El poema que da título al libro describe la terquedad de lo imposible: un copo de nieve que cae mil veces en un tarde y vuelve a caer por la noche, nada más para ver qué se siente. Su poesía será eso: constancia de lo absurdo, perseverancia de la ilusión a pesar de los horrores de la experiencia.
Simic sigue escribiendo poesía. Hace tiempo su madre, ya muy vieja, le preguntaba si seguía escribiendo poemas. Ella tenía, desde luego, la esperanza de escuchar que su hijo había madurado y que ya no perdía el tiempo con esas distracciones de juventud. Helen, la madre de Simic, movió la cabeza al escuchar la respuesta, apenada por la incurable manía del hijo. Algunos creen que es absurdo que un hombre de setenta años siga escribieno poemas, escribió él. Como si un viejo saliera con una chica de secundaria y patinara con ella por las noches. Simic entiende su tenacidad como producto de su pasión por el ajedrez. Brevísimas partidas de inteligencia e imaginación, sus poemas dependen, como ha dicho él mismo, de que la palabra justa o la imagen exacta aparezcan en el momento preciso. La secuencia lo es todo. El final es decisivo: ha de tener la inevitabilidad y la sorpresa de un jaque mate.
En su nuevo libro, Simic muestra el arte de su ajedrez. La sorpresa oculta en lo cotidiano se convierte en clave de nuestros extremos. Historia y biografía comprimidas en los objetos de uso diario, en los rituales de la naturaleza, en las monotonías del vecindario. El humor y la tragedia, la crueldad y la ternura, los cuerpos y los fantasmas, el horror y el placer. Las cosas que nos rodean—un plato de sopa, la hoja de un árbol, un espejo, el delantal de un carnicero—adquieren vida en la poesía Simic como densas afirmaciones de nuestra experiencia. Poesía sombría y radiante. El contrapunto radical. ¿Dónde más podríamos ver a Venus bañándose con cucarachas? En la poesia de este serbio de New Hampshire el esplendor de una mañana es tal que haría sonreir a un fusilado frente al pelotón. La plenitud de primavera que nos regala los gozos de un peluquero lavándole el pelo a Cameron Diaz.
Mi tema es el alma, escribe Simic en uno de los últimos poemas de este poemario. Asunto difícil porque el alma es invisible, silenciosa y frecuentemente ausente. Hasta cuando se muestra en los ojos de un niño o en un perro sin casa, me hacen falta las palabras, dice. El diccionario del poeta es siempre incompleto. ¿Qué palabra nombra los juegos de esa luz que corretea la oscuridad en los pasillos?
Simic observa su vejez, compra flores para el funeral de hoy y el que vendrá mañana. Habla por las noches con la muerte. A ser cuidadosos nos llama. El poeta sabe que no hay mucho de qué hablar. Más se podría decir de la mosca muerta en el vidrio o de esa máquina de escribir que hace años nadie toca. Es la deliciosa y angustiante nada de existir. La memoria en la mente del viejo es una provocadora que tienta y nunca cumple. El nombre de una mujer amada aparece y se resbala por el precipicio de la lengua. El espejo le recuerda esos ojos que ya no existen. Ojos que celebraban el presente, ojos que sabían que todo lo que había fuera de ese instante era una mentira. El poeta terco es el rey de los insomnes, el estudiante de techos y puertas cerradas, la mosca que escapa de la cabeza de un loco. Un hombre que, a la mitad de la noche se levanta de la cama como un petardo sobresaltado por el pensamiento de su muerte.
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
Emil Cioran daba un consejo. "Vaya 20 minutos a un cementerio y verá que sus preocupaciones no desaparecen, desde luego, pero casi son superadas… Es mucho mejor que ir a un médico. Un paseo por el cementerio es una lección de sabiduría casi automática". Fernando Savater, buen amigo suyo ha visitado su tumba para reencontrarse con su sabiduría. Recuerda sus conversaciones con él, plagadas de risa y buenas razones para no creer en nada. Recuerda que, a pesar de su pesimismo, llegó a celebrar la caída de la tiranía rumana: se asomaba un hombre que se atrevía a desengañarse del desengaño (parcialmente, por supuesto)
Creo que esa capacidad de asombro era uno de los encantos de su trato personal, pero también una de las características notables de su talante intelectual. A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada saben ni nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran en afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito.
Durante años nos preparó el desayuno. Todos los días podíamos encontrar ahí ese plato que Germán Dehesa había cocinado con esmero y con deleite hablándonos de todo y también de nada. Nunca usó el horno de microondas para acelerar la preparación de un desayuno de bolsita; nunca nos aventó el plato a disgusto. A diario salía a buscar en el mercado, en la calle, en sus lecturas, en el futbol, en la política, en sus cariños y hasta en sus achaques la sustancia y el condimento de su regalo cotidiano. Disfrutaba el despuntar de cada párrafo. Sonreía en la combinación de los elementos, en su cuidado cocimiento, en la evocación de algún libro, en el agregado del humor. La cotidianeidad de su oficio era constancia, nunca rutina. El hábito no se volvió nunca desatención, reiteración tediosa de la misma tarea, mecánico repiqueteo de lugares comunes.
Supongo que habrá tecleado sus artículos con velocidad, pero para escribirlos tardaba metódicamente, 24 horas. Su escritura no estaba solamente en el golpeteo de las teclas de su computadora sino en sus pasos, en su plática, en su respiración. Cada instante era registrado en esa épica de lo cotidiano. La lectura del periódico, la maravilla de la literatura, algún paseo, sus gustos y sus malestares, las conversaciones y las causas. Los lectores de Reforma atestiguamos durante años la redacción de un dietario único que enlazaba vida y gramática. Escritura instantánea que borraba la distancia entre la vida y la letra. Hay quien describe su comezón como si reportara la composición química de las piedras venusinas: todo examen, nada experiencia. Germán Dehesa, por el contrario, sólo podía emprender la descripción de un evento, cuando el asunto le pellizcaba. Nada de lo que escribió le fue ajeno. Todo lo que registraba en sus crónicas, pasaba por sus sentidos antes de llegar a sus adverbios.
Pocos espacios como su Gaceta para apreciar el juego de las palabras. Dehesa fue, ante todo, un profesor de literatura. En sus artículos se percibe esa intención de comunicar el entusiasmo por la creación literaria, por trasmitir, con el ejemplo, la limpia ordenación de las palabras, por contagiar la adicción a las letras, por honrar la tradición que nos alberga. Fue un maestro de la cita precisa, la evocación exacta. No insertaba comillas para pavonear sus lecturas, sino para compartirlas generosamente. Generosidad es la palabra clave para recordarlo. En una de sus últimas colaboraciones soltaba una lección de vida: “Nadie conoce todos los secretos y recovecos que tiene el vivir. Yo menos que nadie, pero hasta yo adivino que la clave está en el nosotros que es una delicia. Comparen el hecho de comprar un helado para nuestro gusto, a comprar el mismo helado para compartirlo con alguien que será nuestro cómplice en ese súbito nosotros. Queda con esto demostrado que no es bueno que el hombre ande solo.” Durante años, desayunamos su helado.
Dehesa no se cansó de escribir ni nos cansó con su escritura precisamente porque sus crónicas no eran para él sitio para el sermón o la arenga sino, sobre todo, un lugar para el retozo. Es cierto: Dehesa fue defensor de causas modestas y entrañables, fue látigo de pillos y criticón venenoso. Pero nunca fue un sentencioso en busca de la frase inmortal, un disertante de ideas geniales. La tentación a la que se abandonó fue otra. Buscaba la línea que arqueara la boca de sus lectores en una sonrisa. En un vecindario donde la expresión es una colilla de cigarro pisoteada en la calle, Dehesa reanimaba la propiedad danzarina de las palabras. Siempre encontraba un giro para nombrar las cosas a su modo, para escapar del reflejo de las frases hechas. En sus adjetivos y en sus apodos aparecía la magia, la alegría de las palabras.
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Gracias Chucho. Estupendo el video de la entrevista a Camus que me provocó volver a leer la estupenda novela de Dostoievsky.
Gracias por compartir el video, he disfrutado viendo, es muy interesante.