En agosto de este año murió el historiador inglés Tony Judt. El último tramo de su vida fue una auténtica tortura. Víctima de una enfermedad particularmente cruel fue perdiendo poco a poco el control de su cuerpo. Los músculos lo abandonaron hasta perder el gobierno de los brazos y las piernas. El sonido de la voz se fue apagando hasta hacerse inaudible. Finalmente, el motor del corazón se detuvo. Incapaz de respirar sin el auxilio de las máquinas, se encontró atrapado en la prisión de su cuerpo. Su único refugio estuvo en la energía de su mente: en la fuerza de sus convicciones y en el cobijo de sus recuerdos. Así, mientras su vela se ahogaba, escribió dos libros extraordinarios. El primero es un alegato en defensa de la socialdemocracia, el segundo, una colección de recuerdos
personales. En uno habla un intelectual de izquierda; en el otro, un padre que se despide de sus hijos. Un testamento público y otro privado. Judt no subraya la primera persona del singular para erigirse en estatua. Sus recuerdos son el testimonio íntimo de un hombre del siglo XX que se empeñó en comprender el siglo XX. Judt habla de la relación de su padre con los coches, de la presencia de la comida en la familia, de su entusiasmo político y sus decepciones.
El libro no es el currículo expandido de un profesor en donde se presumen publicaciones y ponencias. Es una carpeta familiar donde aparecen trenes y hoteles; escuelas, camiones y comidas. Un álbum que recoge las ilusiones y los desengaños; los barrios, las ciudades y las palabras más entrañables. Los deseos y los miedos. Más que un mecanismo para vivir de nuevo lo vivido, recordar fue para Judt, una forma de aferrarse a la vida. El historiador no recuerda la vida de las abstracciones sino la vida de lo más concreto: él mismo. Así, aprovechando los últimos vientos de su voz, fue pintando una serie de estampas para ahuyentar la noche. A tres meses de su muerte, se publican en un libro. The Memory Chalet, se titula: la cabaña de los recuerdos. Esta carpeta de recuerdos no forma una autobiografía. No se trata de un libro que haga un recorrido puntual a todas las estaciones de una vida; es, por el contrario, un parpadeo de episodios memorables, de sabores imborrables, de los problemas y las ideas que dieron sentido a su vida. No es tampoco una confesión: es celebración de un hombre con clara conciencia generacional. No podía ser de otra manera, el historiador reconoce la marca del tiempo social: esa posguerra en Europa que se inició en la penuria para expandir después la libertad y las oportunidades. Una generación que se equivocó en muchas cosas pero que sostuvo con vehemencia ciertas convicciones y un sentido de pertenencia. Judt rinde homenaje a valores como la austeridad y el mérito. Creciendo en la estrechez, Tony Judt tuvo que vérselas con la precariedad. Eran privaciones comunes: todos vestían igual, con los mismos colores modestos. La austeridad, por supuesto, no era una simple condición económica sino una ética común. Lo contrario a la austeridad no es la prosperidad sino la ostentación, el consumo como única aspiración colectiva. Churchill pidió a los ingleses sangre, trabajo, lágrimas y sudor. Años después, ante la emergencia del terrorismo, el presidente de los Estados Unidos pidió que sus ciudadanos cumplieran el deber patriótico de comprar.
En el cajón de recuerdos de Tony Judt aparece también la estampa de una época que luchó por expandir las oportunidades sin dejar de reconocer el mérito. Éramos radicales pero también éramos elitistas. El ejemplo más claro de esto es Keynes, el gran patricio, fundando instituciones para que todos los ingleses tuvieran a su alcance las expresiones más finas de la cultura universal, asegurando que esas mismas instituciones estuvieran a cargo de los enterados. Se trata, dice el historiador, “de la incoherencia de la meritocracia: darle a todo mundo una oportunidad para luego privilegiar a los talentosos.” El antipopulismo del socialdemócrata.
Recuerda Tony Judt que, ante una crisis personal, no se compró un coche ni buscó una novia: decidió aprender checo. Esa decisión exótica en un hombre maduro dedicado a estudiar la vida intelectual de París, cambió su mundo. Lo vinculó a la disidencia centroeuropea, lo conectó con la sensibilidad de los márgenes y le abrió un horizonte para repensar la historia y la política. Gracias a ese escape, Tony Judt pudo escribir una biografía del siglo XX europeo que no se desentiende el Este.
Una de las últimas estampas de este álbum lo forma una relectura de La mente cautiva, el gran ensayo de Czeslaw Milosz contra del servilismo intelectual. El siervo es aquel que tiene miedo de pensar por sí mismo. Las memorias de Tony Judt muestran que esa independencia intelectual está conectada con otra independencia más profunda: la de quien se atreve a vivir su propia vida. La peor servidumbre consiste en el temor de buscar la vida propia.
A propósito de los mandamientos de Hitchens que comenté por acá, Andrew Sullivan rescata los mandamientos de Walt Whitman: imperativos que son deberes, antes que prohibiciones:
El texto, extraído del prefacio a Hojas de hierba, llama a amar la tierra, el sol y los animales; a despreciar las riquezas; a encarar la estupidez y a examinar todo lo que nos han dicho en la escuela y en la iglesia.
– Vamos a ver, guapa, qué te depara el destino.
– ¿Sabes? Quisiera que fuera por amor. Ejem, ejem. Es mi primera vez.
– Las cartas dirán la verdad. … Veo que será por amor… No habrá traición.
Se muestra la carta de Putin.
– Wow. Es él.
– Y serás feliz. Te protegerá como una muralla
" Putin. La primera vez, sólo por <3 "
Visto en Andrewsullivan.
Georg Trakl
Blanco ministro de la verdad,
cristalina voz en la que habigta el aliento gélido de Dios,
mago iracundo,
bajo cuyo manto llameante resuena la azul coraza del guerrero.
(Georg Trakl, Sebastián en sueños y otros poemas, edición de Jenaro Talens, Galaxia Gutenberg-Círculo de lectores, 2006, versión de Jenaro Talens)
Elliot Erwitt, Los Ángeles, 1960. Más fotografías aquí
Como un duelo o, más bien, como una pelea de box presenta Ron Howard la larga entrevista que Richard Nixon concedió a David Frost un par de años después de renunciar a la presidencia de los Estados Unidos. Los boxeadores son un político de peso completo caído en desgracia y un peso pluma del entretenimiento periodístico. Una serie de lugares comunes recorre la película: el retador es ninguneado; el odiado tiene su encanto, todo se decide en el último round. Pero bajo la previsible narrativa, sobresale, sin embargo, un retrato asombroso y el atisbo de un enigma.
La cinta de Howard se basa en una obra de teatro de Peter Morgan, quien ya había explorado las conexiones entre la conciencia personal y la historia, entre lo casero y lo palaciego en aquella película sobre la reacción de la reina de Inglaterra a la muerte de la Princesa Diana. Astillas de humanidad que punzan monumentos de Estado. Como en aquella obra, “Frost y Nixon” ancla en un personaje admirablemente delineado que se traga escenario, drama y relato. Las dos cintas son poco más que cuadros de retratista. Como destella Helen Mirren en “La reina
,” en esta cinta brilla la actuación de Frank Langella. Langella no se parece a Nixon. No tiene la quijada, el bulto en la nariz, los cachetes colgantes. Sin ayuda del maquillaje, la actuación vence la fisonomía. El tono y la cadencia de la voz, el declive del cuello, la pesadez de cuerpo, el manejo de los silencios y los exabruptos, el gruñido en las palabras, la gravitación del rencor terminan persuadiendo que Nixon aparece en el cuerpo del actor.
El boceto de la película sugiere la simetría de un combate: el periodista y el político; un atrevido hombre del espectáculo frente al maniático gobernante defenestrado. La película, sin embargo, resulta convincente sólo en su lazo nixoniano. Frost, representado por Michael Sheen (quien hizo de un desabrido Tony Blair en “La reina”), aparece como un seductor que no seduce. Frost, el terco tirabuzón que en la legendaria entrevista logró destapar el corcho de la obcecación del político para vislumbrar la culpa del hombre, aparece aquí como un esparrin insustancial. Es la actuación de Langella la que sujeta la película mostrando una inteligencia derrotada por la patología y la conciencia que vence la contención. La cinta de Howard agiganta la entrevista como si fuera el gran evento del drama de Watergate, como si en la conversación se escenificara el juicio negado. No lo fue así. Lejos de ser el centro del escándalo, fue su epílogo. Pero justamente por ser colofón de un trauma histórico, logró enfocar al sujeto que protagonizó el drama. El político, despojado ya de su poder, aparece en instantes, como persona. Tras el acontecimiento histórico queda un hombre en ruinas y, al mismo tiempo, en pie.
Podría percibirse cierta condescendencia con el personaje central. Quizá no hay en la historia de la muchas representaciones cinematográficas de Nixon un retrato más benigno que éste al mostrarlo vulnerable, lúcido, antinixonianamente franco. Pero la película fotografía las telarañas del hombre político. Con todo y sus clichés, roza el misterio del personaje, la complejidad de un extraordinario animal político. Bestia de poder que es una mezcla de rudeza e inseguridad; enfático ante las cámaras, tímido y balbuceante en la pequeña conversación; portentoso estratega que fue incapaz del más tenue acercamiento personal. La entrevista dramatizada es un acercamiento a ese individuo destrozado que se aferra a sí mismo y que, sin embargo, no logra esconder el breve brote del arrepentimiento: defraudé a los Estados Unidos, defraudé a mis amigos, defraudé el régimen de gobierno de mi país. Eso será una carga que llevaré el resto de mi vida. Y la abierta confesión de su filosofía: lo que el presidente hace no puede ser ilegal.
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En youtube pueden encontrarse fragmentos de la conversación original (1, 2, 3, 4, 5, 6). La entrevista completa puede encontrarse aquí .
El gran hotel Budapest, la nueva película de Wes Anderson se inspira en los escritos de Stefan Zweig. No es que ilustre una historia concreta, no es que lleve al cine su vida o algún pasaje de sus novelas exitosas. No se trata de la adaptación cinematográfica de un texto de Zweig. Anderson extrae de sus relatos y sus recuerdos un aire, una atmósfera, un tono… y lo hace magistralmente. ¿Qué mejor emblema de la civilización que un hotel entregado a la misión de dar la bienvenida?
No soy de ningún lado: soy un forastero, confesó Zweig en sus memorias. En el mejor de los casos, soy un huésped. Lo perdió todo repetidas veces. Atestiguó la derrota de la razón y la victoria de la brutalidad. Acompañó, con el suyo, el suicidio de Europa. En El mundo de ayer, la autobiografía que Acantilado publicó hace unos años, retrata con la más dulce nostalgia ese mundo sereno que la la peste del nacionalismo rompió. La vida transcurría sin la prisa de las máquinas: era un mundo sin odio. Wes Anderson captura en la cinta el final de ese esplendor y el comienzo de la decadencia. Zweig se insinúa en varios personajes del Hotel Budapest pero, sobre todo, se muestra en esa sensación de ocaso, en ese triste lamento por el mundo de ayer. Un mundo en el que los pasaportes eran innecesarios y la poesía se desplegaba diariamente en los periódicos.
El universo de Zweig es sustancialmente tranformado por la precisa relojería de Anderson. El cine se convierte en una máquina que desdobla simetrías. Un estuche de tesoros. Más que el trote de una narración, el cine de Wes Anderson parece una secuencia de cuadros impecables. Su comedia evoca de algún modo la afectación histriónica del cine mudo. La exageración del gesto es una especie de puntuación actoral, un guiño cómico. Cada imagen retrata un paisaje completo: camarógrafo de lo inmóvil, fotógrafo de registros en serie. No es extraño que su arte haya sido comparado con el de Joseph Cornell, el surrealista norteamericano que pintó sin tela ni pincel. Los descubrimientos del basurero dispuestos en una caja le bastaron. Wes Anderson coloca en pantalla el tapiz y el tapete, los muebles y las montañas, la anatomía y la arquitectura como llenando de sentido un envase hueco. Sus actores, en coreografía puntual, se mueven como piezas de un mecanismo de símbolos.
Siendo evidente, el artificio de la composición no trabaja en contra del cine. El sello visual no demerita la historia: enmarca un universo propio, un mundo que no es el nuestro y, sin embargo, lo es. Una tragedia relatada como comedia permite el juego de una magia arcaica. Frente a la ostentación de las computadoras, el cine de Wes Anderson rescata una antigua artesanía escenográfica. En ese taller minucioso y sin prisas, riguroso y perceptivo se encuentra, tal vez, el espíritu de Zweig: la civilización de la hospitalidad.
Leonard Cohen empezó a escribir para comunicarse con quien se ha ido. A los 9 años murió su padre. El funeral fue en su casa. Era invierno. En la sala, frente a las escaleras estaba el ataúd abierto. Después del entierro, al regresar a la casa, abrió el amario de su padre, tomó una corbata de moño y escribió algo en una de sus alas. No recuerda bien qué decía la inscripción. Seguramente, una despedida. Solo recuerda claramente que enterró la corbata en el jardín. El instinto de la escritura era un ritual, un acto de fe: un mensaje que no sería nunca leído, una celebración de lo que ha dejado de ser. Lo relata admirablemente David Remnick en el perfil que el New Yorker publicó apenas unas semanas antes de la muerte de Cohen.
El dios del amor se dispone a partir, dice en alguna canción. ¿No será la poesía de Leonard Cohen una larga despedida? ¿Un adiós, el abrazo final, la gratitud última? Adiós al amor, a la juventud, a la decencia, a la vida. No es solamente la última etapa de Cohen la que contiene esa disposición testamentaria, desde las primeras canciones aparece el misterio, la reverencia del final “Hasta luego, Marianne. Es tiempo que empecemos a reírnos y a llorar de todo… otra vez.” Es la dulzura de las pérdidas, la sabiduría de la derrota. En “Going Home,” la pista que aparece en su disco Old Ideas del 2012, puede escuchársele dando voz a su musa o a su dios para explicar el propósito de sus canciones. Cohen se burla de sí mismo como el haragán encorbatado que busca un llanto que se eleve por encima del sufrimiento, el ignorante que anhela escribir un himno al perdón: un manual para vivir con la derrota.
En la conversación de Remnick con Cohen puede advertirse la fuente espiritual de ese instructivo. Abundan las referencias bíblicas en las canciones de este hombre que vivió durante años en un monasterio budista y que no dejó nunca de buscar un camino espiritual. Uno de los temas centrales del pensamiento cabalístico, dice, es la reparación de Dios. Dios se deshizo en la creación. El mundo es producto de un rompimiento, un estallido. La materia nació de aquella catástrofe; el universo son los mil pedazos que un día, antes del tiempo, eran Dios. La tarea específica de un judío, dice Cohen es reparar ese quebranto. Las plegarias son recordatorios de lo que alguna vez fue armonía. Habrá que tocar las campanas que aún pueden sonar, dice en su himno: “hay una grieta en todo. Así es como la luz entra.”
El cantor de las penumbras logró despedirse de la vida en su último disco, quizá el más profundo, el más oscuro, el más hermoso. Aquí estoy, Dios mío, canta con el coro de una sinagoga. Es una aceptación de lo inevitable y, al mismo tiempo, un terco gesto de rebeldía: si tuya es la gloria, mía ha de ser la deshonra. Si tú eres quien cura, he de estar roto. El disco lo grabó en su casa, con ayuda de su hijo Adam, sentado en la silla médica en la que pasó sus últimos días. Cohen se despide de la vida y, otra vez, del amor. Recuerda sus milagros y sus rutinas. Te he visto hacer del agua vino y del vino agua. El prodigio de consagrar lo profano y volver mundano lo sagrado. Sus últimas palabras, susurros de una mina de carbón sobre un cuarteto de cuerdas, son el deseo del encuentro que no fue.
Preocúpate de la música nueva porque lo amenaza todo. La advertencia solemne aparece en La república de Platón. Al esculpir su ciudad, el filósofo reconocía la importancia de lo escuchable. La música era instrumento necesario para formar el alma humana. Por eso la ley habría de ser más un canto que un decreto. Y por eso mismo, los sonidos que se cuelan por nuestros oídos, eran peligrosos. Los sonidos que seducen pueden provocar locura. Sosiego y embriaguez. Regular la música sería, en consecuencia, una de las principales tareas de la política. Proscribir estilos perniciosos, favorecer tonadas para la virtud. Mientras la lira era tenida como un vehículo para trasmitir un mensaje edificante, la flauta se consideraba censurable no solamente porque distorsionaba la cara del flautista sino porque intoxicaba el juicio de quien escucha. La gran ironía es que, si en aquel diálogo parece que el filósofo busca expulsar (como a los poetas) a todos los flautistas de la ciudad, en sus últimas horas buscó el consuelo de ese instrumento. Una curiosa conversión en el lecho de muerte. Despedirse de la vida envuelto en la melodía que se había empeñado en prohibir.
Tomo este apunte sobre el peligro de la música del nuevo libro de Ted Goia, el reconocido crítico de jazz. Una historia subversiva de la música, se titula. Turner, que ya ha publicado otros títulos suyos, editará la versión en español en el primer semestre del 2020. Se trata de una fascinante historia de la música. No la historia de un estilo artístico o de una región musical, sino la historia de toda la música. Sorprende la audacia de Goia. El pianista deja el mundo del blues y del jazz para emprender la historia entera de la música. Desde aquel instante inicial del big-bang (el silencio que hizo posible la música de lo creado) hasta Kendrick Lamar. El hilo de su relato es, como se advierte en lo que recogí arriba, la transgresión. “La verdadera historia de la música no es respetable,” dice Goia. Tampoco es aburrida. Debemos sus quiebres a los provocadores, los insolentes que, al crear nuevas tonadas, sacuden los fundamentos mismos de la sociedad. Goia no solamente escucha la música que se despliega en el tiempo y en el espacio. También ve lo que la música provoca. Por eso resulta tan valioso el examinar lo que sucede en el auditorio y como lo que se orquesta en el escenario. Eso es lo que analiza Goia con gran soltura, más que el sonido de la música, su efecto. La música desafía el orden, se burla de las jerarquías, rompe con la herencia y por eso alarma a la policía, a los curas y a los padres.
Hasta los más venerables padres de la música religiosa han sido insumisos. Pensamos en Bach, por ejemplo, como el sobrio luterano con peluca, entregado en cuerpo y alma a las autoridades de su iglesia para ofrecerles puntualmente la cantata semanal. Lo imaginamos disciplinado, sobrio, devoto. Se nos olvida que estuvo preso por varias semanas, que era violento, que bebía litros y litros de cerveza, que era un insolente. Lo llamaron “incorregible.” Musicalmente era igualmente rebelde y su música debe haber causado escándalo entre sus contemporáneos. Rompió todas las reglas de composición, improvisaba. Era visto con sospecha. Ofendía. Se le escuchaba como una música que coqueteaba con la herejía al esconder la letra de la liturgia en los laberintos de su arquitectura.
La historia de la música, sostiene Goia en uno de los capítulos de su historia, es la batalla de la magia contra las matemáticas. El músico hace cálculos con sonidos y lleva cómputo de su melodía pero es, al mismo tiempo, un chamán que invoca los espíritus para lograr lo imposible. Una ciencia de números y un conjuro.