(una semana después del 11 de septiembre)
John Cage cumple 100 años. Alex Ross lo recuerda en un artículo del New Yorker. Hizo que su música sonara como el mundo y por eso el mundo suena a Cage, dice.
«La clase política ocupa las pantallas de sus televisiones a todas horas con declaraciones banales que luego por la noche sesudos comentaristas analizan con ridícula profundidad.»
(Enrique Vila-Matas, Propuesta de cambio)
El fantástico archivo de Ubuweb incorpora ahora la película de Derek Jarman sobre Wittgenstein:
La cinta es retrato extraordinario. Filmada en una caja oscura, la película rebosa en color, ideas y emoción. Curiosa lista de créditos: el guión se basa en un texto de Terry Eagleton, actúa Tilda Swinton, la produce Tariq Ali.
Dice José Bergamín que lo que importa del aforismo no es que sea cierto. Lo que importa es que sea certero. Ese tino puede verse en sus flechazos al toreo. A propósito de la decisión de los catalanes, vale regresar al Arte de birlibirloque de José Bergamín (Ediciones Turner, 1994). También pueden pescarse algunos aforismos en su Obra esencial, publicada en 2005 por la misma editorial. Aquí algunos aforismos:
El espectador descubre muy pronto que las cartas de amor, son un adiós. Lo que amo de él. Lo que amo de ella. Los pequeños detalles, los rasgos profundos, la admiración mutua. Y el aviso también de una rivalidad. Dos cartas que no llegan a ser enviadas. De inmediato se revela la primera clave de Historia de un matrimonio, la nueva película de Noah Baubach para Netflix: la comunicación que se vuelve imposible. Más que la historia del matrimonio, la película retrata su final. Es a través de las ruinas que identificamos lo que alguna vez estaba en pie. Por las piedras que quedan en el suelo, por las vajillas hechas polvo podemos imaginar, como arquéologos, lo que alguna vez fue el desayuno amoroso y las nimias rivalidades.
Baubach pinta admirablemente ese deseo de comunicación que se ahoga en la garganta o revienta en el pleito. El intento de entenderse viene de ambos lados y fracasa siempre, estrepitosamente. Una escena lo retrata quizá, con literalidad excesiva: la pareja coopera solamente para recorrer la cortina de un muro que los separa. El tiempo parece acelerarse para imponer la incomprensión. De un momento a otro, la pareja pierde la capacidad de decir, la capacidad de escuchar. Será que, como dice Nicole, el personaje al que da vida Scarlett Johansson, “no es tan sencillo como dejar de estar enamorada.”
En el centro de la película están los diálogos entre Nicole y Charlie, representado por el genial Adam Driver. Intercambios crueles, dulces, cómicos, letales. Diálogos rotos, diálogos frustrados. Pero lo que me resulta más entrañable de la película es lo que sucede entre ellos en ausencia de palabras. Ahí es donde se muestra el portento de las actuaciones y de la dirección. No en la tormenta de la agresión sino en la intensidad de las reservas, en la espontaneidad de los reflejos. Hablo del silencio hostil, de la incomodidad de un cuerpo frente al otro… y también del diálogo tierno de las miradas, la complicidad de los gestos, de las sonrisas. La profunda imbricación de la intimidad en el tiempo. Es ahí, en ese vacío de palabras, donde se refugia el recuerdo del amor.
La película de Baubach no es solamente el relato de un colapso amoroso. Es también, en plenitud, una tragedia, es decir el cuento de la colusión con nuestra ruina y la intervención de fuerzas que son superiores a nuestra voluntad y nuestra inteligencia. La imposición en la vida humana de una lógica incomprensible que nos rebasa y nos arrolla. Quienes fueron amantes se convierten en títeres de una irracionalidad invencible. Cuando los divorciantes caen en manos de un abogado han renunciado a su libertad, a su razón, a su poder. Sus recuerdos habrán de ser pervertidos, sus deseos ignorados. El absurdo de la ley arrasa con el anhelo de entendimiento. En esta historia el destino habla con lenguaje abogadil. Ofrece abrazo y comprensión, mientras hace cálculos y amenaza. Seduce con té y galletitas para imponerle a la pareja una guerra que le era ajena. La quiebra del amor conduce a un secuestro. Un secuestro, debe decirse, del que son cómplices los secuestrados. Lo sabían: colaboraban con su propia desgracia convocando al demonio a oficiar en su despedida.
A los doctores de mi padre, con gratitud
En 1931, Alfonso Reyes escribió un mensaje a su médico ideal. Era un informe de los tropiezos de su salud y, al mismo tiempo, una descripción de ese doctor ideal. No le pedía infalibilidad, lo que buscaba en su médico era sabiduría y diálogo. El doctor en el que podría confiar era el estudioso que estaba al tanto de las novedades la ciencia, y que pudiera gozar la alegría de nombrar con precisión un síntoma. Habría de ser, también, un profesional dispuesto a colaborar con el enfermo. Mi médico, decía Reyes, ha de resignarse a “trabajar conmigo, a explicarme lo que se propone hacer conmigo y lo que piensa de mí, a asociarme a su investigación.” No aceptaba ser tratado como depósito de órganos dolientes. “El médico que no cuente con mi inteligencia está vencido de antemano: el que quiera curarme sin contar con mi comprensión que renuncie. Lo que no acepte mi mente, difícilmente entrará en mi biología.”
Reyes se consideraba un “buen enfermo,” un enfermo “de tinta débil.” Atento a los mensajes de cada órgano, buen ayudante de los médicos, disciplinado para el trago de las pociones, y, sobre todo, con poco ánimo para la queja. Un paciente paciente. Creía que, cuando el mal llegaba a su cuerpo, atenuaba sus agravios habituales. Estudiando el efecto que en él tenía la enfermedad, proponía a los estudiantes de medicina una clasificación de temperamentos. Por una parte, existían temperamentos espesos donde la enfermedad echa raíces y es frondosa, imponiendo el dolor en todos los tejidos del cuerpo. Por la otra, temperamentos delgados que reciben la enfermedad apenas como un parásito leve que flota sobre el cuerpo. Si mis enfermedades no han sido todas benignas, han sido, por lo menos, bien educadas, decía. La cortesía de Reyes se imponía hasta en sus dolencias.
Algunos escuchaban sus detallados relatos de enfermedad como si fueran regodeos en el dolor. No era miedo ni sufrimiento lo que expresaba: era la necesidad de registrar todo el arco de su experiencia con palabras, era el afán por nombrar la secuela de los virus, el banquete de las bacterias. Era también una forma de registrar el impuesto del tiempo sobre la vida. Reyes percibía la “lenta, insensible corrosión que cada segundo operaba en el ser.” Lo que hoy es una capa de polvo en las venas, mañana será un barniz, y al fin, el tapón de la asfixia. El primer dato que debía registrar su historia clínica era su peculiar metabolismo literario. Ignacio Chávez, habría que advertirlo, veía menos colaboración en el paciente parlanchín. Nunca sé cómo se siente porque, cuando le pregunto, me responde con pasajes de Góngora.
En el relato de sus infartos, Alfonso Reyes sigue la lección de Montaigne: el sabio sabe extraer las lecciones de la mortalidad. Solo la sombra de la muerte abre la puerta de lo crucial. La amenaza despeja nuestra visión del mundo, dice: las cosas encuentran una nitidez que los vapores de la salud empañan. Ante el peligro del fin, el ojo se limpia y puede ver lo que permanecía oculto. Y así observa quienes han sido los guardianes de su vida: el cinismo y el estoicismo; “pero sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre hombres.” La enfermedad pulió los imanes morales de su vida: verdad y dignidad. “Un mínimo de verdad: cinismo; un máximo de decencia: estoicismo. Con eso basta.” Una lección adicional sacaba Reyes al saber que vivía con el corazón como un jarrito rajado. No se le ofrecía la filosofía helénica sino una visión: mientras convalecía soñó que llegaba al cielo y veía a San Pedro abriendo el libro de registros. En el momento, un ángel le dijo: este pobre hombre tiene una obra a medio escribir. Apenado con la suerte del escritor, el viejo se dispuso a prorrogar el permiso de turismo en la tierra. Por eso, decía Reyes, no termino un libro sin comenzar el siguiente.
No hay arte más político que la arquitectura. La arquitectura es el único arte que moldea directa, físicamente el entorno humano. No es una mancha en el papel ni un arreglo de sonidos fugaces, sino el levantamiento de un bloque permanente que nos envuelve. Por eso es, entre todas las artes, el emisario más perfecto del poder. El arquitecto ofrece al gobernante servicios que nadie más puede prestarle: demuestra los poderes de la voluntad, condensa una ideología en formas visibles, alimenta el orgullo colectivo; intimida; sacraliza y consagra al prócer. El arquitecto cincela identidad, enaltece al poderoso y convoca a la sumisión. Sus recursos pueden ser, efectivamente, la representación más elocuente de esa ambición de controlar la historia y demostrar que el Estado es capaz de rehacer el mundo.
Dictaduras y repúblicas han entendido el poder de la arquitectura. Todo régimen político necesita expresarse visualmente: requiere continentes y volúmenes; precisa símbolos y ritos. Y porque la continuidad de una nación aspira a alguna trascendencia, también requiere templos. Sitios revestidos de alguna solemnidad para la escenificación de las ceremonias de renovación y de cambio. José Miguel González Salazar y Axel Arañó han coordinado un libro extraordinario que ofrece una formidable lección sobre las conexiones entre el arte y el poder; un elocuente testimonio del diálogo entre el Estado y la creación arquitectónica. O, podría decirse, más directamente: un aviso del atasco político y la esterilidad plástica. Se titula Arquitectura parlamentaria en México. Dos siglos de recintos para el diálogo.
El libro es un trabajo monumental y una edición exquisita. Se conectan en sus páginas el apunte teóricos, reflexiones políticas y análisis comparativos. Deyan Sudjic, el autor de The Edifice Complex , colabora con una pieza inédita sobre el sitio de la arquitectura parlamentaria. José Miguel González Salazar recorre la historia de las asambleas desde la antigua Atenas hasta la imaginación de George Lucas. Fernando Zertuche reconstruye la historia de México a partir de los recintos parlamentarios. Finalmente, Axel Arañó examina puntualmente cada uno de los edificios parlamentarios de México: las dos sedes federales y las 32 asambleas locales. El contraste entre la calidad de la edición y el material expuesto en esta última parte es asombroso. Al retratar cada una de los congresos, el libro integra una elocuente colección de horrores arquitectónicos.
La arquitectura parlamentaria mexicana es francamente anodina, una arquitectura carente de personalidad. Se trata de una arquitectura que no vive con frescura su tradición ni con naturalidad el tiempo presente. Neocolonialismo helado y modernidad de centro comercial. El Congreso del estado de Chihuahua, siendo el más reciente, retrata la improvisación. El diseño original del congreso lo hizo Mario Pani paraun conjunto de oficinas privadas. Después, parte del edificio se empleó como hotel. Finalmente, se adaptó para recibir a los legisladores del estado de Chihuahua. El congreso de Campeche es una nave espacial, un sándwich, un par de platos encimados, una mala imitación de un mal remedo de Niemeyer. El congreso de Durango fue construido en un semestre para despedir, como se lo merecía, el gobernador en turno. Quizá la mayor atrocidad arquitectónica sea obra de un gobernador … arquitecto. El gobernador de Hidalgo, el arquitecto Guillermo Rossell de la Lama decidió la construcción de un edificio para el congreso del estado. El proyecto de la obra lo diseñaron dos integrantes del gabinete del señor gobernador. El congreso es una fortaleza de piedra enclavada en una explanada denominada “Plaza del Nacionalismo Revolucionario” donde los pedestales duplican en altura las estatuas que sostienen y donde un mural de la peor factura imaginable, presenta a los héroes de la independencia y de la revolución con ojos desorbitados. Se trata de una plaza que, como bien nos recuerda Axel Arañó, ¡no tiene acceso público! La fachada son dos inmensas grapas de piedra; la plaza, un espacio muerto. Después de recorrer el estudio pormenorizado de Axel Arañó, el subtítulo parece, una broma. Estos no son recintos del diálogo. Si algo enseña este libro es precisamente esa ausencia: el país carece de espacios para la deliberación.
La monstruosidad arquitectónica de San Lázaro es buen símbolo del régimen hegemónico que celebraba. Más que culminación de la arquitectura nacionalista, se trata de una muestra de arquitectura fascista. Lo es por las dimensiones del edificio, la solidez impenetrable de lo pétreo; la sacralización de lo nacional, la disposición reverencial del auditorio. El presidencialismo retratado en su ambición, en su poder y en su mal gusto.
El más lúcido politólogo de mi generación tuvo el acierto de calificar nuestra democracia como tonta. Después de recorrer el libro de nuestra arquitectura parlamentaria, quisiera agregar otro adjetivo: tenemos una democracia horrible.
Una de las claves para acceder al universo de Francisco Toledo es la red. Lo vio con claridad el poeta Alberto Blanco en su ensayo sobre las mil máscaras del artista. En efecto, su obra es un tejido. Los telares habrán sido la última fascinación de su larga exploración material, pero fueron, tal vez, la inspiración de toda su obra. Grabados, esculturas, lienzos que entrelazan especies. En el arte textil de Toledo reside un entendimiento del mundo: la paciencia para entreverar hilos y cuerdas, la imaginación para trensar colores y formas, la visión para surcar líneas que rompen el sentido, la luz para devanar pigmentos. Los mismos personajes se entreveran una y otra vez. Y en esas trensas, se reconcilia el mundo. Bien dice el poeta que todo se relaciona en el universo de Toledo: humanos, animales, plantas, cosas; luz y sombra. No hay ahí vestuarios que levanten fronteras ni géneros que impongan códigos. Todo baila, se toca, se penetra, se abraza y riñe. Danzas, coitos, pleitos. Nada está solo. Ni siquiera el artista cuando se ve en el espejo está solo porque hasta en el reflejo lo visitan alacranes, petates y armadillos. En “Fuego nuevo,” poema que Alberto Blanco escribió ante la obra de Toledo, puede encontrarse ese sentido de reconciliación:
Sopla de pronto el espíritu
justo donde menos se esperaba
Y brota una paloma, una tortuga,
un mirlo, un cangrejo, una serpiente,
Un prisma de cuarzo encendido
en el tronco de la ceiba milenaria.
El instante es frágil. Los changos copulan sobre la hamaca. Un aire cuarteado sujeta el tiempo. El cristal roto en sus óleos apenas retiene los fragmentos. Los surcos laberínticos de la piel son un caleidoscopio inagotable. La tierra es un mosaico de escamas. Orejas, huesos, mazorcas, tenazas, falos. Aprendizajes de la cestería. Tejer una canasta donde quepa todo mundo. Amarrar los nudos que nos permiten escapar del confinamiento que nos imponen los dioses y los hombres. Doble rebeldía que maldice la ciudad y la laguna. Cruzar con el lápiz las cuatro estrellas; trazar la silueta de las constelaciones; tocar todos los puntos cardinales, desde lo útil hasta lo fantasioso, del óxido al semen, de la tenaza a la piel. Todo en Toledo es deseo, pero deseo primordial, un deseo anterior a esa caída que fue la civilización. En ese territorio fuera del tiempo, Benito Juárez y las bicicletas existen como existen los murciélagos, el coyote y la lluvia. El suyo es un retrato del mundo ante las estrellas. Humanos, iguanas, sapos se aparean sin cortejo en sus lienzos y vasijas. Por eso no se asoma ahí el erotismo. La sexualidad que aparece en cada imagen de Toledo no es la sutil insinuación del deseo, el préambulo a la caricia sino la consumación directa y espontánea del apetito. Un placer sin cortejo y sin diferimiento donde reside el impulso original. Burlas de la convención: trazos que se ríen de la esclavitud de los cuerpos. La libertad o, más bien como vio Cardoza y Aragón: la vida misma, el desatado instinto de la fecundación.
Ufff se me han puesto los pelos como escarpias despues de ver esta viñeta…. Hay alguna explicacion del autor?