Amartya Sen ha publicado recientemente El país de los primeros niños, un conjunto de reflexiones sobre la libertad, el hambre, la democracia y la justicia en su país. Aquí puede leerse un extracto del libro. La democracia habrá sido capaz de eliminar las hambrunas pero ha sido muy torpe para solucionar otros problemas. El acercamiento a la justicia, la paulatina disminución de las arbitrariedades es esencial, sostiene, para la práctica democrática
El artista turco tomó cientos de libros de la sección de ficción de una biblioteca y los ubicó en la galería de la sección de arte. Su elemento en común: jamás habían sido prestados por la biblioteca. Aquí puede leerse la nota en el Newyorker)
José Emilio Pacheco
Homenaje a Netzahualcóyotl
I
No tenemos raíces en la tierra.
No estaremos en ella para siempre:
sólo un instante breve.
También se quiebra el jade
y rompe el oro
y hasta el plumaje de quetzal se desgarra.
No tendremos la vida para siempre:
sólo un instante breve.
II
En el libro del mundo Dios escribe
con flores a los hombres
y con cantos
les da luz y tinieblas.
Después los va borrando:
guerreros, príncipes,
con tinta negra los revierte a la sombra
No somos reyes:
somos figuras en un libro de estampas.
III
Dios no fincó su hogar en parte alguna.
Solo, en el fondo de su cielo hueco,
está Dios inventando la palabra.
¿Alguien lo vio en la tierra?
Aquí se hastía,
no es amigo de nadie.
Todos llegamos al lugar del misterio.
IV
De cuatro en cuatro nos iremos muriendo
aquí sobre la tierra.
Somos como pinturas que se borran,
flores secas, plumajes apagados.
Ahora entiendo este misterio, este enigma:
el poder y la gloria no son nada:
con el jade y el oro bajaremos
al lugar de los muertos.
De lo que ven mis ojos desde el trono
no quedará ni el polvo en esta tierra.
* A partir de las traducciones de Angel María Garibay
y Miguel León Portilla.
El Guardian ha pedido a un grupo de escritores que señale la fotografía que a su juicio resume la primera década del siglo XXI. Entre las imágenes, aparecen, previsiblemente, estampas de la guerra, de los trabajadores en China, de la ocupación de Bagdad. Philip Pullman escoge a Daniel Barenboim dirigiendo la orquesta que fundó junto con Edward Said, mientras Simon Schama señala una imagen periodística que se eleva como gran arte. Se trata de una fotografía tomada en diciembre del 2006 en Lagos, Nigeria. Tras una explosión, en un paisaje medieval, una figura solitaria se eleva entre el horror.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
Una biblioteca es un refugio. En su ensayo sobre la bibliomanía, Jacques Bonnet la describió como un espacio que nos protege de la hostilidad del mundo, un calefactor emocional, un espejismo de omnipotencia. Puede concentrar en sus estantes todos los lugares y todos los momentos. Hay muchas novelas que tienen bibliotecas como escenario, pero hay una (según me entero por libro de Bonnet) en que casi todos los personajes son bibliómanos. Se trata de La casa de papel, una novela escrita por Carlos María Domínguez. Una biblioteca, dice ahí: nunca es una suma de libros sueltos: “la biblioteca que se arma es una vida.” Pero tal vez la vida de una biblioteca sea la de un enorme parásito, la de una plaga terca que se come todo lo que encuentra a su paso. Una plaga que es, seguramente, el mejor retrato de su dueño.
Podría decirse que la mejor obra de José Luis Martínez fue su biblioteca. Junto a sus reflexiones literarias y sus trabajos históricos, dio forma a una colección extraordinaria de libros, folletos, revistas. Gabriel Zaid lo vio con tino como el gran “curador de las letras mexicanas”. Para gran fortuna de México, su biblioteca fue comprada por el gobierno federal y ha encontrado casa en la Biblioteca de México en la Ciudadela. Ahí está naciendo el gran vecindario del libro en México. Una biblioteca es un organismo vivo. Como los ratones o los hongos que crecen ahí, está amenazada de muerte. Puede ser consumida por el fuego o las termitas o desintegrada por el paso de los años. El organismo puede ser destazado poco a poco hasta desaparecer. Celebro que el gobierno federal haya puesto el ojo en ese patrimonio de nuestra cultura que forman las bibliotecas privadas. En ellas no están solamente millares de libros recogidos a lo largo de vidas de estudio, sino, sobre todo, la mejor muestra del fervor por los libros.
No se trata de una mera preservación de toneladas de papel impreso. Se trata de abrir un gran espacio público para le lectura. El proyecto del Consejo para la Cultura y las Artes es formidable: salvar las grandes bibliotecas privadas de México, alojarlas en una casa acogedora y fundar un espacio público—al mismo tiempo plaza y templo—para el libro. El reto es transformar un patrimonio personal en bien público, convertir una guarida personal en espacio común. No se trata de una intervención estatal para alimento de profesores o investigadores solamente, sino para el disfrute de todo mundo. La lección de Medellín no puede ignorarse: curar una sociedad herida de violencia, restaurar una comunidad desgarrada por el miedo exige ganar espacios para lo público y aconseja una vindicación de la cultura.
De acuerdo al proyecto, las bibliotecas compartirán techo, conservando su identidad. Los fondos se preservarán íntegros pero se comunicarán con facilidad. La arquitectura, desde luego, jugará un papel fundamental para abrigar al libro y su lector. El visitante podrá recorrer la colección de José Luis Martínez para visitar después la biblioteca de Antonio Castro Leal, hojear los libros de Alí Chumacero y curiosear luego los volúmenes de Jaime García Terrés. Será, desde luego, un espacio de este tiempo, abierto a los distintos portadores de texto. Los libros de las distintas colecciones están siendo digitalizados para encontrar un espejo en la red y estar a disposición de todo mundo. Un vecindario para el libro. Un puente de lo privado a lo público y del pasado al futuro.
El libro de Thomas Piketty que ha causado conmoción en Estados Unidos no es solamente notable por su investigación y su argumento. Como escribía hace un par de días en páginas vecinas, su trabajo sobre la economía de la desigualdad que sorprendió al mundo editorial por la cantidad de ejemplares que vendió en unos cuantos días, es un texto que captura la atmósfera del momento y da en el blanco de la ideología imperante. Pero es necesario resaltar otro elemento que aparta el libro del intelectual francés: su oído literario. La literatura es en su libro casi tan importante como su recopilación estadística.
En un artículo publicado por el Los Angeles Review of Books, el escritor canadiense Stephen Marche apuntaba recientemente que El capital en el siglo XXI puede ser el único trabajo de Economía que podría llegar a ser tomado como una obra de crítica literaria. No es que a lo largo del grueso tomo se inserten dos o tres referencias literarias como aderezo al argumento: la literatura está en el corazón del libro. Piketty está convencido que autores como Balzac y Austen capturan los efectos de la desigualdad de una forma que ninguna fórmula matemática o hallazgo empírico pudiera proyectar. Es posible cazar en fórmula exacta la fuente de la disparidad económica; puede medirse con precisión la inequitativa distribución de la riqueza; es posible registrar su evolución a lo largo del tiempo. De esa manera, los datos dibujan gráficas elocuentes de magnitudes y variaciones. Pero esa contundencia numérica palidece frente a la evocación vital de la novela. Esa parece ser la convicción de Piketty como intelectual que aspira a trascender el auditorio universitario: no hay nada tan convincente como la ficción.
Si Piketty le hablara solamente a sus colegas, la fórmula r > g sería suficiente. Ése es, en efecto, el hallazgo técnico más importante del libro: cuando el rendimiento del capital sobrepasa la tasa de crecimiento, los empresarios se convierten en rentistas y la desigualdad aumenta. La notación matemática es concluyente, objetiva, mensurable. Pero Piketty sabe que la frialdad del alfabeto económico no es persuasiva, ni es capaz de registrar la marca íntima de los fenómenos sociales. Por eso se auxilia de otro lenguaje: el lenguaje de la literatura. Sin prescindir de su denso aparato técnico y su abundante colección de datos, el profesor de Economía nutre su exposición en la novela burguesa del siglo XIX. Quienes tratan de encontrar paralelos entre la obra de Piketty y de Karl Marx no se percatan que Balzac es más citado que el autor de El capital previo y que Jane Austen ocupa en este libro, muchas páginas más que Adam Smith. Nos lo sugiere el economista: quien quiera entender lo que es la desigualdad, aprenderá más de la novela que de cualquier tratado económico.
Lo que encontramos en esta obra que ha concentrado el debate público de los Estados Unidos en las últimas semanas es la reiteración del poder de la novela. Escribió Dani Rodrik (quien, por cierto, cree que sus referencias literarias son superficiales) que este libro no hubiera suscitado tanto revuelo de haber sido publicado hace diez años. Agregaria que El capital habría tenido un menor impacto si sólo hubiera sido escrito en el lenguaje técnico del economista. La seducción de la obra es haber logrado lo infrecuente: conciliar la severidad del argumento técnico, la solidez de una investigación minuciosa con el lenguaje seductor de la ficción. Si se quiere prosperar, no es necesario desvelarse en el estudio, no vale empeñarse en el trabajo, hay que esforzarse por nacer en buen sitio.
¡No se puede leer!
Pero felicidades a Calderón.