Terry Eagleton, el polémico crítico literario inglés, dice que no usa correo electrónico. Que nunca ha navegado en internet. Tiene teléfono móvil… pero no lo saca de su casa por el temor de que pudiera desatarse una epidemia de personas adheridas a sus aparatitos, hablando todo el tiempo en la calle, los restoranes, los trenes.
Internet es en realidad un mecanismo anti-moderno para alentarnos y regresarnos a los ritmos antiguos de una civilización sedada. En los tiempos frenéticos y veloces que antecedieron a Apple y google, podrías pedir un cuarto de hotel y el empleado simplemente anotaría tu nombre en un libro. En 20 segundos estaba resuelto. En estos días, pides un cuarto y la recepcionista empieza a teclear un capítulo de su novela. Una vez que ha insertado un par de subtramas enredadas y unos cuantos persopnajes complejos, se acuerda de lo que debería estar haciendo y te entrega la llave de tu cuarto.
El lenguaje es, antes que nada, una manera de estar con otros, y sólo secundariamente una manera de hacer cosas. Por eso el paradigma de la comunicación humana no es la agencia de relaciones públicas sino la cantina. Al parecer, las últimas palabras de Steve Jobs fueron “¡Oh wow, oh wow, oh wow!” Pensando en Rey Lear, es difícil no sentir que algo se ha perdido. Mi único problema ahora es cómo llevarle este artículo al editor.
El pasado 20 de abril Christopher Hitchens habría cumplido 63. Para recordarlo, Vanity Fair organizó una ceremonia con sus amigos y admiradores. Hablaron Stephen Fry, Martin Amis, Salman Rushdie, Ian McEwan, Tom Stoppard, Christopher Buckley, Olivia Wilde, Sean Penn, Padma Lakshmi, Carl Bernstein, Tina Brown, Jason Sudeikis, David Remnick y su hermano Peter.
Segunda parte, tercera y cuarta.
En el programa de Charlie Rose, hablaron de él Salman Rushdie, Ian McEwan, Martin Amis y James Fenton.
George Steiner acaba de publicar Poesía del pensamiento. En una fascinante entrevista con Juliette Cerf dice que el fascismo fue una esperanza; que la cultura se ha vuelto provinciana; que la verdad está siempre en el exilio; que la calidad de nuestro silencio está orgánicamente vinculada a la calidad de nuestro lenguaje; que la noche se ha extinguido en la ciudad; que le aterra el día en que la bioquímica descifre el misterio de Mozart.
Robert Hughes escribe un ensayo magnífico sobre Francis Bacon a raíz de una gran retrospectiva en Londres. Bacon, el ateo que busca eliminar todo rastro metafísico de las formas, el artista de la sensación que rompe la evasión narrativa. El momento y la sensación como lo único existente. El rebelde que vomita la autoridad y que retrata el grito silencioso del poder. Hughes recuerda al pintor diciendo: "algunas personas dicen que mis cuadros son horribles. ¡Horribles! Pero luego, lo único que hay que pensar es la carne de tu plato."
Youtube recupera un fascinante documental sobre su obra:
Bacon evoca a Esquilo. "El hedor de la sangre humana nos sonríe." Aquí las continuaciones: 2, 3, 4, 5 y 6
“El destino de los mexicanos es ser monumento público, momia o cascajo desparramado.” La frase aparece en una carta de Octavio Paz escrita en Nueva Delhi y fechada en mayo de 1967. Aparece tras la lectura de una carta de Tomás Segovia, apesadumbrado por la asfixiante tolvanera mexicana. Estamos condenados al polvo o al monolito; el desmoronamiento o la efigie. La correspondencia de Paz refleja el empeño de escapar de esa fatalidad. En el flujo epistolar resalta una efusión de inteligencia que no puede ser embalsamada. Vitalidad que resiste el yeso y derrota a la migaja. La publicación es, además, oportuna. No le sientan bien a Paz, ni a ningún escritor, los homenajes de Estado. La celebración, como el aleteo de las parvadas o el murmullo de los aplausos, procura concordancias y confirmaciones. Las solemnidades ahuyentan el afán crítico. Por eso, al recordar la primera década sin Paz, la publicación de estas cartas es el navajazo de quien resiste la momificación.
El Paz que persigue a Segovia desde Nueva Delhi, Ithaca o Boston es un escritor que escribe a veces con prisa, a veces con mala letra o de mal humor. En ocasiones es un redactor de telegramas, un editor severísimo o un ensayista que esboza ensayos. De pronto se muestra feliz, de pronto acatarrado y en ocasiones, agrio. Oficia de lector, de crítico, de gestor, de amigo. Del pelo al pie, un hombre que escribe. Un escritor que respira con pluma en mano. No dudo que en la lista del mercado habría expuesto su oficio. Hay que escribir, dice Paz. Escribir, escribir. Hay que hacerlo, “mientras los presidentes, los ejecutivos, los banqueros, los dogmáticos y los cerdos, echados sobre inmensos montones de basura tricolor o solamente roja, hablan, se oyen, comen, digieren, defecan y vuelven a hablar”. Lo único que nos queda es dejar testimonio del “mundo infame y mezquino” que vivimos.
La primera carta que Paz le envía a Segovia está fechada el 1º de marzo del 57. Le agradece el comentario de El arco y la lira que publicó en la Revista mexicana de literatura. En aquel texto, Segovia examinaba las ideas estéticas y literarias del poeta mexicano, pero enfatizaba la fibra de su escritura y se hermanaba a su fervor. En Paz veía una vehemencia que nos despierta. Pasión crítica que encuentra destellos extraordinarios en estas cartas. Inmersiones en la orfandad que mucho revelan de la personalidad de Paz. ¿Será que todos somos huérfanos? “Yo lo sé, lo sé desde hace mucho, que un día sin que ella o yo nos diéramos cuenta, me convertí en el padre de mi madre. ¡Qué absurdo lo de Edipo! Luché contra mi padre pero no por mi madre sino porque, por razones largas de contar, mi padre advirtió oscuramente que yo me convertía poco a poco en su padre—y él se rebeló como se había rebelado antes contra su padre, contra mi abuelo. Desde antes de que muriese mi padre—y murió cuando yo tenía 21 años—supe que yo tenía que asumir el ser el padre de mis padres. Creo que esto me distingue de la mayoría de mis amigos. Ellos se rebelaron contra sus familias; yo no tenía contra quién rebelarme. Todo lo que me ha pasado después parte de esta situación original.”
Las cartas a Segovia son asomos a la intimidad del poeta, demostración de sus múltiples esmeros intelectuales, atisbo de sus pleitos. El primero, el más in tenso, el más profundo, el más constante es, desde luego, su amorosa pugna con México. La carta del 10 de enero de 1975, escrita desde Boston sintetiza su enojo con el país asfixiante. “Hasta en España—con todo y Franco, los curas y la Guardia Civil—la vida es más respirable que en México. En España padecen una dictadura, pero nosotros nos padecemos a nosotros.” Al finalizar el gobierno de Echeverría el poeta no encontraba colgadero para el optimismo. “Temo que México sea un país condenado.” Lo único que quedaba era escribir. Su desaliento era profundo pero no terminante. Poco tiempo después comenzaba a escribir la biografía de una monja del siglo XVII.
El poeta nombra con un grito, escribió Eduardo Lizalde en uno de sus poemas tempranos. El poeta habla con un silencio que aúlla la oscura cosa. El mundo que toca su palabra es el de los trastos rotos, roídas: el aserrín de los montes.
El grito
que ha de roer la nube
y destrozar al pájaro
reventado en el aire
cuando empiece a sonar:
será el poema
Biógrafo de su propio fracaso, sabio de la desesperanza. Es de amor ese poema en el que avisa que “algún veneno oscuro de serpiente has inventado para destruir las rocas.” No hay en su poesía asomo de ilusión, de festejo. Celebracion, si acaso, de nuestra condición ruinosa. Asombro ante el desamparo. No necesitamos mapas, no tiene utilidad las brújulas, sobran las palabras. Conocemos la catástrofe. Por eso advirtió a los activistas que el principal deber de un revolucionario es “impedir que las revolciones lleguen a ser como son.”
Las flores no lo son.
Silencio. El tiempo vuela.
La realidad se ha reducido
a este mal sueño.
Sólo el crimen es real.
La pesadilla sola
–nunca el sueño–
conforma el mundo.
La entrega del Premio Carlos Fuentes al poeta Lizalde resalta un parentesco entre ellos: su fascinación por la catástrofe que habitamos. Veo en el Fuentes que se entrega al tigre no al muralista de La región más transparente sino al autor del Cristobal nonato. El escritor que pinta la más pestilente de las urbes, que describe la ciudad del hacinamiento y la polución rinde homenaje al cantor de la Tercera Tenochtitlán. Entre 1982 y el 2000, Eduardo Lizalde escribió ese largo llanto por la ciudad de México. Vale leer el poema hoy, para abrevar del necesario vocabulario del veneno y la destrucción. La ciudad es una araña que nos atropella; una vieja coyota que nos nutre y emponzoña; una rata, un vampiro milenario; una mancha oscura recorrida por ríos que mienten. El poema de Lizalde es deforme, como la ciudad misma. Como ella, un gemido desmesurado y vil.
La ciudad de Lizalde es “nuestra monstrua.” El “cadáver de una vieja laguna corrompida,” un pozo sangriento. Un ogro lleno de “mierda eminentemente histórica” que perfecciona cotidianamente el plan maestro de su demolición. Una mancha que carece de cuerpo y, sin embargo, se expande incesantemente. Pero el poeta lo reconoce: la culebra es nuestra, es nosotros: “soy parte de su ajado, roto cuerpo.” Es nuestra monstrua.
En un ensayo sobre Julio Torri, Margo Glantz preguntaba por qué ese artista de la brevedad castigaba la prosa como si estuviera flagelando su cuerpo, como si lo estuviera sometiendo a una dieta cruel. Veía en el cuerpo del aforista un anticipo de su inusual literatura: “El estilo de Torri es como su propio cuerpo, un cuerpo anguloso, delgado, rígidamente detenido en los huesos, en el esqueleto, en aquello que le permite estar en pie, aquello que le proporciona un armazón, la capacidad de ser de cierta manera un cuerpo erguido, sin nada que sobre y quizá, eso sí, con ciertas carencias.”
La marca de ese personaje excéntrico en el panorama de nuestras letras es la renuencia a la letra impresa. Sus obras son, en realidad, más un trabajo de editor que desentierra la página secreta que la del autor que va en busca de la imprenta. Si termina publicando eso que consideraba pedacería y cascajo fue solamente por amistad. Era un escritor rarísimo, dice Guillermo Sheridan: “ejemplarmente desprovisto de vanidad.”
Quizá ese régimen austeridad provenía del impulso del “contradictor sistemático” que fue. El traductor de Pascal sabía que la verdad es equilibrio de contradicciones. Solo en la inteligencia que aquilata el pero está la verdadera sabiduría. No padeció como tantos otros, el deseo de tener razón siempre. Sabía que no hay que exprimir la última gota del limón; que hay que hacer, de la escritura, más insinuación que sentencia. Quiso escapar de la mirada, rechazó la atención del público. Lo dejó dicho en un aforismo que lo retrata: “El gozo irresistible de perderse, de no ser conocido, de huir.”
La levedad, la precisión, la sensación de que sus letras se elevan de un hilo, el silencio apenas distraído remite tal vez a su objeto más entrañable: la bicicleta. ¿Hay otro artefacto que sea, como ése, el equilibrio en la pugna? Julio Torri escribió una declaración de amor a la bicicleta. Agradece que es comprensiva con el solitario, que avanza a nuestro ritmo y no nos impone una velocidad excesiva. Que nos hace flotar, como suspendidos por el aire, que es un riesgo delicioso y que para montarla hay que vencer la amenaza de los coches, de los perros y de los policías. Admiraba su discreción y su silencio. La eficiencia de un transporte libre de la ostentación de los coches y del agresivo trueno de las motos.
Tal parece que el misógino reservaba el amor para su bicicleta. El ciclista se compenetra a tal punto con su máquina que adivina el más insignificante contratiempo. “Un leve chirrido en la biela o en el buje ilustra suficientemente nuestra solícita atención de hombres sensibles, comedidos, bien educados. Sé de quienes han extremado estos miramientos por su máquina, incurriendo en afecciones que sólo suelen despertar seres humanos.”
Margo Glantz conserva una imagen de Julio Torri, feliz montado en su bicicleta. No era común que un profesor de la Facultad de Filosofía llegara a dar clase vestido así, con tenis y gorrita. Tenía “la expresión más feliz y deportista que pueda encontrarse en un hombre tan alejado de la realidad y tan adepto a la vida retirada de la torre de marfil de una biblioteca exquisita.” Trepado en las dos ruedas tocaba la realidad, pero seguía flotando en discreto equilibrio.
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(Tomado de Obras completas, Fondo de Cultura Económica)
Jonathan Swift escribía el relato de los viajes de Lemuel Gulliver mientras enviaba cartas a su amada. Le había inventado nombre y se comunicaba en código con ella. “Un golpe tan _____ _____ _____ ______ significa todo lo que debe decirse.” Ella le entendía. “He gastado mis días en suspiros y mis noches mirando y pensando en _____, _____, _____, _____.” Había una palabra que utilizaba una y otra vez para ocultar (apenas) el secreto de los amantes. “Quisiera caminar contigo cincuenta veces alrededor de tu jardín y luego—beber tu café.” El oscuro brebaje se esparece en esas cartas. “No he bebido café desde que te dejé y no tengo ninguna intención de hacerlo hasta que te encuentre de nuevo. No hay café que merezca la pena, sólo el tuyo.” Le pedía que se cuidara, que durmiera bien, que no se olvidara de comer: “sin salud, perderás hasta el deseo de beber café.” Y él mismo, con el apremio de terminar su novela, le confesaba el desánimo que le provocaba la distancia. “No tengo ánimo de escribir. Necesito un café para poder escribir.” Ella le contestaba: “No sabes cuánto he deseado una taza de café para ti y una naranja en tu posada.”
De esta afición por el secreto, el ocultamiento, el doblez habla Leo Darmrosch en su biografía de Swift. La escritura cifrada no era, desde luego, puro coqueteo. En todos los ámbitos se esmeraba en cultivar su misterio. Se ocultaba incluso en sus publicaciones. Casi nunca firmó sus escritos. Se inventaba vidas, cambiaba constantemente el relato de su pasado, era la contradicción andante: un humorista que apenas reía; un misántropo generoso; un ambicioso dedicado a sabotearse, un escatólogo obsesionado con el aseo personal, un propagandista al servicio del poder con instintos de anarquista. Odiaba a los mentirosos y a los pedantes. Sometía su vida a un régimen estrictísimo: las horas que dedicaba a la lectura y al paseo nunca variaban. Computaba sus pasos cotidianamente. Asistir a una cena con él era someterse a un dictado implacable: la palabra se iba turnado entre los comensales. Estaba estrictamente prohibido interrumpir y hablar durante más de un minuto seguido. Al mismo tiempo, se burló de todas las tradiciones y de todas las reglas. Alguno de sus cercanos lo llamó “mi amigo jeroglífico.”
Tenía un oído extraordinario y no solamente lo utilizaba en las aventuras de su ficción. Lo ponía a prueba en sus conversaciones. No comía fruta ni bebía alcohol pero cuando iba al pub, se divertía encarnando a los personajes de su imaginación. Imaginaba a un visitante que llegaba de lejos, recreaba un acento, fantaseaba con las peripecias de su vida y lo encarnaba durante horas, disfrutando las reacciones que provocaba su histrionismo.
Un amigo suyo lo describió como un “hipócrita invertido.” Suelen los fingidores adornarse con las virtudes que no tienen. El tacaño se hace el generoso; el cobarde se las da de valiente. Swift también simulaba ser quien no era. Pero no engañaba con falsa virtud sino con falsos vicios. Tal era el horror que le provocaba la admiración de sus contemporáneos que simulaba ser, no más virtuoso, guapo, valiente de lo que era, sino precisamente lo contrario. No quería entretener, quería provocar.