Como bien escribió Adriana Malvido hace un par de semanas, Miguel León Portilla se despidió de la vida con erotismo. La desembocadura de su obra fue la más vital: una exploración de los juegos del deseo en el mundo al que dedicó su vida. Apenas unas semanas antes de su muerte, vio la luz su Erótica náhuatl. Se trata de un libro, que lejos de pretender la enseñanza erudita y profesoral, busca el gozo del lector. Que el libro haya sido incubado en los talleres de Artes de México y de El Colegio Nacional es un indicio de la calidad de esta edición que ganó el premio García Cubas 2019 en la categoría de libro de arte. Los textos se presentan en náhuatl y en español con breves notas introductorias de León Portilla que entablan diálogo con los grabados de Joel Rendón.
Es prácticamente desconocida la dimensión erótica del imaginario mesoamericano. Llegamos a pensar que ese mundo estuvo negado a la exploración voluptuosa. Pero, como bien muestra León Portilla, hay en esa tradición buenas pruebas del ardor y la dulzura erótica, de las batallas y los recreos amorosos. Advierte el filósofo en la presentación del libro que acercar las dos palabras del título parecería, por ese prejuicio, una extravagancia. La imagen que nos domina de los antiguos mexicanos es la de un pueblo dotado para las artes de la guerra, el estudio de los astros o la maestría arquitectónica, pero no particularmente dispuesto a deleitarse en las sutilezas del deseo.
León Portilla logra registrar las múltiples dimensiones de esa erótica. Ardor genital y ternura; perdición y consuelo; subversión de las convenciones; delirio y gozo. Guerra, juego, enfermedad y ofrenda. Picor y caricia. Engaño y desnudez; posesión y mansedumbre.
Desde una voz femenina se escucha un canto que desafía y, al mismo tiempo seduce: si en verdad eres hombre, le dicen a Axayácatl las mujeres de Chalco: aquí tienes donde afanarte. ¿Acaso no seguirás con fuerza?
Hazlo en mi vasito caliente,
consigue luego que mucho de veras se encienda.
Ven a unirte, ven a unirte:
es mi alegría.
Dame ya al pequeñín, déjalo ya colocarse.
Habremos de reír, nos alegraremos,
habrá deleite,
yo tendré gloria.
Y en seguida… la prolongación de un deseo que no quiere consumarse
pero no, todavía no.
Las acciones de la carne no aparecen en estos poemas nahuas solamente como “siembra de gentes.” No es la fricción reproductiva lo que ahí se registra, sino el deleite que consuela de las amarguras de la vida. “Sabrosa es tu semilla. Tú mismo eres sabroso.” El placer dulcifica hasta transformar al guerrero en un niño. La vulva florida, la boca pequeña disuelve al gran señor en una estera de flores para convertirlo en niñito suyo. Entrégate al placer, le dice. Y sólo le pide una cosa para ofrecerse completa: “Revuélveme como masa de maíz.”
Es asombrosa la vitalidad póstuma de Octavio Paz. A diez años de su muerte siguen apareciendo documentos desconocidos, revisiones críticas, cartas, diversas miradas retrospectivas. Hallazgos y relecturas que celebran a nuestro clásico más fresco. Yvon Grenier seleccionó los mejores ensayos políticos del poeta. Guillermo Sheridan reconstruyó cada uno de los árboles de su infancia. Fabienne Bradu ha estudiado los trabajos del traductor. En los años recientes hemos podido asomarnos también a su correspondencia. Sus cartas a Pere Gimferrer, a Tomás Segovia y muy recientemente a Jean-Clarence Lambert han sido publicadas. Pero nadie había tenido el atrevimiento de intentar una antología general, una ventana a esa civilización que fue Octavio Paz. Ahora aparece la primera antología que cubre todo el arco de su producción ensayística y poética. Se trata de Las palabras y los días. Una antología introductoria, que preparó Ricardo Cayuela y publican el Consejo para Cultura y las Artes y el Fondo de Cultura Económica.
El prólogo de Ricardo Cayuela es discreto y esclarecedor. No obstaculiza la inteligencia ni la sensibilidad de Paz con empedrados académicos. Subraya, ante todo, la vida de un hombre que no fue monumento. Cayuela evoca la pasión crítica de una inteligencia lúcida y vehemente. Un crítico que encontró admiradores en México, pero también un hombre que fue ignorado, temido, insultado. Siempre, un personaje incómodo. Paz nunca fue un intelectual decorativo. Después lo han tratado de volver monumento, calle, premio. Su perfil quedó sellado en una moneda. Pero su figura no embonaba bien en la rueda de veinte pesos. Después de todo, el anarquista que fue, había denigrado los “números huecos” y “rebaño de espectros” del dinero. Ese es el insumiso, el intelectual combativo que revive en estas páginas. El pensador indefinible, tachado de reaccionario por los dogmáticos y de romántico por los liberales.
Toda antología es insolente. El antologador se equipa de tijeras y cercena lo que no le pertenece. ¿Con qué derecho extirpa un capítulo y lo aísla de su contexto? ¿Es válido el tijeretazo? Cuenta Milan Kundera que en el momento en que un director quiso recortar una sinfonía suya respondió enfático: amigo, no está usted en su casa. El comedimiento de Cayuela frente a los tesoros de esa casa es encomiable. Ha usado pinzas, no tijeras para componer esta antología vital. Apenas un par de textos que forman parte de una obra mayor, el resto de las piezas son ensayos y poemas de vuelo independiente.
Toda antología es también polémica. El antologador enfatiza temas, elige piezas, opta por un poema, relega otros. Las palabras y los días recorre en buena medida el inmenso arco de las mirada paciana: México y sus formas; el arte y sus evocaciones; la libertad y sus amenazas; el amor y el erotismo; la expresión poética; Oriente. Una separación me parece artificial al recorrer todas estas estaciones: la división de prosa y poesía. Es cierto que el propio Paz acató esa frontera al publicar sus trabajos y al agruparlos para sus obras completas. Poemas por un lado, ensayos por el otro. Pero, más allá de la disposición de las líneas o la densidad de los párrafos, la tinta es la misma: es el poeta del pensamiento, aquel que, como bien dijo Enrico Mario Santí, reivindicó para nuestro tiempo, los derechos de la poesía. Por eso intuyo una nueva antología de Paz que rompa con esa muralla del género para resaltar la perfecta comunicación de su caligrafía.
Alan Wolfe publicó hace un par de años un libro interesante sobre el futuro del liberalismo se acerca a la obra de Maquiavelo a partir de una nueva biografía del florentino escrita por Miles J. Unger. Para Unger, "Maquiavelo fue el menos maquiavélico de los hombres." No era un hombre de dobleces. Un auténtico maquiavélico nunca habría puesto por escrito lo que Maquiavelo firmó. La incomodidad que nos provoca El príncipe, dice Wolfe no es Maquiavelo sino la naturaleza humana.
Wolfe cree que Maquiavelo estaba perdidamente enamorado del poder y que ésa es su lección envenenada. Discrepo de su lectura: el realismo de Maquiavelo es, en el fondo, modesto. Maquiavelo nunca creyó que el poderoso sería capaz de manejar el volante de la historia. El sitio de la fortuna en su universo es esencialmente antitotalitario: el economista de la violencia fue también un escéptico.
Oliver Sacks, el famoso neurólogo que escribió sobre un hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el doctor que ha meditado sobre las alucinaciones, el autismo, la nostalgia y las relaciones entre la música y el cerebro cumplió 80 años hace unos días. Lo festejó celebrando las bondades de la vejez en un artículo que publicó el New York Times y que luego tradujo El país. Sacks no se queja de las décadas que se acumulan. Despojarse de la juventud es adquirir sentido, perspectiva, es sentir el tiempo en los huesos. En su artículo, Sacks recordaba a su amigo W. H. Auden, quien presumía que cumpliría esos mismos 80 años para largarse después. No lo logró: el poeta murió a los 67 pero sigue apareciéndosele a Sacks por las noches. Auden fue, sin duda, una de las presencias más importantes en la vida del autor de Despertares y, a juzgar por los sueños, lo sigue siendo.
Auden fue una especie de mentor para Sacks. Reseñó con entusiasmo Migraña, su primer libro. Quien se interese la relación entre el cuerpo y la mente, encontrará tan fascinante este libro como lo he encontrado yo. Era la primera vez que el doctor se sentía verdaderamente reconocido. Pero Auden no fue una presencia meramente encomiástica, fue un acicate intelectual, una guía. Debes salir de lo clínico: arriésgate a la metáfora, al mito, le aconsejó. Poco antes de morir, legó a ver el manuscrito de Despertares. Es una pieza maestra, le dijo en su último encuentro.
Tras leer un libro suyo, Auden le dedicó un poema, “Hablando conmigo mismo:”
Siempre me ha sorprendido qué poco Te conozco.
Tus costas y salientes los conozco, pues ahí yo gobierno,
pero lo que sucede tierra adentro, los rituales, los códigos sociales,
tus torrentes, salados y sombríos, siguen siendo un enigma:
lo que creo se basa sólo en rumores médicos.
Nuestro matrimonio es un drama; no un guión donde
lo no expresado no se piensa: en nuestra escena,
aquello que no puedo articular Tú lo pronuncias
en actos cuya raison-d’être no entiendo. ¿A qué evacuar fluidos
cuando me aflijo o dilatar Tus labios cuando me alegro?
Mientras Auden vivió en Nueva York, tomaban el té frecuentemente. El tiempo era perfecto: a las cuatro de la tarde, después de un día de trabajo y poco antes de una noche consagrada a la bebida. Habrán conversado de enfermedades, de pacientes, de tratamientos. Hijo de médico, Auden admiraba las artes curativas: no la ciencia médica sino ese “arte de seducir a la naturaleza”. Aborrecía por ello la arrogancia de los ingenieros de la medicina. Sólo puedo confiar, decía, del médico con el que he chismeado y bebido antes de que sus instrumentos de metal me toquen. Habrán hablado de aquello que más los acercaba: la música. En aquella reseña de Migraña y en una carta personal, Auden citaba un aforismo de Novalis: “Toda enfermedad es un problema musical, y cada cura es una solución musical.” Totalmente de acuerdo con Novalis, le respondió Sacks: ese es mi sentido de la medicina. Mis diagnósticos son auditivos: registran una discordancia o la peculiaridad de alguna armonía.
Pero en aquellas tardes en el departamento del East Village, Sacks y Auden también solían permanecer callados. Sacks recuerda a Auden como un hombre dotado de una de las más extrañas y hermosas cualidades: era una persona con la que se podía estar en silencio, durante mucho tiempo. Uno podía estar con él durante horas, tomando una cerveza, una copa de vino, alrededor de la chimenea sin decir nada, sin sentir la necesidad de decir nada. “Comunicarse sin hablar, absorbiendo la presencia del otro silenciosamente y la callada, elocuente presencia del ahora.”
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