Francis Fukuyama reseña en el Financial Times el nuevo libro de Robert Putnam: Nuestros niños. La crisis del sueño americano. Si es cierto que el libro de Piketty reinsertó el tema de la distribución del ingreso en la agenda pública de los Estados Unidos, también es cierto que lo hizo de una manera abstracta. Ése es el mérito del libro de Putnam: narrar el cambio social en el pueblo donde el propio Putnam nació. Putnam no ignora los datos pero es capaz de comunicar la historia de la desigualdad en los Estados Unidos. El autor de Jugando boliche juntos sigue la pista de Tocqueville al advertir la importancia de los hábitos para la vida de la democracia.
Aquí puede leerse el comentario de Jill Lepore al libro de Putnam
¡Qué dulces suenan las voces de los amantes en la noche
igual que música suave al oído!
Las palabras de Romeo a Julieta sirven a William Hazlitt para explicar por qué nos deleitan las sensaciones infrecuentes. Durante el día los amantes se ocupan de sus caras, los distrae el movimiento de las cosas, el rumor de la calle. La oscuridad y el reposo dan sólo presencia a la voz. Su sonido, escribe Shakespeare, se vuelve música de plata. La más tierna melodía para el oído atento. El documental de Philip Gröning sobre la vida en una cartuja produce un efecto semejante en el espectador. La esponja de los sentidos se altera por efecto del silencio. “El gran silencio” registra la vida contemplativa en un monasterio enclavado en los Alpes. Pero más que la ausencia de sonido, la marca de la película es la quietud, el reposo, la suavidad de todos los movimientos, la dulce reiteración. La cinta no informa sobre la vida del monasterio: comunica una experiencia. Nada sabemos de los monjes; nada de las razones que los inclinaron a encontrar su vocación; nada aprendemos de la fundación de la orden o de la historia del claustro. No quiero que mi película sea sobre un monasterio, dice el director. Quiero que se transforme en un monasterio.
Fascinado por la vida de los monjes, Gröning solicitó permiso para vivir con ellos y registrar su mundo. No le cerraron la puerta pero le advirtieron que no estaban preparados para recibirlo. Dieciséis años después llegó la respuesta. Estaban listos para acogerlo. El cineasta suizo vivió durant meses con ellos. Documentó sus pasos, sus rezos, sus caminatas, sus cantos; su párpados cerrados. Grabó 160 horas con dos cámaras que luego se comprimieron en tres horas de cinta. Casi sin palabras, sin narración alguna, la cinta logra un encantamiento. El tiempo se disipa y las cosas fulguran entre sombras. Del silencio brotan bellezas que la bulla sepulta: la voz de la madera, el rumor del viento, el ritmo de las inhalaciones, el canto descalzo. Tejida con repeticiones, el documental proclama el fervor del presente. La fe que aparece en la pantalla no es la religiosidad de la culpa y el pecado sino una espiritualidad de gratitud y de presente. Su Dios no está en el terremoto, en la tormenta, en el trueno. Su Dios está en el susurro del aire: en el gran silencio.
Podría decirse que los monjes cartujos no se apartan del mundo. A su modo, se insertan en él, intensamente. Su refugio resulta implantación, no exilio. Hombres envueltos de mundo. A lo lejos, un avión cruza el cielo para recordarnos que estas imágenes no provienen del pasado sino que suceden ahora, mientras vemos la película. El director se cuida bien de retratar la computadora que sirve a la contabilidad del monasterio y las semillas empaquetadas que siembran cuando el tiempo lo permite. El mensaje es claro: ésta no es viñeta de un arcaísmo. El mundo de los monjes es el nuestro.
La viveza del presente acentúa también la corporeidad del mundo: la madera sobada de los muebles; la imponente masa de las montañas; la vida que es carne, piel, pelo; el piso que cruje; las piedras frías del edificio; el agua en todos sus cuerpos; las campanas insistentes; las telas. El universo ritual de los monjes se entreteje así con la cadena de la naturaleza. Los ritos incorporan al hombre a las suaves revoluciones del planeta. Al día sigue la noche; el hielo se vuelve agua, el invierno da paso a la primavera. El planeta parpadea.
Desde hace años Luciano Matus dialoga con la
arquitectura, con la ciudad, con la historia con trazos que recuerdan el
espacio que fue, el espacio que pudo ser. Con hilos de alambre, con cintas de
espejo interviene emblemas arquitectónicos para transfigurarlos. Vivos
monumentos del vacío frente al pesado volumen de lo consagrado. Hilos de luz
que penden de la piedra para dibujarse en el aire. Geometrías suspendidas en el
tiempo, volúmenes flotantes, planetas en reposo, destellos atajados para
siempre.
La arquitectura fugaz de Luciano Matus ha sido
la evocación de otra quietud. Como el edificio al que interpela, la edificación
implícita de cables y filamentos parece escapar del tiempo. Líneas congeladas,
mundos detenidos. Provisional pero invariable, la arquitectura de Matus
aspiraba a separarse del imperio de las mudanzas. Pero ahora, en su asombrosa
intervención en el Museo Nacional de Arte se ha confabulado con el tiempo para
volverse, más que edificación de aire, una “música callada.” A esa música cantó
San Juan de la Cruz hablando de “las
ínsulas extrañas, los ríos sonorosos y el silbo de los aires amorosos.” “La música
callada, la soledad sonora” que el catalán Mompou tradujo al piano.
Re-conocer el espacio se vuelve, en la nueva
inserción de Matus, una implantación de tiempo. Durante diez años, Luciano
Matus ha puesto al hilo a dialogar con las piedras. Ha provocado la reaparición
de lo arrasado; ha sugerido la persistencia de lo negado, ha dado cuerpo a lo
posible; ha tejido la ciudad enterrada. En todas sus intervenciones –en San
Carlos, en San Agustín y en Tlatelolco,
en Chapultepec y en el Museo de Antropología—Luciano Matus ha bordado el
universo de la memoria y la imaginación. El pasado como fantasía; la
imaginación como historia paralela. La novedad de su incursión reciente es el
baño del tiempo. Al ver la red de cintas que se entrecruzan y acompañan en el
cielo del Centro Histórico se escucha el goteo de los instantes.
El experimento del MUNAL es, efectivamente, la
culminación de un larga exploración intelectual, estética, histórica y aún
política. En cada hilo, una meditación sobre los usos y el lenguaje del
espacio. Ahora esa abstracción adquiere una fluidez sabia y abierta. Escucha el
compás del mundo y lo percute en resplandores. Las bandas diminutas que absorben
la luz no son la partitura que otro interpreta: son la música que baña la
piedra. No son código, son melodía. El lápiz de plata con el que Matus dibuja
el espacio ha dejado de ser la simple línea que traza los contornos de lo
posible: es un espejo que absorbe el transcurso melódico del mundo, los muchos
arroyos que registran en destellos una música compuesta por la luz. Las cintas
de níquel no son puntos que se suceden ordenadamente. En su andar se escucha
una callada polifonía cósmica. Constelaciones que son hijas del sol y de las
nubes.
Era necesario ir al rescate de los ateos. Salvarlos de su infinita arrogancia, de su pobreza espiritual, de su torpe rutina sin ceremonias. Acantilado ha puesto en circulación el mejor llamado a la fe en forma de un elogio al vino. El autor de este ensayo exquisito es el húngaro Béla Hamvas (1897-l968). Filosofía del vino, es el título.
Quiero pensar que el ateo al que ataca no soy yo. Que usa la palabra para hablar de otros devotos y no de los escépticos. Para Hamvas, defensor de la abstracción frente a la prédica del realismo comunista, el ateísmo es la arrogancia de nuestra era. La mala religión: esclavitud de abstracciones, fervor por la explicación. El ateo no es el hombre sin Dios sino el hombre sin sentido de vida. Dos personajes lo encarnan: el técnico y el puritano. El técnico, al que llama cientificista, es quien, en lugar de trabajar, produce, quien consume y no se alimenta, quien no come carne ni pan con mantequilla porque ingiere calorías, vitaminas, hidratos de carbono y proteínas. Ese que se pesa todas mañanas, quien al menor dolor de cabeza, toma ocho medicinas. La vida del técnico es miserable pero inofensiva. El peligroso es el puritano. De ése sí que hay que cuidarse. El puritano es un ateo convencido de haber encontrado la única manera correcta de vivir. Es un ciego que solo ve sus principios, un soldado que solo quiere imponerlos al mundo. A la hoguera las mujeres guapas, a los cerdos todo alimento con grasa, a la cárcel quien ríe. “El puritano es el hombre abstracto.”
La vida encuentra sentido en su entrega, en su sacrificio. El técnico la sacrifica a una tontería carente de valor: la longevidad, las riquezas, el poder. Peor es el sacrificio del puritano, entregado siempre a las mayúsculas: la Humanidad, la Libertad, el Progreso, la Moral, el Futuro. Esos ateos habrán ganado el poder pero no son envidiables. En lugar de combatirlos, el filósofo quiere darles un obsequio, regalarles lo que les hace falta, lo que más temen: una copa de vino. En lugar de convertirlos por la fuerza, quiere enseñarles a rezar sin que se den cuenta. Ofrecerles una copa de vino.
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Breaking Bad, la serie de Vince Gillian que acaba proyectar su último episodio, narra la transformación de un mediocre en un malo. Una fábula del Mal a la que se le arrebató la moraleja. El éxito de la serie ha estado acompañado por apuntes de distintos vuelos sobre el significado de esa fascinante mudanza moral. La serie llevó a Enrique Vila-Matas a pensar en Rousseau. Walter White, el infeliz profesor de química convertido en el exitoso cocinero de metanfetaminas, recorría el mismo camino que el paseante sentimental—pero en sentido contrario.
Andrew Sullivan interpreta la perversidad de Walter White como maquiavélica. White es, para él, una especie de príncipe de Alburquerque que abandona la moral tradicional para conquistar un imperio. Un príncipe nuevo que no sigue las reglas convencionales e impone su voluntad. Sullivan, un estudioso serio de la teoría política, cree que Breaking Bad debe emplearse en clase para explicar la idea del honor y de la virtud en Maquiavelo. Estoy totalmente en desacuerdo. La idea del mal de Breaking Bad es radicalmente distinta a la que se dibuja en El príncipe, esa joya del pensamiento político occidental que este año cumple 500 años. Breaking Bad no retrata el mal que se trasmuta en bien cuando se pasa por el matraz del Estado, no es el mal que engendra el bien, ese mal que, por sus efectos, redime. Es que la aventura del químico con cáncer no es la de un maleante menor que se transforma en el gran capo y forma un reino (como el de Milton Jiménez en El cartel de los sapos, si seguimos hablando de series de televisión), sino la de un solitario que encuentra vida en la transgresión, un hombre que acumula millones, sólo para esconderlos en barriles. Walter White ganó dinero pero no talló poder. Descendió a los infiernos pero no se mudó de casa. Nunca vivió en una mansión repleta de sirvientes.; apenas llegó a comprarse un coche… y, en realidad, no lo disfrutó.
La escena del capítulo final que imprime sentido a toda la serie es perfecta. (Si no ha visto el último episodio, tal vez es mejor que cambie de página) Walter White regresa a casa para despedirse de Skyler, su esposa. Es el momento de la verdad. El hombre sabe que su muerte es inminente. Ya no tiene sentido la hipocresía de las buenas intenciones, la pose del sacrificio. No, le confiesa: no mentí, no robé, no lastimé, no maté por ustedes, para darle una vida mejor a mi familia. “Lo hice por mí. Me gustó. Era bueno en lo que hacía. Y sentí que estaba realmente… vivo.” Lo hice por mí, dice Walter White. Y no pide perdón. Hice el mal para sentir la vida. Hice el mal para probar la vida. De eso trata Breaking Bad: de la vitalidad del Mal.
Esa no es, en modo alguno, una visión maquiavélica. El príncipe virtuoso de Maquiavelo nunca hace algo para sí, por el simple placer de quebrantar las reglas. Si ha de apartarse del bien es sólo por necesidad, por lo que otros llamarían “razón de Estado.” El mal no puede ser fuente de placer para el príncipe: si acaso, es el dictado de su responsabilidad histórica. El príncipe debe aprender a no ser bueno porque necesita salvar la barca común, no porque disfrute la infracción. El Mal de Breaking Bad no es el mal provechoso de Maquiavelo: es el Mal de la voluntad de San Agustín. En sus Confesiones, San Agustín recuerda un robo que cometió siendo muy joven. Había un peral con frutas muy poco apetitosas, no tenía hambre pero estaba con unos amigos y, juntos, sintieron el impulso de robarlas. ¿Para qué? Para tirárselas a los cerdos. Mi maldad no tuvo más causa que la maldad, escribe. Robar me era grato porque era prohibido. “No era gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el hurto y el pecado mismo.”
¿No es ésa la confesión de Walter White? El Mal es su propia recompensa.
En una de las primeras anotaciones en su diario, Marina Tsvietáieva describe su día. Escribe desde una buhardilla moscovita y cree que es el 10 de noviembre de 1919. No lo sabe bien. “Desde que todos viven según el nuevo estilo, nunca sé qué fecha es.” La poeta pierde el registro del calendario pero lleva contabilidad de su desgracia y también de las alegrías inesperadas. La revolución que un día imaginaba como la esperanza de vida la ha sumido en la pobreza más terrible. Su penuria, sin embargo, no tiene color político. Quizá lo más sorprendente de sus Diarios de la Revolución de 1917 es el modo en que aborda el cataclismo histórico. El miedo, el hambre, la persecución, la muerte aparecen como señales trágicas de lo humano, no como impuestos de una tiranía. Cortando leña, buscando el pan, cuidando el fuego Tsvietáieva permanece al margen de los ejércitos. En 1920 escribe:
De izquierdas como de derechas
Surcos ensangrentados
Y cada herida:
¡Mamá!
Y yo, enajenada,
Sólo oigo eso,
Tripas—en las tripas:
¡Mamá!
Todos tendidos juntos—
Nadie podría separarlos.
Mirad: un soldado.
¿Dónde está el nuestro? ¿Dónde el suyo?
Era blanco—es rojo:
La sangre lo ha enrojecido
Era rojo—es blanco:
La muerte lo ha emblanquecido.
La poeta escapa de la dictadura de la política al tocar lo esencialmente humano. Aún en los momentos en que la política impone con mayor fiereza su imperio, toca un dolor que es indiferente a la historia. Admirable lección en el siglo de los fanáticos: el sufrimiento no tiene patria, ni idea, ni causa; no sirve a utopía alguna, no redime. En la poesía no hay denuncia, hay testimonio.
Mi desgracia, dijo la poeta de la tragedia, es que no hay nada en el mundo que me resulte exterior: “todo es corazón y destino.” Por eso todo en su poesía es ruptura, abismo, fin. Ruptura: un muro de siete letras y tras de él, el vacío. El “Poema del fin,” captura el acontecimiento del desamor.
El beso de corcho en los labios,
mudo,
como quien besa la mano
a una dama anciana o a un muerto.
…
Aprieta el puño—un pez muerto—
el pañuelo. –¿Nos vamos?
–¿A dónde? Elige: precipicio, bala, veneno…
La muerte—en claro.
La tragedia es mujer, recuerda Brodksy, en el sobrecogedor recuerdo de Tsvietáieva, donde la encumbra como la cima poética del siglo XX. Nada menos. Su literatura captura la experiencia de un dolor específicamente femenino. Un Job con faldas, la llama. Por eso Tsvietáieva llegó a dictarle una orden al supremo: “Dios, no juzgues. Tú nunca fuiste mujer en esta tierra.”