y lo festeja con dos videos. El primero es dirigido por Errol Morris y lleva la música de Philip Glass. El segundo presenta la historia de la compañía a través de 100 nacimientos: 100 x 100,
Se ha publicado una colección con los últimos ensayos políticos de Tony Judt: Cuando los hechos cambian, textos publicados entre 1995 y 2010: de las ilusiones del deshielo a las tragedias del terrorismo islámico y la respuesta bélica de los Estados Unidos. Samuel Moyn nota una paradoja de su trayectoria académica: durante mucho tiempo se dedicó a cuestionar la figura del intelectual modelada a partir del ejemplo de Sartre y terminó siendo un intelectual público de ese linaje.
Nueva York amaneció con cascadas. El artista-ingeniero de las cuatro cortinas de agua es el danesislandés Olafur Eliasson.
No hay compositor clásico que supere el éxito comercial de Henryk Górecki. Su Tercera sinfonía ha vendido millones de copias y ha ilustrado un buen número de películas. Alex Ross escribe en el Newyorker sobre su trabajo y sobre la aparición de una esperada secuela. Górecki murió antes de estrenar su Cuarta pero la dejó prácticamente lista. Se estrenó en enero. Una inquietante despedida, la llama Ross. Una obra que merecería el mismo éxito que su Tercera Sinfonía … pero que no lo tendrá.
En uno de sus ensayos, Montaigne sostiene que el sentido de la caza no es la presa sino su persecución. “El mundo es solo una escuela de indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quien efectuará las más bellas carreras.” La metáfora de la cacería le servía al ensayista para reflexionar sobre el conocimiento que siempre se nos escapa. Buscamos el conocimiento aún sabiendo que no lo encontraremos jamás. Montaigne quizá anticipaba también esa tiranía de la utilidad que niega valor a lo más preciado: el paseo.
El escepticismo de Montaigne es buena vacuna contra la idolatría de lo práctico. El inventor de herramientas no puede volverse esclavo de su invento. Nuccio Ordine publicó un ensayo breve hace unos años precisamente contra ese fanatismo de nuestra era. Lo publicó El acantilado hace un par de años y lleva por título La utilidad de lo inútil. Es más útil, por supuesto, un desarmador que una sinfonía, una taza resuelve problemas, un poema puede provocarnos la perplejidad, un taladro nos ahorra tiempo, mientras que un ensayo filosófico puede causarnos una ansiedad terrible. La prédica del momento decreta que un saber sin beneficio es inútil si no es que francamente pernicioso. Lo inútil es un lujo o tal vez una distracción que no tiene cabida en estos tiempos veloces.
Ordine defiende lo inútil del sermón de la rentabilidad. “Si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, solo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agotado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad.”
El manifiesto de Ordine es, en realidad, una libreta de citas con comentarios al margen. Los enlaza la convicción común de que existen saberes que son fines en sí mismos y que es precisamente su carácter gratuito, su naturaleza desinteresada la que sirve de contraste indispensable en este tiempo dominado por el impulso comercial y el afán práctico. Nikolaus Harnoncourt defendía el derecho al arte. Todos debemos tener acceso a la pintura, a la poesía, a la música. Negarle a un niño ese derecho sería mutilarlo espiritualmente. Alguna utilidad tendrá lo inservible en tanto expande la vitalidad humana. “¿Qué habría pensado Albert Einstein, preguntaba el director, qué habría descubierto, si no hubiera tocado el violín? ¿No son las hipótesis atrevidas, las más fantasiosas, las que sólo alcanza el espíritu imaginativo—para que luego puedan ser demostradas por el pensador lógico?” La música no fue solamente pasatiempo para el físico: era uno de los recursos de su pensamiento. Cuando la lógica se atrancaba, tocaba el violín y encontraba una salida. Einstein sabía entrar en la otra lógica del mundo.
No hay nada más útil que las artes, decía Ovidio … porque no tienen ninguna utilidad.
Hace un par de años, Nick Brown, un estudiante entrado en años, tomaba un curso de Psicología positiva en la Universidad del Este de Londres y vio que el profesor mostraba una gráfica que identificaba las coordenadas emocionales de la felicidad. El esquema capturaba la relación de emociones positivas y negativas y las procesaba de acuerdo a un complejo modelo de la teoría del caos. En esa hermosa representación gráfica que parece una mariposa estaba el secreto del florecimiento personal, enseñaba el profesor en su clase. Al parecer, la vida tenía, como meta, un número.
Una cifra aparecía como el π de la felicidad. 2.9013 era el coeficiente crítico. Si una persona, un grupo, una sociedad alcanza 2.9013 de emociones positivas por cada emoción negativa, florecerá. Así. Todo resuelto en esa fantástica cifra. Por encima de ella, disfrutamos de la vida, gozamos del mundo, somos creativos, nos sentimos dichosos. Si estamos debajo de esa línea, la pasamos fatal. Brown escuchó la exposición de su profesor y se sorprendió de la extraña lógica del argumento: la dicha tiene un punto de inflexión, un momento de cristalización objetiva. Le intrigó, sobre todo, que se presentara una cifra crítica. ¿Cuál era la ecuación que la fundaba? Descubrió que el número mágico tenía prestigio y que se le tomaba por confiable. Provenía de un artículo académico publicado en una revista respetada y era citado en cientos de publicaciones universitarias. El artículo se titulaba “El efecto positivo y la dinámica compleja del florecimiento humano.” Lo firmaban Barbara Fredrickson, una connotada profesora de psicología y Marcial Losada, un asesor empresarial. De ese paper se desprendió Positividad, un libro de Fredrickson que divulgó el “hallazgo.” Desde la portada, el libro presume el número mágico. Con seguridad, la autora afirma ahí que, como el agua se congela a los 0 grados, la felicidad comienza con el coeficiente 2.9013.
Las ciencias humanas habían descubierto una fórmula prodigiosa. El punto exacto que separa a los felices de los desdichados. Un número que anuncia el instante en que la experiencia humana puede abrirse como flor. A Brown no le molestaba la cursilería de la psicología positiva, sino su pretensión de escudarse en una cifra incontrovertible. Encontró así al aliado ideal. Le escribió un correo a Alan Sokal, famoso exhibidor de farsantes con doctorado. Sokal desató una tormenta en 1996 cuando envió un artículo ostentosamente absurdo a la revista Social Text para mostrar las “imposturas intelectuales” que dominaban el territorio de los estudios culturales. Social Text le abrió las puertas a ese caballo de Troya para ser exhibido poco después como difusor de la charlatanería. El mensaje fue clarísimo: en ciertos círculos académicos, se publicará cualquier cosa con tal de que 1) suene progresista, 2) esté mal escrito y 3) se cite a los autores venerados.
Con la ayuda de Sokal y Harris Friedman, un psicólogo que dudaba de la exquisita cifra, Nick Brown demostró que el número del florecimiento era una ocurrencia, que no representaba absolutamente nada. En un documento ácido publicado por American Psychologist (la misma revista que publicó la farsa original) mostraron que la cifra de la felicidad está manchado con mil confusiones, errores matemáticos elementales y gravísimas ambigüedades conceptuales. No es que, simplemente se haya demostrado un error: se exhibió, nuevamente una impostura. Pretender darle a los ungüentos de la autoayuda, certificado científico.
Entre los libros que se acomodan en las estanterías de novedades, se levanta una estela imponente: el nuevo libro de Enrique Florescano. La obra se publica en una edición magnífica que apenas deja cargarse. Por ambición, más que por volumen, es una obra descomunal, una investigación que corre en sentido contrario a las menudencias de la historia académica y la banalidad de cierta historia de divulgación. Un trabajo propio de varias instituciones, emprendido durante años por un solo hombre. No es que se trate de la obra de un genio solitario, sino la extraordinaria integración de saberes que ha logrado un atentísimo historiador a través del tiempo.
“De tarde en tarde, en lo infinito del tiempo y en medio de la enorme indiferencia del mundo, algunos hombres reunidos en sociedad dan origen a algo que los sobrepasa: a una civilización. Son los creadores de culturas. Y los indios de Anáhuac, al pie de sus volcanes, a orillas de sus lagunas, pueden ser contados entre esos hombres.” Estas líneas de Jacques Soustelle cierran el voluminoso trabajo de Enrique Florescano. De alguna manera, marcan el tono de la obra: Mesoamérica, más allá de su evidente diversidad, aparece como una unidad cultural. Los orígenes del poder en Mesoamérica, es una historia del arte político mesoamericano. Un arte que por supuesto, desborda lo que entendemos por arte y una política que trasciende igualmente los linderos modernos de lo político.
Esta exploración del arte político en Mesoamérica coloca la idea del poder en el centro. Está en el núcleo del título y en la médula de cada párrafo. Pero, ¿de qué poder habla el historiador? No se trata, por supuesto, del poder hecho tecnología en la modernidad occidental. Se trata del poder profundo, el poder que inyecta sentido al mundo; el poder que genera, para los hombres, cosmos. Las transformaciones históricas que con tanto cuidado examina Florescano en su trabajo no pertenecen a ese reino autónomo de lo gubernativo que en Occidente despunta en el Renacimiento. No acentúan en exclusiva la jerarquía imperativa del Estado y de su cabeza, el príncipe. Lo político es retratado en este extenso mural como un misterioso y complejo sentido de orden que va mucho más allá del decreto y la ley. Implica fuerza, violencia y sometimiento. Pero no sólo eso. Sea porque en algún tiempo encarnó en la noción de virtud cívica o principesca; sea porque fue procesada después como fuerza mecánica, la política ha quedado reducida al imperio de unos sobre otros. El relato de Florescano tiene el enorme valor de recordarnos el tamaño de esa estrechez moderna: el poder no es solamente sumisión: es, antes que eso, el sitio de la coexistencia.
El viaje que Florescano hace por los siglos anteriores a la llegada de los españoles, representa, ante todo, el esfuerzo por descifrar el contenido simbólico de la política. En la estructura urbana de las ciudades mesoamericanas, en sus estelas y murales, en figuras y tumbas abundan narraciones, alegorías, recuerdos, leyendas y metáforas que interpretan el mundo y que, sobre todo, los vuelven un compuesto coherente, integrado, armónico. Plantas y planetas; volcanes y guerras; gobiernos, hombres y bestias hilados en el mito. La actividad simbólica, ha dicho Michael Walzer, le permite a la política lograr su objetivo central: unificar; hacer, de lo diverso, uno. Los símbolos del poder en Mesoamérica, no son decorado de los palacios: son marcos del pensar y, por ello, contornos de la acción colectiva. Los símbolos rodean las ideas y definen lo inconcebible. Así, el Estado mesoamericano, una hazaña de la centralización, la potencia fiscal, la organización económica, la demarcación territorial, la organicidad demográfica es también una joya de la arquitectura simbólica.
Desde 1925 la Universidad de Harvard hospeda una extraordinaria cátedra de creadores. Es el famoso ciclo de conferencias en honor a Charles Eliot Norton. Se describe como una serie charlas de poesía en el sentido más amplio del término. Han desfilado por ahí músicos, críticos, cineastas, dramaturgos. Han ocupado esa silla T. S Eliot, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Leonard Bernstein, Igor Stravinsky, Czeslaw Milosz, John Cage, Nadine Gordimer, Umberto Eco, George Steiner, Agnés Varda. La tradición es que cada uno de los expositores dicte seis conferencias. El ocupante de la cátedra en 1985 fue Italo Calvino. De ahí vienen sus Seis propuestas para el próximo milenio.
Cuenta Esther Calvino, su esposa, que, desde que recibió el nombramiento, dedicó toda su energía a preparar las conferencias. Su entusiasmo fue tal, que imaginaba una octava conferencia sobre el principio y el final de las novelas. No llegó a dar las pláticas. Una semana antes de que hubiera viajado a Estados Unidos, murió en Siena. Dejó sobre su escritorio el borrador de las charlas. Cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida. Estaban terminadas cinco sesiones, pero faltaba una que pensaba escribir durante su estancia en Boston. Así, el lector que se dispone a leer las seis propuestas que anuncia el título del libro, encuentra solamente cinco. En la edición de Siruela puede verse una imagen con el plan que Calvino trazó para la cátedra y, con letra tenue, el aviso de la conferencia no escrita. Después de examinar la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad y la multiplicidad, vendría la consistencia.
El propósito del ciclo de Calvino era, ni más ni menos, defender las cualidades literarias que habrían de sobrevivir al nuevo milenio. Faltaban quince años para el cambio en el calendario y se disponía a componer una posible pedagogía de la imaginación. Defendía ahí los principios de una escritura airosa y veloz; una literatura nítida y rica en imágenes que se proyectan a todos los rincones. Se trataba de valores, advertía el propio Calvino en alguna de sus charlas, que no se contraponían al polo contrario. Queda desde luego la incógnita de la conferencia no escrita. ¿Qué habría dicho de la consistencia como cualidad perdurable de la creación literaria? La sexta propuesta inspira mayor curiosidad justamente por el contraste con las otras virtudes. La consistencia es característica del monolito: estable, pétrea, tal vez incluso, sofocante. ¿Cómo armonizarla con la liviandad, la rapidez, la multiplicidad, la visibilidad?
El escritor rumano Andrei Codrescu se ha atrevido a escribir lo que Calvino no tuvo tiempo de terminar. En la edición más reciente del Los Angeles Review of Books aparece un ensayito que se presenta como si fuera la sexta propuesta de Calvino. Lo describe como un valor, al mismo tiempo imposible e inevitable. Es la consistencia que nace de la soledad humana y el afán de contarnos cuentos. Como los algoritmos que pretenden completar la sinfonía inconclusa de Schubert, el sexto ensayo sirve, sobre todo, para subrayar que los misterios no están hechos para resolverse. Prefiero llenar esa conferencia ausente con un comentario que Calvino hizo en una entrevista que concedió mientras preparaba las notas para sus conferencias de Harvard. Ahí revelaba que tenía dos libros en su mesa de noche: La naturaleza de las cosas de Lucrecio y Metamorfosis de Ovidio. “Quisiera que todo lo que escriba esté relacionado con uno o con el otro. O mejor: con los dos.” Ahí debe esconderse el secreto de su consistencia.
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