De Abel Quezada, 18 de julio de 1962
El Times Literary Supplement ha publicado una lista interesante con los libros que, a su entender, han sido los más influyentes desde la Segunda Guerra. El suplemento revisa una lista similar publicada hace varios años. Advirtiendo que no repara en el mérito sino en el impacto de los libros, ofrece un buen panorama del debate intelectual de las últimas décadas.
Norman Lebrecht escribe un artículo sobre Charles Rosen, el pianista y crítico cultural que murió recientemente, autor de El estilo clásico y de La libertad y las artes. Rosen, colaborador frecuente del New York Review of Books, fue
la consumada fusión del teclado y el cerebelo, de la profundidad y el juego, de la interpretación y la reflexión–de todo ello, junto con otros intereses como la cocina francesa, el arte del siglo XIX y la tradición vulgar en el teatro inglés.
Tan brillantes como pueden ser los violinistas, tan encantadores como son la mayoría de los chelistas, nadie puede interpretar al intelectual público como el pianista.
La filosofía no es una profesión incidental para el pianista, le es inherente, concluye Lebrecht.
Aquí una nota sobre Rosen en el blog.
Mañana se celebra el cumpleaños 300 de Jean Jacques Rousseau, más que un filósofo y un autor, un temperamento, un tono. No descubrió nada pero lo inflamó todo, dijo de él Madame de Staël. En sus festejos se recordará al demócrata y al enemigo de la modernidad, al romántico antiliberal, al revolucionario, al escritor confesional, al crítico de la música, al misántropo que componía himnos a la naturaleza y a la humanidad. Valdría hoy, a unos días de las elecciones, rescatar al vehemente crítico del teatro, porque en su denuncia se encerraba su repudio al voto.
En marzo de 1758, Rousseau le escribió una carta pública a D’Alambert. Respondía a su texto sobre “Ginebra” publicado en la Enciclopedia donde proponía el establecimiento de un teatro en la ciudad. La propuesta le pareció una aberración al moralista. Asumiendo el papel de defensor de la patria reaccionó con un texto donde muestra la perdición que se asoma en el espectáculo dramático. El teatro parecerá un entretenimiento inocente pero implica una degradación inaceptable de las costumbres. Ninguna ciudad que aspire a la virtud consentiría esa diversión inmoral. El teatro convierte la mentira en prestigiosa, el engaño en trivialidad, la falsedad en pasatiempo. El teatro convierte la mentira en actividad profesional. La virtud no puede transigir: exige trasparencia absoluta. Los dobleces del teatro le resultan repulsivo, inaceptables. ¿Cuál es el talento de un actor?, pregunta Rousseau: el talento de aparentar, la capacidad para fingir: “apasionarse a sangre fía, decir otra cosa de lo que se piensa tan naturalmente como si se pensase realmente, olvidar el lugar propio a fuerza de ocupar el lugar de otro? En la actuación hay una prostitución que no puede resultarnos indiferente: el actor pone en venta su persona, se entrega en representación por dinero. Pocos oficios tan indignos, remata Rousseau, como el de simular la vida de otro, fingir las emociones de otro, decir palabras en las que uno no cree.
Si Ginebra ha de ser una ciudad para la virtud debe prohibir esas zonas rojas a las que asistimos con benevolencia, como si fueran pasatiempos moralmente intrascendentes. Debería levantar foros para el debate público, espacios a los que los ciudadanos acudieran para decir su voz, para compartir sus ideas, para defender sus convicciones. Contra el teatro, el republicano pedía proscenio para la oratoria cívica.
La aversión que Rousseau sentía por los actores era sólo comparable con la que sentía por los diputados y era, p, para él expresión de la misma lacra: las farsas de la modernidad. El diputado es, como el actor, un fingidor profesional. Se dedica a representar un papel, a encarnar falsamente lo que no es. Un diputado se dice representante de un distrito, de un estado, de un pueblo pero no lo es, no lo puede ser. Cuando habla, nos dice que expresa la voz de otros, la voz de su comunidad. Nos dice que lleva a la política la voluntad del pueblo. Se pretende un simple trasmisor de las instrucciones de sus electores cuando en realidad defiende sus propios intereses. No es casualidad que el teatro y el parlamento sean espacios de la representación: se trata de hacer presente lo que en realidad no existe. Zonas de tolerancia para la mentira. El actor no es Hamlet, el diputado no es el pueblo. Por eso, de la misma manera que rechazaba el teatro como un espectáculo moralmente degradante, rechazaba el voto que instauraba la mentira colosal de la representación.
Una buena manera de recordar a Rousseau sería ir al teatro y a votar.
Los seres que nos visitan desde otro planeta en la película “La llegada” son unos pulpos enormes que logran comunicarse con nosotros a través de sus tentáculos. De sus largas extremidades brotan los mensajes que conducen a la protagonista a la experiencia de otra dimensión. Peter Godfrey-Smith, un filósofo que bucea, no ha tenido que salir del planeta para encontrar una inteligencia radicalmente distinta a la nuestra. En los mares del mundo ha estudiado pulpos, calamares y otros cefalópodos y en ellos ha detectado la conciencia más distante.
La inteligencia del pulpo es sorprendente. Es capaz de emplear herramientas, puede resolver problemas complejos, tiene memoria de lo reciente y de lo antiguo, fabrica su propio refugio, es extraordinariamente curioso. Quienes han convivido con pulpos durante largo tiempo, han podido apreciar una personalidad en cada individuo. Algunos son agresivos, otros juguetones. Hay pulpos tímidos y pulpos peleoneros. Parece claro que son capaces de reconocer las diferencias entre los hombres. En un laboratorio, uno solo de los científicos del grupo era recibido con chisguete de agua, cuando llegaba a trabajar. Podemos reconocernos en su afán exploratorio y en su capacidad de aprender; en sus simpatías y repulsiones personales. Pero, como bien advierte Godfrey-Smith en Otras mentes. El pulpo el mar y los orígenes profundos de la conciencia (Farrar, Strauss and Giroux, 2016), representan la otra evolución de la inteligencia. La criatura inteligente más lejana a nosotros. Nuestro ancestro común habrá sido una lombriz plana que vivió hace unos 600 millones de años. De ella partieron dos ramas que evolucionaron por rutas distintas. Una dio lugar a los vertebrados, la otra a los moluscos. El pulpo es, entre ellos, el que tiene el sistema nervioso más complejo. Tiene el cerebro más grande y la mayor cantidad de neuronas en todo el reino de los invertebrados.
Lo más notable, desde el punto de vista anatómico, es que las neuronas no están recluidas en el cerebro. La mayor parte de ellas están sembradas en todo el cuerpo. Los tentáculos están tapizados de células de pensar. Cada tentáculo percibe el mundo de manera independiente y procesa la información que pesca sin necesidad de recibir instrucciones del cerebro. Los bailes del pulpo, sus peleas y exploraciones no son resultado de una instrucción que desciende desde la torre cerebral. Hay, por supuesto una coordinación que proviene del cerebro pero hay una perceptible independencia de las extremidades pensantes. El pulpo, sugiere Godfrey-Smith, es como una banda de jazz. Hay una melodía común pero cada instrumento tiene el deber de improvisar. Un pulpo es un ser y es varios. En uno solo, hay muchos. La unidad de la conciencia, sugiere el autor, es una simple opción evolutiva.
En el pulpo la vieja idea de la separación de la mente y el cuerpo es simplemente absurda. Todo el cuerpo sirve para conocer el mundo. El estudio de Godfrey-Smith es una lectura fascinante: observando a nuestro lejanísimo pariente, el buzo reflexiona sobre la mente y los orígenes más profundos de la conciencia. “La mente, escribe, evolucionó en el mar.” Por supuesto, es imposible adentrarnos en la experiencia de ser pulpo. Podemos simplemente conjeturar: la imagen que esta criatura puede formarse del mundo, el contacto que puede tener consigo mismo y con lo que lo rodea será incomprensible para nosotros pero habrá, en alguna dimensión, sensaciones que nos hermanen.
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.
La palabra democracia se sella en prensa todo el tiempo pero su sentido sigue durmiendo. Nadie ha despertado aún la palabra tendida en tantos papeles. Una gran palabra y sin historia. La vida de sus sílabas está todavía por delante. Walt Whitman escribía esto en 1871 en sus Perspectivas democráticas. El tono de este ensayo exuberante es ácido, pesimista. La democracia proclamada no ha alumbrado aún al demócrata. El progreso material que el poeta advertía en el paisaje norteamericano contrastaba con una sociedad desalmada y vulgar. Una sociedad artísticamente estéril, espiritualmente desolada.
Las rejillas de la democracia institucional resultan ruindades para Whitman. Si recomienda la participación en la política pide al mismo tiempo distancia de los partidos. Serán útiles, quizá necesarios pero son brutales instrumentos del cinismo. Los traficantes de votos, esos salvajes partidos de lobos, lo escandalizaban. Los clubes políticos, crecientemente pendencieros e intolerantes, no obedecen otra ley que su interés. Pero ahí, en el mercado de los votos no estaba la democracia de Whitman. “¿Soponías, mi amigo, que la democracia era solamente para elecciones, para la política y para el nombre de un partido? La democracia tendría valor solamente en la medida en que pudiera ser escuela del genio. La tarea del gobierno no era legislar o castigar. El propósito del poder en “tierras civilizadas” era entrenar individuos para que pudieran gobernarse a sí mismos. Pero era mucho más que eso y no se limitaba en modo alguno a las funciones cívicas. La democracia para Whitman era el desenlace de una aventura cósmica: el largo trayecto de la humanidad hasta… Walt Whitman.
La emoción democrática de Whitman se encuentra por ello en su poema vital, antes que en su tentativa sociológica. En las palabras introductorias a Hojas de hierba ubica la majestad de Estados Unidos en el hombre común. Nuestra grandeza no está en los presidentes, las legislaturas ni en los embajadores, sino en el hombre sencillo de la calle o la granja. Ahí, en el hombre normal duerme el Gran Poeta. Por eso invoca a la democracia como cuna del verdadero genio. El poeta se vuelve de este modo, la llave del mundo. Sin su palabra, las cosas serían grotescas, ridículas, desquiciadas. Ese poeta del cuerpo y del alma es el gran árbitro, quien imprime proporción al mundo, quien pone las cosas en su sitio: un juez que no sentencia como un juez, sino como el sol cayendo sobre una piedra. El poeta norteamericano acoge continentes, alberga todas las razas, encarna la geografía, la vida natural, los ríos y los lagos. Sólo la camaradería de la sociedad democrática permite el alumbramiento del prodigio poético.
El régimen democrático, atmósfera más espiritual que política, no es para Whitman producto del ingenio sino conciliación con la naturaleza. El mundo natural despliega por todas partes lecciones de variedad y libertad que la política debe aprender. Sólo de la diversidad y de la autonomía puede brotar el artista. La democracia se vuelve una maceta para la irrupción mística del héroe: el creador que se contradice porque contiene multitudes. No es Walt Whitman, el redactor del Canto a mí mismo, sino su personaje, el hermano de Dios, quien culmina la aventura cósmica. Tras la era meteorológica, el tiempo vegetal y, luego, la era de las bestias. Finalmente, el tiempo del hombre y, en su cumbre espiritual, el hombre democrático. El universo recogerá al final de sus peripecias milenarias una recompensa definitiva: el poeta, su amante perfecto. Lo dice Whitman en el prefacio de Hojas de hierba:
Esto es lo que debes hacer: ama a la Tierra y al Sol y a los animales, desprecia las riquezas, da limosna a quién te la pida, defiende al tonto y al loco, dedica tu dinero y tu trabajo a los demás, odia a los tiranos, discute sin preocuparte de Dios, sé paciente y tolerante con la gente, no te quites el sombrero ante nada conocido o desconocido ni ante ningún hombre o grupo de hombres. (…) Cuestiona lo que te han dicho en la iglesia, en la escuela o cualquier libro, desecha lo que sea un insulto para tu alma y tu misma carne será un gran poema.