Cartón de Abel Quezada, vía @o_garcia_ponce
Reforma publicó ayer una entrevista del senador Zoé Robledo con Maurizio Viroli, biógrafo de Maquiavelo y estudios del pensamiento republicano. Viroli sostiene que no hay tal cosa como el maquiavelismo, porque en la obra del florentino no hay asomo de sistema. Puede, sin embargo, haber una lectura de izquierda y otra de derecha:
Sí, el Maquiavelo de la derecha es el teórico de la fuerza, es el teórico de lo autónomo, de la razón de Estado. El Maquiavelo de la izquierda es sobre todo el Maquiavelo de Gramsci que explica cómo es posible para un pueblo, para un grupo social, para una parte de la sociedad, conquistar su propia redención. Sí, existe un Maquiavelo de derecha y uno de izquierda, pero el verdadero Maquiavelo va más allá de la derecha y de la izquierda. Maquiavelo era un republicano, que no es ni de derecha ni de izquierda.
David Byrne es un tiburón que no puede quedarse quieto. A la caza permanente de canciones, ritmos, esculturas, intervenciones y hasta presentaciones de powerpoint, canta, bailotea, produce discos, esculpe, hace instalaciones sonoras, publica en blog un diario extraordinario. La exuberancia de su música es apenas muestra de su apetito artístico. En sus discos se asoman sus contagiosas capturas: el funk y el minimalismo clásico, los ritmos africanos, el gospel, la música electrónica y el chachachá. Sus letras son sueños que adquieren sentido en otra gravedad. Eficaz escritura automática cuyo sentido no es siempre claro. Vena abierta de palabras brincadoras. En una charanga de su primer disco tras la separación de los Talking Heads, se cantaba a sí mismo caminando gozosamente como un edificio. ¿Cómo trotarán los rascacielos?
No es raro que un hombre tan renuente al reposo haya escogido la bicicleta para trasladarse. Desde hace treinta años David Byrne se mueve en Nueva York en su bicicleta. Cuando viaja por el mundo para dar un concierto, para grabar un disco, para armar una instalación, empaca una bicicleta portátil. Procura siempre tener tiempo para perderse. Al montarse en su bicicleta, Byrne se sienta pero no está quieto. Se transporta sin dejar de pasear. Un libro reciente recoge sus aventuras sobre pedales (Bicycle Diaries, Viking, 2009). El invento que elogia es una máquina que no nos arrebata nuestra condición de animales, esto es: seres que se mueven por impulso propio. Cuando las piernas pedalean, avanza la cinta del mundo y se activan las palpitaciones. Se puede ver así la película desde un ventanal con ritmo. Piernas y sangre al compás de la ciudad. Más rápido que la caminata, más lento que una moto, la bicicleta resulta el gran mirador de lo urbano. Los coches aplastan las ciudades y las cercenan con viaductos taponados. Sus conductores cierran los ojos a sus habitantes, se encierran en su cápsula y se vuelven sordos a sus rumores. El ciclista, en cambio, es el habitante atento.
Los diarios de bicicleta de David Byrne son postales urbanas llenas de color y música. Notas sueltas sobre barrios, edificios, galerías, bares, calles, banquetas, monumentos, prostíbulos, puentes, casas, parques. Bocetos ágiles de los habitantes de estos rincones. Denver desolado; Berlin escondiendo la sordidez en su fanatismo de orden; suburbios que veneran el mall, arquitecturas desalmadas; manantiales de creatividad. El artista medita sobre la censura, la memoria, los estereotipos, la violencia. Apuntes sobre el arte y la música en de cada vecindario visitado. Las estampas bicicleteras son también un alegato discreto por la ciudad. Sabe bien que el concreto, el vidrio y la piedra (para invocar otra canción suya) nos esculpen. Las calles, los barrios, los árboles en las aceras, las glorietas nos dan forma. Byrne disfruta los muchos sabores de lo urbano: el anonimato que permiten las grandes concentraciones y la intimidad de ciertos barrios. El trazo caminable y cierto desorden excitante, aún el peligro que acelera la sangre. Ciudades vivas, sensibles, en movimiento. Observar una ciudad, involucrarse en ella es uno de los grandes gozos de la vida. Es parte, dice Byrne, de lo que significa ser humano.
Christopher Hitchens y Tony Blair debatieron el jueves pasado en Toronto sobre los efectos de la religión. Resuélvase: ¿es la religión un elemento para el bien en el mundo? The New Statesman publica la transcripción completa del debate. No es difícil saber quién defendió cada postura. Pregunta Hitchens: ¿puede obrar el bien una doctrina que pide nuestra credulidad? Citando a Weinberg apunta: para que gente buena haga cosas malas, es necesaria la religión. Blair, recientemente converso al catolicismo, apunta que la religión puede envenenar pero también es consuelo e impulso de compasión. Mientras la ciencia nos puede mostrar la mecánica del universo, es la fe la que nos conduce a descubrir sus valores. La fe, subraya, no tiene el monopolio del fanatismo.
Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
leche de la jarra al cuenco
no merecerá el Mundo
el fin del mundo.
Wisława Szymborska, aquí
Fotografía de Lola Álvarez Bravo
Dos personajes insustituibles desaparecen con José Emilio Pacheco. El primero es el creador, el poeta del deterioro, el hombre que cantó a las piedras y a los insectos. El narrador de prosa destilada que capturó como nadie las heridas del tiempo. Creador también, el crítico meticuloso y el traductor impecable. Pero hay otro hombre de cultura que desaparece con Pacheco: el discretísimo artista de la conversación. Tan importante como sus libros de poesía, tan valioso como sus novelas entrañables, es su trabajo periodístico. En sus Inventarios no hay solamente una enciclopedia viva de la literatura, sino una lección de sus virtudes. La estancia de un lector de libros y de hechos. Su biblioteca, esa que vemos tan felizmente desordenada en las fotografías, no fue muro sino ventana: el cristal que le permitía descifrar el mundo. Dos personajes: José Emilio Pacheco y JEP.
En su columna prodigiosa se encuentra, con la tenacidad y la modestia de lo cotidiano, la prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato era iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Las lecturas de Pacheco nos acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia. Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Lucrecio puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente su carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
“Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.”
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de su oficio literario? Anhelo de perfección, fe en la palabra: la esperanza de un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
El oficio del escritor se reflejaba en el esmero de la página, en el cuidado del párrafo, en el celo de la línea, no en el afán de una Obra. El peor destino de un poeta, escribió alguna vez, era volverse poblador de un sarcófago llamado Obras completas. Por eso se resistió a coser sus Inventarios y publicarlos en un tabique. Sus libros, todos sus libros tienen algo en común: su ligereza. Ligeros no por superficiales, evidentemente, sino por su delgadez, su amabilidad con el brazo. La generosidad del escritor empezó ahí, en la liviandad de sus libros. Si es necesaria la divulgación de esa maravillosa hazaña de cultura que fue su periodismo, hay que imaginarla con la complexión de sus hermanas. Una serie de compilaciones ligeras y frescas que reinserten, con la generosidad de JEP, la vida de un gran lector en la conversación de México.
En algún momento había leído el prólogo que Octavio Paz escribió para Árbol de Diana de Alejandra Pizarnik. Paz lee en el poemario una lucidez meridiana, una transparencia vegetal, el insomnio de las pasiones, un objeto que permite ver más allá, la soledad sensible. Nada más supe de la legendaria poeta argentina hasta que aparecieron de pronto su poesía completa, sus diarios personales, su prosa y sus cartas en la mesa de novedades de El péndulo.
La escritura fue para Pizarnik la única manera de habitar la soledad. Llevar la máquina de escribir a un viaje familiar era una coartada para apartarse del mundo, poder encerrarse en el cuarto de un hotel a escuchar el sonido de las teclas y el rodillo. “Si no hago poemas, la soledad ya no es mía, escribe en alguno de los cuadernos que registran el encierro de sus obsesiones, la pesadilla de sus miedos, su extranjería radical.
Tormento la vida, el cuerpo, el amor, Alejandra Pizarnik se aferró durante su breve vida al hilo débil de la escritura. Una forma de merecer la soledad, un modo de padecer la vida, de soportarla. Sólo con letras escritas—y no con palabras pronunciadas—la poeta maldita se apropia de su dolor y de su angustia. En una y mil entradas de su diario deja constancia del miedo.
En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
Si el habla obedecía a un código que le resultaba indescifrable, la escritura era comprensible. Entendible pero frágil, fugaz. La palabra poética aparece de pronto en sus papeles pero también, como amante, la abandona. La escritura calmaba de algún modo su “sed de realidad.” Fijas en papel, las palabras se transformaban en cosas. “Las palabras como conductoras, como bisturíes. Tan sólo con las palabras. ¿Es esto imposible? Usar el lenguaje para que diga lo que impide vivir. Conferir a las palabras la función principal. Ellas abren, ellas presentan. Lo que no diga no será examinado. El silencio es la piel, el silencio cubre y cobija la enfermedad.”
En el pizarrón de su estudio, donde anotaba con un gis los bosquejos que luego pasaría a la máquina, escribió:
no quiero ir
nada más
que hasta el fondo.
Soñó con levantar un puente que conectara la miseria absoluta (la suya) con la belleza absoluta (la de la poesía). En diarios y poemas se constata la tormentosa relación de la poeta con el lenguaje. Lenguaje que envuelve como agua, como música. Lenguaje que también patea como mula. La extinción de la palabra era la muerte: “Tengo miedo, dijo. Sin lenguaje no puedo vivir y cada vez hay menos para decir.”
Una biblioteca es un refugio. En su ensayo sobre la bibliomanía, Jacques Bonnet la describió como un espacio que nos protege de la hostilidad del mundo, un calefactor emocional, un espejismo de omnipotencia. Puede concentrar en sus estantes todos los lugares y todos los momentos. Hay muchas novelas que tienen bibliotecas como escenario, pero hay una (según me entero por libro de Bonnet) en que casi todos los personajes son bibliómanos. Se trata de La casa de papel, una novela escrita por Carlos María Domínguez. Una biblioteca, dice ahí: nunca es una suma de libros sueltos: “la biblioteca que se arma es una vida.” Pero tal vez la vida de una biblioteca sea la de un enorme parásito, la de una plaga terca que se come todo lo que encuentra a su paso. Una plaga que es, seguramente, el mejor retrato de su dueño.
Podría decirse que la mejor obra de José Luis Martínez fue su biblioteca. Junto a sus reflexiones literarias y sus trabajos históricos, dio forma a una colección extraordinaria de libros, folletos, revistas. Gabriel Zaid lo vio con tino como el gran “curador de las letras mexicanas”. Para gran fortuna de México, su biblioteca fue comprada por el gobierno federal y ha encontrado casa en la Biblioteca de México en la Ciudadela. Ahí está naciendo el gran vecindario del libro en México. Una biblioteca es un organismo vivo. Como los ratones o los hongos que crecen ahí, está amenazada de muerte. Puede ser consumida por el fuego o las termitas o desintegrada por el paso de los años. El organismo puede ser destazado poco a poco hasta desaparecer. Celebro que el gobierno federal haya puesto el ojo en ese patrimonio de nuestra cultura que forman las bibliotecas privadas. En ellas no están solamente millares de libros recogidos a lo largo de vidas de estudio, sino, sobre todo, la mejor muestra del fervor por los libros.
No se trata de una mera preservación de toneladas de papel impreso. Se trata de abrir un gran espacio público para le lectura. El proyecto del Consejo para la Cultura y las Artes es formidable: salvar las grandes bibliotecas privadas de México, alojarlas en una casa acogedora y fundar un espacio público—al mismo tiempo plaza y templo—para el libro. El reto es transformar un patrimonio personal en bien público, convertir una guarida personal en espacio común. No se trata de una intervención estatal para alimento de profesores o investigadores solamente, sino para el disfrute de todo mundo. La lección de Medellín no puede ignorarse: curar una sociedad herida de violencia, restaurar una comunidad desgarrada por el miedo exige ganar espacios para lo público y aconseja una vindicación de la cultura.
De acuerdo al proyecto, las bibliotecas compartirán techo, conservando su identidad. Los fondos se preservarán íntegros pero se comunicarán con facilidad. La arquitectura, desde luego, jugará un papel fundamental para abrigar al libro y su lector. El visitante podrá recorrer la colección de José Luis Martínez para visitar después la biblioteca de Antonio Castro Leal, hojear los libros de Alí Chumacero y curiosear luego los volúmenes de Jaime García Terrés. Será, desde luego, un espacio de este tiempo, abierto a los distintos portadores de texto. Los libros de las distintas colecciones están siendo digitalizados para encontrar un espejo en la red y estar a disposición de todo mundo. Un vecindario para el libro. Un puente de lo privado a lo público y del pasado al futuro.
Es asombrosa la vitalidad póstuma de Octavio Paz. A diez años de su muerte siguen apareciendo documentos desconocidos, revisiones críticas, cartas, diversas miradas retrospectivas. Hallazgos y relecturas que celebran a nuestro clásico más fresco. Yvon Grenier seleccionó los mejores ensayos políticos del poeta. Guillermo Sheridan reconstruyó cada uno de los árboles de su infancia. Fabienne Bradu ha estudiado los trabajos del traductor. En los años recientes hemos podido asomarnos también a su correspondencia. Sus cartas a Pere Gimferrer, a Tomás Segovia y muy recientemente a Jean-Clarence Lambert han sido publicadas. Pero nadie había tenido el atrevimiento de intentar una antología general, una ventana a esa civilización que fue Octavio Paz. Ahora aparece la primera antología que cubre todo el arco de su producción ensayística y poética. Se trata de Las palabras y los días. Una antología introductoria, que preparó Ricardo Cayuela y publican el Consejo para Cultura y las Artes y el Fondo de Cultura Económica.
El prólogo de Ricardo Cayuela es discreto y esclarecedor. No obstaculiza la inteligencia ni la sensibilidad de Paz con empedrados académicos. Subraya, ante todo, la vida de un hombre que no fue monumento. Cayuela evoca la pasión crítica de una inteligencia lúcida y vehemente. Un crítico que encontró admiradores en México, pero también un hombre que fue ignorado, temido, insultado. Siempre, un personaje incómodo. Paz nunca fue un intelectual decorativo. Después lo han tratado de volver monumento, calle, premio. Su perfil quedó sellado en una moneda. Pero su figura no embonaba bien en la rueda de veinte pesos. Después de todo, el anarquista que fue, había denigrado los “números huecos” y “rebaño de espectros” del dinero. Ese es el insumiso, el intelectual combativo que revive en estas páginas. El pensador indefinible, tachado de reaccionario por los dogmáticos y de romántico por los liberales.
Toda antología es insolente. El antologador se equipa de tijeras y cercena lo que no le pertenece. ¿Con qué derecho extirpa un capítulo y lo aísla de su contexto? ¿Es válido el tijeretazo? Cuenta Milan Kundera que en el momento en que un director quiso recortar una sinfonía suya respondió enfático: amigo, no está usted en su casa. El comedimiento de Cayuela frente a los tesoros de esa casa es encomiable. Ha usado pinzas, no tijeras para componer esta antología vital. Apenas un par de textos que forman parte de una obra mayor, el resto de las piezas son ensayos y poemas de vuelo independiente.
Toda antología es también polémica. El antologador enfatiza temas, elige piezas, opta por un poema, relega otros. Las palabras y los días recorre en buena medida el inmenso arco de las mirada paciana: México y sus formas; el arte y sus evocaciones; la libertad y sus amenazas; el amor y el erotismo; la expresión poética; Oriente. Una separación me parece artificial al recorrer todas estas estaciones: la división de prosa y poesía. Es cierto que el propio Paz acató esa frontera al publicar sus trabajos y al agruparlos para sus obras completas. Poemas por un lado, ensayos por el otro. Pero, más allá de la disposición de las líneas o la densidad de los párrafos, la tinta es la misma: es el poeta del pensamiento, aquel que, como bien dijo Enrico Mario Santí, reivindicó para nuestro tiempo, los derechos de la poesía. Por eso intuyo una nueva antología de Paz que rompa con esa muralla del género para resaltar la perfecta comunicación de su caligrafía.