Hay hombres que viven con sombrero fijo. Cascos que se llevan a la tumba y que aparecerán en el pórtico de su obituario. Presencias imborrables: tatuajes en la frente. Francis Fukuyama no podrá desentenderse jamás de la nube que lo acompaña desde 1989. Fukuyama equivale al del fin de la historia. La fórmula lo sigue y lo seguirá. La mañana del 11 de septiembre de 2001 pudo asomarse a la ventana de su oficina en SAIS y ver el humo que salía del Pentágono. Tuvo miedo, sentía preocupación por su familia y por los amigos que trabajaban en el Departamento de Estado. El atentado terrorista atrajo nuevo interés a su alegato sobre la conclusión de la historia humana. ¿Estaría dispuesto a aceptar que su profecía había sido desmentida? ¿Era aquel artículo una celebración prematura, infundada? ¿Los terroristas habrían reencendido la historia? Nada de ello. No ha habido acontecimiento que perfore su certeza.
Fukuyama había publicado “El fin de la historia” en la revista conservadora The National Interest en verano de 1989. Vale subrayar que el título llevaba, en su primera versión, un signo de interrogación. Cuando se publicó en libro se convertiría en afirmación y adquiría complemento apocalíptico: El fin de la historia y el último hombre. El alegato de Fukuyama anticipaba la universalización de la democracia liberal y la economía de mercado. La Guerra Fría había terminado con un ganador absoluto que no se había impuesto en una batalla sino que había ganado el torneo definitivo. No hay ya un debate político pendiente, sugería. Todo se ha resuelto y hay un campeón. Después precisaría el argumento: no es que se haya detenido el reloj. Seguramente habrá conflictos en el futuro; pero serán pleitos en los márgenes, confrontaciones en las orillas de la Historia que no podrán desviarla. La batalla esencial de la política ha concluido. La democracia liberal es la mejor forma de gobierno, el mercado es la forma económica que corresponde al hombre. La pareja vale para todas las sociedades del planeta. El imperio de la democracia capitalista no puede sufrir revés.
Fukuyama reinterpretaba a Hegel por conducto del Kojève, quien había anticipado también un régimen planetario. La caída del muro fue una epifanía para Fukuyama: tras lo contingente actúa siempre lo esencial. Bajo la superficie caótica y misteriosa del presente se impone una energía coherente e imbatible: un riel que integra todos los fragmentos del tiempo en una línea. Así sentenciaba con temeridad en aquel libro:
Lo que podríamos estar presenciando no sólo es el fin de la Guerra Fría, o la culminación de un periodo específico de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano.
La certeza es sobrecogedora: no hay pregunta que el liberalismo no responda; no hay enfermedad que la democracia no cure. El hegeliano se atrevía a expresar cierta tristeza por la conclusión del cuento. Con impostada congoja confesó “nostalgia por el tiempo en que la historia existía”. Cuentan que, cuando Margaret Thatcher escuchó la expresión de “el fin de la historia” reaccionó de inmediato: ¿fin de la historia? Bah: el principio de la estupidez.
El artículo completo está aquí.
Russell Jacoby, autor de uno de los más inteligentes obituarios al intelectual, escribe sobre la fascinación académica con el "Otro". Tal parece que estamos enamorados de la otredad y queremos atribuir a ella la fuente del conflicto político. El lugar común pierde de vista lo elemental: los grandes odios no se calientan entre comunidades sino al interior de ellas. La amenaza viene antes del vecino que del extranjero. Las guerras civiles son más brutales que las guerras entre países.
La verdad es incómoda, dice Jacoby. Del asalto al genocidio, del asesinato a la masacre, la violencia suele salir de dentro, más que de fuera. Un nacionalista mató a Gandhi, un egipcio musulmán asesinó a Sadat, un judío mató a Rabin. Cada uno de estos asesinos fue un buen hijo de su país y de su religión.
Ayaan Hirsi Ali (que ha aparecido con frecuencia en este blog) publicó recientemente su llamado urgente a la reforma del islam que Mario Vargas Llosa elogió con entusiasmo en El país. Sin cambios sustanciales, el islam es una ideología totalitaria que funde política y religión para el aniquilamiento del otro. Hace unos cuantos días pronunció un discurso en Berlín para reiterar su absolutismo. A su juicio, la expresión no puede someterse a ningún límite. Hirsi Ali termina su discurso citando a Stéphane Charbonnier, editor de Charlie Hebdó asesinado hace unos meses por los fanáticos. El problema, dice el caricaturista en un documento que se publicó póstumamente, no son ni la Biblia ni el Corán, novelas incoherentes y soporíficas, sino esos lectores que las toman como si fueran un instructivo de Ikea. Debes cortarle el cuello al infiel para ganarte las vacaciones eternas que te promete el Señor.
Toma cualquier recetario de cocina y exige que sea tomado como la Verdad. Aplica literalmente las instrucciones de ese Texto Sagrado a ti y a todos los demás. ¿Qué consigues? Un baño de sangre.
Charles Simic evoca los misterios de la memoria en una nota que publica el New York Review of Books. De los libros que descansan en mis estantes puedo olvidar la trama central pero recuerdo pasajes triviales. Las migajas son, tal vez, más duraderas que el banquete. Mark Strand tenía una buena idea para aprovechar esas azarosas piezas del recuerdo. Creía que a las tumbas podría instalársele una maquinita que (a cambio de alguna moneda) pudiera compartir con los visitantes los recuerdos, las canciones, las anécdotas favoritas del muerto. El invento de Strand animaría los panteones pero, más allá de eso, impediría la extinción de todo aquello que el azar almacena en nuestra cabeza y que desaparece con nuestra vida.
A los doctores de mi padre, con gratitud
En 1931, Alfonso Reyes escribió un mensaje a su médico ideal. Era un informe de los tropiezos de su salud y, al mismo tiempo, una descripción de ese doctor ideal. No le pedía infalibilidad, lo que buscaba en su médico era sabiduría y diálogo. El doctor en el que podría confiar era el estudioso que estaba al tanto de las novedades la ciencia, y que pudiera gozar la alegría de nombrar con precisión un síntoma. Habría de ser, también, un profesional dispuesto a colaborar con el enfermo. Mi médico, decía Reyes, ha de resignarse a “trabajar conmigo, a explicarme lo que se propone hacer conmigo y lo que piensa de mí, a asociarme a su investigación.” No aceptaba ser tratado como depósito de órganos dolientes. “El médico que no cuente con mi inteligencia está vencido de antemano: el que quiera curarme sin contar con mi comprensión que renuncie. Lo que no acepte mi mente, difícilmente entrará en mi biología.”
Reyes se consideraba un “buen enfermo,” un enfermo “de tinta débil.” Atento a los mensajes de cada órgano, buen ayudante de los médicos, disciplinado para el trago de las pociones, y, sobre todo, con poco ánimo para la queja. Un paciente paciente. Creía que, cuando el mal llegaba a su cuerpo, atenuaba sus agravios habituales. Estudiando el efecto que en él tenía la enfermedad, proponía a los estudiantes de medicina una clasificación de temperamentos. Por una parte, existían temperamentos espesos donde la enfermedad echa raíces y es frondosa, imponiendo el dolor en todos los tejidos del cuerpo. Por la otra, temperamentos delgados que reciben la enfermedad apenas como un parásito leve que flota sobre el cuerpo. Si mis enfermedades no han sido todas benignas, han sido, por lo menos, bien educadas, decía. La cortesía de Reyes se imponía hasta en sus dolencias.
Algunos escuchaban sus detallados relatos de enfermedad como si fueran regodeos en el dolor. No era miedo ni sufrimiento lo que expresaba: era la necesidad de registrar todo el arco de su experiencia con palabras, era el afán por nombrar la secuela de los virus, el banquete de las bacterias. Era también una forma de registrar el impuesto del tiempo sobre la vida. Reyes percibía la “lenta, insensible corrosión que cada segundo operaba en el ser.” Lo que hoy es una capa de polvo en las venas, mañana será un barniz, y al fin, el tapón de la asfixia. El primer dato que debía registrar su historia clínica era su peculiar metabolismo literario. Ignacio Chávez, habría que advertirlo, veía menos colaboración en el paciente parlanchín. Nunca sé cómo se siente porque, cuando le pregunto, me responde con pasajes de Góngora.
En el relato de sus infartos, Alfonso Reyes sigue la lección de Montaigne: el sabio sabe extraer las lecciones de la mortalidad. Solo la sombra de la muerte abre la puerta de lo crucial. La amenaza despeja nuestra visión del mundo, dice: las cosas encuentran una nitidez que los vapores de la salud empañan. Ante el peligro del fin, el ojo se limpia y puede ver lo que permanecía oculto. Y así observa quienes han sido los guardianes de su vida: el cinismo y el estoicismo; “pero sin olvidar la cortesía como brújula de andar entre hombres.” La enfermedad pulió los imanes morales de su vida: verdad y dignidad. “Un mínimo de verdad: cinismo; un máximo de decencia: estoicismo. Con eso basta.” Una lección adicional sacaba Reyes al saber que vivía con el corazón como un jarrito rajado. No se le ofrecía la filosofía helénica sino una visión: mientras convalecía soñó que llegaba al cielo y veía a San Pedro abriendo el libro de registros. En el momento, un ángel le dijo: este pobre hombre tiene una obra a medio escribir. Apenado con la suerte del escritor, el viejo se dispuso a prorrogar el permiso de turismo en la tierra. Por eso, decía Reyes, no termino un libro sin comenzar el siguiente.
“Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias.” Ida Vitale expone así su idea de la poesía en Léxico de afinidades, su caprichoso diccionario personal. No es tarea de la poesía ponerle casa el lenguaje. Su afán es soltar las palabras, dejarlas correr. Las palabras son un “halo sin centro.” Buscamos siempre algo y es la palabra, no la uña, quien escarba: “Abrir palabra por palabra el páramo, abrirnos y mirar la significante abertura.”·
Vitale, quien ha ganado en estos meses recientes el premio Alfonso Reyes y el Reina Sofía, ha mostrado la volátil precisión de la poesía:
Expectantes palabras,
fabulosas en sí,
promesas de sentidos posibles,
airosas,
aéreas,
airadas,
ariadnas.
Un breve error
las vuelve ornamentales.
Su indescriptible exactitud
nos borra.
Memoria, cuaderno de aforismos, poemario salpicado de prosa, el vocabulario que por primera vez publicara Vuelta en 1994 y que ahora puede leerse con el sello del Fondo de Cultura Económica, se rinde ante el dios del azar. Nada más arbitrario que enlazar ideas por la letra que las abre. Brincar del ajedrez al ajo. Merodeo, modelo, monólogo. Piedras, poesía, progreso. Afinidades misteriosas. No es casual, dice ella en un poema, lo que ocurre por azar. Es el trazo de la geometría celeste. Llamamos fortuna al fracaso de nuestra imaginación.
Ambulando entre animales y plantas, fantasmas y plazas, amistades y lecturas, el abecedario sugiere eso: la secreta afinidad de todas las criaturas. La preclara inocencia del alfabeto. Se trata, a fin de cuentas, de un testimonio del revoltivo que nos circunda. Los reinos se mezclan para fastidio de los catalogadores. El azar es un dios extraviado y no se esconde solamente en la catástrofe. A veces, escribe en su poema “Trampas”, se asoma en la alegría. Las líneas de Lucrecio que Vitale escoge como epígrafe de su diccionario son perfectas.
… como una barredura de cosas
esparcidas al azar
el bellísimo cosmos…
Afortunadamente, escribe Vitale, el mundo es difícilmente clasificable. La poesía aparece como el esfuerzo de un orden, así sea el más frágil. En “Reunión”, uno de sus poemas emblemáticos, la poesía aparece como un susurro, una leve disonancia:
Érase un bosque de palabras,
una emboscada lluvia de palabras,
una vociferante o tácita
convención de palabras,
un musgo delicioso susurrante,
un estrépito tenue, un oral arcoíris
de posibles oh leves leves disonancias leves,
érase el pro y el contra,
el sí y el no,
multiplicados árboles
con una voz en cada una de sus hojas.
Ya nunca más díríase,
el silencio.
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
Uuuuuuuuppps!!!…No creo…
Jajajaja… Praise The Dice! All Hail the Dice! Imagino que en lugar de crucifijos, usaríamos dados alrededor del cuello, generalizando una costumbre particular de los taxistas, quienes resultarán siempre haber estado en la vía correcta… Hail the Dice!!!
Prefiero pensar que la eternidad es como estar sentado en la primera fila de la parte de arriba de un autobús de doble piso londinense con publicidad en los costados que diga:»There’s probably no God. Now stop worrying and enjoy your life».
Saludos
Ups no creo?… Entonces,…. me creerías un par de ases con rey? O vuelvo a tirar la suerte y nos tomamos el tequila?
Dios no juega a los dados, dijo Einstein.
http://www.youtube.com/watch?v=zOfjkl-3SNE
Interviniendo para arreglar el mundo.