Sátira de espejos:
Francis Fukuyama reseña en el Financial Times el nuevo libro de Robert Putnam: Nuestros niños. La crisis del sueño americano. Si es cierto que el libro de Piketty reinsertó el tema de la distribución del ingreso en la agenda pública de los Estados Unidos, también es cierto que lo hizo de una manera abstracta. Ése es el mérito del libro de Putnam: narrar el cambio social en el pueblo donde el propio Putnam nació. Putnam no ignora los datos pero es capaz de comunicar la historia de la desigualdad en los Estados Unidos. El autor de Jugando boliche juntos sigue la pista de Tocqueville al advertir la importancia de los hábitos para la vida de la democracia.
Aquí puede leerse el comentario de Jill Lepore al libro de Putnam
William Galston recupera un par de textos de Michael Walzer para usarlos en contra de su crítica a la intervención armada contra Gadafi. En 1977 decía: "Cuando un gobierno se vuelve salvajemente en contra de su propio pueblo, debemos dudar de la existencia misma de una comunidad política a la que aplica el derecho de autodeterminación. … Cualquier estado capaz de detener la matanza tiene el derecho de, por lo menos, intentarlo." Galston concede que la operación es riesgosa pero no duda en afirmar su legitimidad: los argumentos de Walzer de antes, la sostienen.
Se nos dice una y otra vez que los días del libro están contados. Que las bibliotecas serán, tarde o temprano, depósitos de cosas inservibles, que sólo leeremos ya en pantallas. Que la letra ya no descansará en papeles sino que brincará en foquitos diminutos para formar letras y palabras. Sólo la nostalgia, nos dicen, explica el apego a la tinta y el papel, el gusto por el movimiento de las hojas y el lomo de los libros. No desconozco las maravillas de los dispositivos electrónicos. Cargar veinte volúmenes en una tablita es fantástico, más aún si la lámina nos sirve también para ver una película o enviar un correo. Pero el libro es cuerpo o no es. El libro no es sólo el depósito de un texto, es un habitante del mundo con personalidad propia. Una nueva edición de un clásico le inyecta otro sentido: la portada, su diseño, el gramaje de las hojas, la composición de las páginas, la tipografía. Todo eso imprime significado al texto. Para el kindle un libro es sólo un arroyo de letras que transcurren. No hay arreglo gráfico, no hay una disposición pensada de grafías y espacios. Mucho se pierde en esa árida neutralidad. La adhesión afectiva, emocional a un libro no es mera cercanía con ese fluir de palabras y signos que dan forma a una idea, sino apego a un objeto que se ve y se carga; que huele y que acumula físicamente emociones. Las marcas del tiempo en su cubierta, el boleto de un concierto atrapado en sus páginas, el café que lo manchó esa tarde, la visible huella de las lecturas en su filo. Pistas de los lectores que hemos sido.
Pienso en esto a partir de la nueva novela de Jonathan Safran Foer. Se trata de un libro escrito a la sombra de otro. El “escritor” encontró su novela dentro de otra. Se armó de un cuchillo y fue cortando palabras, oraciones y párrafos enteros, preservando voces sueltas, frases y algunos signos de puntuación para dar forma a su relato. Así lo publica: como un libro de hojas perforadas. Las páginas contienen unas cuantas palabras circundadas por ventanales de vacío. Detrás de cada boquete se asoman las letras de otra hoja. Jonathan Safran Foer, un novelista de gran éxito a quien conozco más por su vegetarianismo que por su literatura, partió de su novela más querida para dar con su cuento. El libro de origen es La calle de los cocodrilos, del polaco Bruno Schulz. Safran Foer escribió el prólogo a esa novela para Penguin, pero no le bastaba explicarlo, quería hacer algo con esa novela. De ahí nació la idea de formar con las palabras de Shulz (sólo unas cuantas de ellas), una novela nueva, un relato original incubado en aquel cuerpo. Tree of Codes, se titula esta desescritura y es publicada por Visual Editions, una pequeña editorial inglesa. La novela parece, en realidad, un homenaje escultórico a la materialidad del libro. Cada hoja abierta con la precisión de un bisturí afirma la existencia material del libro, la vida física de las hojas.
El lector de un libro no espera pasearse entre hojas perforadas. Pero esas delicadas amputaciones a la novela de Shulz sirven bien para subrayar corporeidad. El libro no es el imparcial continente de un texto: es cosa. Recuerdo con esto a Ulises Carrión y sus reflexiones sobre el libro, la literatura y los signos. Decía el artista veracruzano que un escritor no escribía libros: escribía textos. “Un libro es una secuencia de espacios” “Un libro, insistía, no es una caja de palabras, ni una bolsa de palabras, ni un portador de palabras.” El futuro, sugería Carrión implicaría que el artista, más que escribir textos, compondría libros. El escritor, y ya no solamente el editor, deberían ser conscientes del cuerpo del libro. El autor habrá de responsabilizarse de su libro y no solamente de su texto.
La coexistencia de medios para la difusión y conservación de textos convoca al aprovechamiento de las posibilidades de cada vehículo. La pantalla no matará a la hoja. La tinta en el papel no desmerece frente a las bondades de las pizarras electrónicas. Hay mucho que exprimirle a la gramática de los pixeles pero nadie nos arrancará los deleites de la página impresa.
"Me voy habituando a la incomodidad. Hay escándalo–me digo–. Así es el mundo: así está hoy la naturaleza. ¿Cae la lluvia? Se moja uno. ¿Caen tiros? Pues imagino que éste es, por ahora, el escenario natural de la vida."
3 de septiembre de 1911
"México: país en que los hombres y los hechos se han divorciado. Entre los efectos y las causas hay una refracción extraña. Las cosas corren como animadas de fuerza propia, sin que nadie acierte a gobernarlas ni menos a preverlas. nadie dispone del mañana."
4 de septiembre de 1924
Alfonso Reyes, Diario I 1911-1927 , FCE, 2010.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
En un ensayo de 1969, W. H. Auden describe el poema como una sociedad verbal. Aquello que tiene solo un vínculo aritmético se transforma en una sociedad o, más bien, en una comunidad. A la poesía animaría una noción agustiniana del mundo: lo que el poeta intenta es transformar el agregado de elementos que conforman la experiencia en un organismo vivo, en una ciudad que aspira a la trascendencia. Ahí mismo, en ese ensayo sobre la libertad y la necesidad en la poesía, apunta que el interés del poeta es la persona en lo que tiene de irrepetible. El registro de lo único. Ese único que se mira en el espejo es un ecosistema, un planeta que alberga millones de huéspedes invisibles. Anfitrión de incontables virus, bacterias, hongos y demás bichos.
El artista aprendía de su padre, un médico que sabía que lo importante no era la enfermedad sino el enfermo. Un doctor, como cualquier persona que ha de tratar con seres humanos no puede ser un científico. Será un artesano si usa el bisturí, será un artista si prescribe la justa receta. Y advertía: los médicos que más insisten en recordarnos que son “científicos” son los que menos dispuestos están para considerar los nuevos descubrimientos de la ciencia.
Auden, el neoyorquino que empezaba su lectura del New York Times en la página de los obituarios, estaba suscrito a dos revistas únicamente. Eran Nature y Scientific American. En alguna edición de esta última, se maravilló al descubrir en un artículo de Mary J. Marples la convivencia de especies dentro de nuestro propio cuerpo. Escribió entonces, como respuesta, un poema. La piel humana era un bosque de larvas, plantas, hongos, bacterias. Les concede a todos ellos libre tránsito: instálense ustedes donde mejor se acomoden. Pueden bañarse en las lagunas de mis poros, pueden encontrar refugio en la selva de mi entrepierna, o asolearse en los desiertos de mi antebrazo. Porque no les desea tristeza alguna, los invita a formar colonias y ciudades, pero implora comprensión: compórtense. No me provoquen acné ni piel de atleta.
Ese complejísimo ecosistema de microscópica fauna y flora es abrazado por Auden. Se trata de un entorno rico y a la vez frágil. El simple hábito de vestirse y desvestirse acarreaba la devastación de millones de bacterias. El jabón era una inclemente bomba química. Lo aprendía de aquel artículo del Scientific American. Rascarse provocaba una hecatombe. Por eso se lamentaba que no era el paraíso de esos Adanes y esas Evas. Sé que mis juegos son catástrofes para ustedes. Un regaderazo inunda sus ciudades y extingue seguramente a millones de inocentes. Y se pregunta el poeta: ¿qué mitos explicarán en su mundo mis huracanes? ¿qué parábolas usarán sus predicadores para darle sentido a estos diluvios? Mi muerte, les advierte, anunciará también su juicio. La sábana de mi piel se enfriará y se volverá demasiado rancia para su paladar. Me volveré apetecible para predadores menos generosos.
El poema de Auden fue publicado la edición de mayo de 1969 en el Scientific American y convertida en, diciembre de ese año, en su postal de año nuevo.
Me encontré con un sitio web donde hablan de esta portada.
http://donklephant.com/2008/07/23/vanity-fair-is-wrong/
Independientemente de lo que se dice ahí, hay dos oraciones que me hicieron reflexionar:
«This is journalism at its worst. We must protect ignorant people from such images.»
No sé que sea peor: la posición censora, que se deba «proteger» a los ignorantes o que haya alguien que pueda juzgar quien es ignorante (o estúpido) y quien no (y desde luego ponerse a si mismo del lado de los cultos/inteligentes)
Jajaja. Y el Mariano que se lo toma en eso… esos compas sólo se burlaban…
¿En serio?
Carajo, no hay mucho mas que decir… caí. En mi defensa, me ha tocado toparme con gente que tiene (en verdad) ese tipo de ideas, por eso no se me hizo del otro mundo…