El físico Steven Weinberg publica Explicar el mundo. El descubrimiento de la ciencia moderna, un libro que está a la venta a partir de hoy. Peter Forbes lo considera como un libro indispensable para nuestros tiempos pero Steven Shapin hace una crítica severa al texto en el Wall Street Journal: una muestra de los efectos lamentables de los científicos tratando de hacer filosofía o historia de la ciencia. Weinberg describe a Platón como un tonto, a Aristótles como un tedio. Bacon y Descartes, inteligencias limitadas que han sido sobrevaluadas en la historia.
Aquí puede escucharse una conversación con el Premio Nobel de Física:
Hace un par de meses, en la edición de julio de esta revista, Nicolás Medina Mora Pérez publicó un ensayo brillante y sugerente sobre Alfonso Reyes y, en particular, sobre la manida cartilla que de pronto, después de décadas de desventuras editoriales, se ha convertido en el libro del momento. La lectura es atenta y a la vez imaginativa. Una aproximación tan cuidadosa como osada a ese texto menor. Entiendo este ensayo como la probadita de un ambicioso proyecto. Escondido tras los modos del discurso liberal, se asoma en las letras mexicanas un denso conservadurismo. La reacción subterránea, lo llama con precisión. Pensemos la hegemonía liberal como una estrategia de encubrimiento. El proyecto anunciado no puede ser más pertinente.
“Buena parte de la historia reciente de México —adelanta Medina Mora— se explica cuando entendemos que nuestro país está lleno de conservadores que no se asumen como tales y que en muchos casos ni siquiera son conscientes de ello”. Los conservadores mexicanos no han tenido más remedio que vestir traje liberal. Por eso hay que rascar la cáscara de su vocabulario y hacerse cargo de la pulpa. La pista viene de Leo Strauss. Las grandes verdades intimidan al poder y a la gente. Por eso los verdaderos filósofos necesitan envolver sus hallazgos con el papel de las convenciones. El sabio ha de esconder su mensaje. Hacer la reverencia que exigen príncipes y tribus para entregar sólo a algunos la lección. El crítico se convierte de ese modo en el detective que encuentra la llave enterrada, el tesoro escondido. Revela el misterio que los lectores de superficie no podremos ver.
El artículo completo puede leerse aquí…
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
Arthur C. Danto, autor del famoso ensayo After the End of Art, escribe en el New York Times sobre la obra de Marina Abramovic. En estos días termina su exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. En la pieza central ella se sienta en una silla durante todo el día. En frente hay una silla vacía que cualquiera puede ocupar. Hay gente que dura unos minutos, otros se quedan mirándola durante horas. "Emoción palpable."
En una carta a Cortázar, Alejandra Pizarnik escribió como posdata:
PD: Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio -que fracasó, hélas).
Esta fue la respuesta de Cortázar:
París, 9 de septiembre de 1971
Mi querida: Tu carta de julio me llega en septiembre, espero que entre tanto estás ya de regreso en tu casa. Hemos compartido hospitales, aunque por motivos diferentes; la mía es harto banal, un accidente de auto que estuvo apunto de. Pero vos, vos, ¿te das realmente cuenta de todo lo que me escribís? Sí, desde luego te das cuenta, y sin embargo no te acepto así, no te quiero así, yo te quiero viva, burra, y date cuenta que te estoy hablando del lenguaje mismo del cariño y la confianza -y todo eso, carajo, está del lado de la vida y no de la muerte.
Quiero otra carta tuya, pronto, una carta tuya. Eso otro es también vos, lo sé, pero no es todo y además no es lo mejor de vos. Salir por esa puerta es falso en tu caso, lo siento como si se tratara de mí mismo. El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria.
Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra. Escribíme, coño, y perdoná el tono, pero con qué ganas te bajaría el slip (¿rosa o verde?) para darte una paliza de esas que dicen te quiero a cada chicotazo.
Julio
Un año después, Alejandra Pizarnik se quitaría la vida.
Una biblioteca es un refugio. En su ensayo sobre la bibliomanía, Jacques Bonnet la describió como un espacio que nos protege de la hostilidad del mundo, un calefactor emocional, un espejismo de omnipotencia. Puede concentrar en sus estantes todos los lugares y todos los momentos. Hay muchas novelas que tienen bibliotecas como escenario, pero hay una (según me entero por libro de Bonnet) en que casi todos los personajes son bibliómanos. Se trata de La casa de papel, una novela escrita por Carlos María Domínguez. Una biblioteca, dice ahí: nunca es una suma de libros sueltos: “la biblioteca que se arma es una vida.” Pero tal vez la vida de una biblioteca sea la de un enorme parásito, la de una plaga terca que se come todo lo que encuentra a su paso. Una plaga que es, seguramente, el mejor retrato de su dueño.
Podría decirse que la mejor obra de José Luis Martínez fue su biblioteca. Junto a sus reflexiones literarias y sus trabajos históricos, dio forma a una colección extraordinaria de libros, folletos, revistas. Gabriel Zaid lo vio con tino como el gran “curador de las letras mexicanas”. Para gran fortuna de México, su biblioteca fue comprada por el gobierno federal y ha encontrado casa en la Biblioteca de México en la Ciudadela. Ahí está naciendo el gran vecindario del libro en México. Una biblioteca es un organismo vivo. Como los ratones o los hongos que crecen ahí, está amenazada de muerte. Puede ser consumida por el fuego o las termitas o desintegrada por el paso de los años. El organismo puede ser destazado poco a poco hasta desaparecer. Celebro que el gobierno federal haya puesto el ojo en ese patrimonio de nuestra cultura que forman las bibliotecas privadas. En ellas no están solamente millares de libros recogidos a lo largo de vidas de estudio, sino, sobre todo, la mejor muestra del fervor por los libros.
No se trata de una mera preservación de toneladas de papel impreso. Se trata de abrir un gran espacio público para le lectura. El proyecto del Consejo para la Cultura y las Artes es formidable: salvar las grandes bibliotecas privadas de México, alojarlas en una casa acogedora y fundar un espacio público—al mismo tiempo plaza y templo—para el libro. El reto es transformar un patrimonio personal en bien público, convertir una guarida personal en espacio común. No se trata de una intervención estatal para alimento de profesores o investigadores solamente, sino para el disfrute de todo mundo. La lección de Medellín no puede ignorarse: curar una sociedad herida de violencia, restaurar una comunidad desgarrada por el miedo exige ganar espacios para lo público y aconseja una vindicación de la cultura.
De acuerdo al proyecto, las bibliotecas compartirán techo, conservando su identidad. Los fondos se preservarán íntegros pero se comunicarán con facilidad. La arquitectura, desde luego, jugará un papel fundamental para abrigar al libro y su lector. El visitante podrá recorrer la colección de José Luis Martínez para visitar después la biblioteca de Antonio Castro Leal, hojear los libros de Alí Chumacero y curiosear luego los volúmenes de Jaime García Terrés. Será, desde luego, un espacio de este tiempo, abierto a los distintos portadores de texto. Los libros de las distintas colecciones están siendo digitalizados para encontrar un espejo en la red y estar a disposición de todo mundo. Un vecindario para el libro. Un puente de lo privado a lo público y del pasado al futuro.
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.
Al hablar en la entrega del Premio Villaurrutia a Juan Villoro, Hugo Hiriart se preguntaba si los cuentos servían para algo. ¿Podrá la literatura proporcionarnos algún conocimiento? Sí, contestaba, de inmediato: sólo la narración puede capturar la variedad de la experiencia humana. Inventaba entonces un cuento para explicar el valor de los cuentos: supongamos que un subsecretario de Gobernación sube con prisa la escalera del palacio y se encuentra de pronto a una mujer trapeando. Seguramente no la ve. Va con prisa a una reunión y no registra su presencia. “La gente humilde tiene la peculiaridad de ser invisible.” Entonces el subsecretario, tan atareado con sus altísimas responsabilidades escucha una voz que le dice: “Esa mujer es, a los ojos de Dios, más importante que tú, puerco.” Desconcertado por esa voz, el subsecretario se pregunta. ¿quién es ella?, ¿cómo será su vida? “Para eso sirven los cuentos, concluye Hiriart, para ver por dentro existencias ajenas.”
Daniel Goldin recordaba esa escena del funcionario en la escalera y la voz que lo alerta de su ceguera, en una alguna conferencia. Le ayudaba a ilustrar el valor de la lectura. En una novela nadie es número. En los cuentos no somos datos: somos vida y toda vida es única, valiosa, sugestiva. Lo entendió muy pronto porque en su casa había dos bibliotecarios. Padre y madre eran guardianes de libros. Antes de que pudiera descifrar su sentido, los libros ocupaban todos los espacios de la casa. Ladrillos con los que uno tropezaba. Objetos raros y, en alguna medida, amenazantes: esos bloques de papel robaban la atención de su padre. Lo cuenta Goldin en un magnífico ensayo publicado hace años por Fractal donde hace la autobiografía de su pasión: “Me es difícil imaginar un placer más completo que la lectura.” Las estaciones de su vida aparecen como un rollo que se despliega. La primera lectura del gozo. El encuentro con una enciclopedia seductora. La ceremonia familiar de la lectura. Ese momento en que los hermanos guardan silencio para escuchar la voz de su padre, leyendo. Más que la trama, las novelas que leía de niño se le revelaban como estampas, como personajes o lugares, como una atmósfera. Descubrir el ensayo para encarar ese misterio que es la realidad. Y luego la poesía: tiempo que no fluye. Abrir el poemario, descubrir un poema… y cerrar el libro. La emoción de los libros que pronto se vuelve, ante todo, el gozo de compartirlos.
Tal vez, dice Daniel Goldin, los libros no sean más que ”una plaza donde negociamos sentido.” Los libros son el lugar en el que nos encontramos vivos y muertos, condes y granjeros, celosos y holgazanes. Son el sitio que nos permite pactar lo posible, ese paseo que nos hace ver lo que tenemos frente a la nariz. La ventana para conocer el mundo, para celebrarlo y para ayudar a transformarlo. Quien fuera hasta hace unos días director de la Biblioteca Vasconcelos ha dedicado su vida a contagiar la emoción de los libros, la pasión de las letras, el entusiasmo de la literatura. Armó la mejor colección de libros para niños que se ha hecho en nuestra lengua. Convirtió un edificio en una feria de conversación y celebraciones. Logró hacer de una biblioteca el corazón de un vecindario. Lo acaban de echar porque sí. Porque el poder más brutal se expresa como escarmiento del talento. Porque el poder más rudimentario hace trofeo de la vejación. No fue simplemente relevado de su puesto: fue defenestrado. Y no es que sorprenden los relevos de un nuevo gobierno. Lo que alarma es que esos cambios supongan la defenestración de los antiguos. Cuando el poder se deleita en la humillación, la barbarie acecha.
Trabajando todavía en la edición de Revolutionary Road (traducida acá como “Sólo un sueño”) Sam Mendes empezó el rodaje de Away We Go (“El mejor lugar del mundo”, según las carteleras mexicanas). No puedo pensar en películas tan opuestas viniendo del mismo director. No imagino a David Lynch apartándose de la edición de Blue Velvet para dirigir Notting Hill. Si el tono de las películas contrasta es porque la segunda fue para el director una especie de antídoto, una cuerda de salvación. Revolutionary Road, basada en la novela de Richard Yates, es una película oscura y devastadora: la autopsia de un matrimonio. Las grandes ilusiones de un tiempo son aplastadas por rutinas desalmadas, por miedos y traiciones. El empeño por escapar la banalidad queda triturado en la vida del suburbio. La intensidad del sueño no hace más que anticipar la tragedia. La nomenclatura revolucionaria de la calle donde vive la pareja y que da título a la película es obviamente un guiño: para el pesimista, la fe resulta preludio de catástrofe. Away We Go es todo lo contrario: una comedia suave, ligera y optimista. Desaparecen aquí los encierros asfixiantes que marcan todo el cine de Mendes. La película tiene aire y luz de viaje. Los protagonistas apenas tienen ambición pero se tienen a sí mismos. No buscan regalarle su genio al mundo, ni separarse de la trivialidad del vecindario. Buscan un lugar para criar a su hijo. Nada menos.
Brincando del teatro al cine, Sam Mendes ha retratado la claustrofobia de lo doméstico, el veneno de lo social. En American Beauty, una cinta narrada desde la muerte, pinta la desolación del suburbio sin dejar de registrar la intensidad vital de algunos personajes y la aparición fugaz de la belleza. Road to Perdition es una película de gángsters que explora el vínculo de un hijo con su padre en un mundo inundado de sangre. Todas sus películas aprietan el pescuezo el espectador que sale del cine en busca de aire. Asfixiantes cárceles de conformismo, violencia, odio, puerilidad. Un cine también de escapes siempre frustrados. Away We Go no es la película de una fuga sino de una búsqueda. Una road movie modesta y bien hecha. Quizá es una película menor. No tiene el gran libreto de sus trabajos previos ni las portentosas actuaciones de otras producciones. Podrá ser un divertimento en el trabajo de Sam Mendes, pero es una de sus cintas más entrañables. Es, dice él mismo, la película que mejor lo retrata. ¿Por qué termino haciendo películas tan oscuras si veo los colores del mundo?
Away We Go se basa en el guión de Dave Eggers y Vendela Vida y cuenta la búsqueda de un nido. En la primera escena de la película, un extraordinario retrato de intimidad, los protagonistas descubren que serán padres. No lo han buscado pero tampoco rechazan la idea. Los hechos le suceden a esta pareja. Sin raíces donde viven, sin trabajo estable, emprenden la carretera para decidir dónde habrán de criarlo. El peregrinar los pone en contacto con parientes y amigos que representan distintos modelos de paternidad: de los desvaríos alcohólicos a los absurdos del new age. Las viñetas son evidentemente caricaturas, sketches: las opciones no sirven más que para ratificar que el único anclaje de la pareja es ella misma y que su desabrigo es mucho más cálido que el brasero de cualquiera. Una imagen de la película se planta frente al romanticismo trillado: el amor no es el delirio sino una dulce sensatez.