Visto en Andrew Sullivan.
Steven Lukes participa aquí en el estupendo podcast Philosophy Bites explicando su idea del poder:
Los editores de Philosophy Bites sugieren estos libros del autor:
Friedrich Hölderlin
El blog de filosofía del New York Times aloja un texto interesante de Gary Gutting, autor de un libro monumental sobre la filosofía francesa en el siglo XX, sobre las razones de la fe en la que enfrenta la soberbia de cierto ateísmo. Creer que no hay nada valioso en la religión es como creer que no hay valor en la poesía, en el arte, en la filosofía. La ciencia podrá aportar conocimiento de causas pero nuestra experiencia no se detiene solamente en esas conexiones. Hay significados que escapan a las interacciones causales. Valdría aceptar las razones de quienes abrazan la fe como fuente de entendimiento y de amor pero permanecen escépticos frente a sus pretensiones de conocimiento causal.
En “El jardín”, un poema que podría ser sobre la primera pareja, Louise Glück mira a un hombre y a una mujer plantando chícharos como nadie lo había hecho antes. Después de soltar las semillas, ella lo acaricia en la hierba delgada con los dedos humedecidos por la lluvia. Y en ese instante, el anticipo:
incluso aquí, incluso al principio del amor
la mano de ella, al abandonar su cara
traza una imagen de despedida
y ambos se sienten
libres de ignorar
esa tristeza.
Para Louise Glück, la poeta norteamericana que ha recibido el nuevo Nobel de literatura, escribir es buscarle sentido al dolor, una manera de darle forma a la devastación.
“¿Por qué amar lo que has de perder?”, pregunta en un poema extenso. “Porque no hay nada más que amar,” responde directamente. Ninguna experiencia debe malgastarse. Algo debe salir de ella. Por eso ha dicho que es una venganza contra las circunstancias. Venganza contra el dolor, la pérdida, el infortunio. Si le encuentras sentido al dolor, te habrás impuesto un poco a él. Vivimos una cultura que se debate entre el culto fascista al optimismo y la pornografía del sufrimiento. Su poesía rechaza esas dos fugas: la pérdida se rinde ante el arte. El poema nos rescata de una oscuridad sin forma: una puerta, detrás del sufrimiento.
No conoció a su hermana. Nació después de su muerte, pero su ausencia la marcó desde el primer día. Sufrió lo que ella misma ha descrito como la “tragedia de la anorexia”. Se ofreció al hambre para quitarse a su madre de encima y convertirse en un alma pura. Empeñada en deshacerse de la carne, estuvo al borde de la muerte. Lo describe en “Dedicación al hambre”, un poema lacerante. En el sacrificio de la estorbosa carne se busca la misma pureza a la que aspira quien acomoda palabras entendiendo que la muerte es, estrictamente, la secuela.
El psicoanálisis, ha contado, le enseñó a pensar, a ejercitar la duda, a examinar el reflejo de sus palabras, sus evasiones. Ese fue su verdadero taller literario. Esos años de inmersión, le permitieron “transformar la parálisis, esa forma extrema de duda, en visión.” En su poema más reciente, “Noche virtuosa, noche fiel,” que ha traducido admirablemente Pura López Colomé, describe esa luz entre la niebla:
Memorias sueltas
partes de una memoria más amplia.
Puntos de claridad entre la bruma,
intermitentes,
como un faro cuya única tarea
fuera emitir una señal.
Pero en realidad, ¿qué sentido tiene un faro?
Éste es el norte, dice.
No: soy tu puerto de abrigo.
Hace cuatro años, Fernando Escalante ponía el dedo en los antipáticos alardes de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su publicidad, más que una invitación a la visita era una pose. Era el engreimiento de ser lector. “Somos lectores” se lee en todos los carteles de la Feria. Nosotros sí, se entiende, y ustedes no. Lo que irritaba a Escalante era el exhibicionismo de escritores y burócratas culturales que pretenden hacer de la cultura algo heroico que los debe situar en el centro de la vida pública. Beatería en torno a la lectura, decía él. Coincido en que la FIL pertenece a la sociedad del espectáculo antes que a la república de las letras, aunque creo que entre el circo se asoma, de pronto, el foro.
Vale la vanidad de los letreros para preguntarnos qué significa ser lector. Alberto Manguel ofrece tres imágenes para responder a la pregunta. Sus estampas son ambivalentes: describen la curiosidad pero también una fuga; una sensatez y una demencia; una herramienta y alguna amputación. En un hermoso libro que el Fondo de Cultura Económica publicó en 2014 detecta las metáforas que, a lo largo de los siglos, han servido para comprender a ese personaje que se entrega al desciframiento de los textos. El lector como viajero, el lector como aquel que se trepa a la torre para fugarse del mundo, el lector como el ratón de una biblioteca.
Leer es viajar por un texto, recorrer sus líneas, andar párrafos, páginas, capítulos como si atravesara una ciudad, un bosque. Una aventura que tiene un punto de partida y una llegada. Viajes que, en realidad, conducen a uno mismo. El viaje de la lectura, dice Cees Nooteboom, es una manera más rica de estar en casa, “con uno mismo.” Si el viajero es un peregrino, viaja al encuentro de sí mismo. El sendero del lector solía ser un viaje solitario, concentrado, silencioso. ¿Cómo puede emprenderse hoy ese viaje si nos gobierna el furor por conectarnos? Nuestra lectura tiende a ser ahora asomo al mundo exterior, vistazo, no recorrido. Habrá que aprender a leer de nuevo, sugiere Manguel: viajar de veras para poder regresar con lo que hemos leído.
El lector es también una torre que se eleva y se aparta del suelo. Su exigencia elemental es construirse un ámbito elemental de privacidad. Qué miserable, decía Montaigne, es quien no tiene en casa un lugar donde estar a solas, un lugar donde esconderse del mundo. Ese espacio de soledad es el sitio de la lectura. Leer para escapar de las tareas de la casa y de la calle. La torre es vista no solamente como muralla que aparta del ruido, sino también como el beneplácito a la inacción. El lector se convierte, como aquel príncipe danés, en un sujeto paralizado por el pensamiento.
La lectura puede ser también tragona, devoradora de incautos y devotos. El lector termina tragado por las páginas que lo envuelven. El amante de las letras puede resultar, entonces, su víctima. De tanto leer, perder el jucio. Este es el “necio de los libros”, el coleccionista de historias que deja de percibir la diferencia entre literatura y vida. El lector como un loco. Una larva atrapada por hojas de papel, mutilada de extremidades y sentidos.
El lector: viajero o recluso, sabio o loco. Ser lector, diríamos con Manguel es una forma de ser humano, de estar en el mundo, de conocernos.
Ante el “estancamiento de la imaginación política” de nuestro tiempo, Humberto Beck ha rescatado la profética inactualidad de Ivan Ilich en su libro más reciente. Otra modernidad es posible. El pensamiento de Ivan Ilich (Malpaso, 2017) es una de las piezas más sugerentes de reflexión crítica que se hayan publicado recientemente. Tal y como lo muestra Beck, en el pensamiento de Ilich hay una pista de modernidad que hemos cancelado desde hace siglos. Una modernidad que no se subordina a las herramientas, que no se somete a la prisa, que no atiza enemistades, que no se ahoga en la incomunicación. Esa modernidad que embona con las ilusiones liberales o socialistas. Más que a la utopía de la libertad individual o de la igualdad, los trazos de Ilich dibujan una utopía de la convivencia.
La presencia de la amistad es la célula madre de esa sociedad convivencial. “Para Ilich no había mayor don existencial que la presencia de un amigo,” dice Beck. Estaba convencido de que los vínculos mecánicos y las rutinas de la organización institucional imposibilitaban esos milagros del encuentro. Para Illich, más que desandar siglos, hay que volver a pensar el sentido de la convivencia, las posibilidades del afecto, el servicio de los instrumentos, el impacto de las instituciones, el efecto de nuestros deseos. El pasado no es el lugar al que hay que regresar. Es, más bien, un espejo que desafía nuestras certidumbres.
El enemigo del coche, de la escuela y del hospital estaba convencido de que hemos sido secuestrados por las herramientas. Poco a poco los instrumentos que fabricamos se convierten en fines y nosotros en títeres del artefacto. Rendimos culto a los utensilios que nos exclavizan. El camino, lejos de acercanos a la meta, nos aleja de ella. La medicina institucionalizada se ha convertido en la peor amenaza para la salud. A medida que diseñamos coches más veloces y hacemos más amplias las autopistas, entregamos más tiempo al traslado. Compramos un coche imaginando que el vehículo ampliará nuestra libertad cuando, en realidad, nos apriosiona. Nos hace trabajar para comprarlo y para alimentarlo cotidianamente con combustible. Nos encierra durante horas para trasladarnos de un lado a otro de la ciudad. Y la escuela, lejos de alentar el conocimiento, la curiosidad, el entendimiento, es un expendio de títulos que legitiman la exclusión. Un aberrante monopolio. ¿por qué consentimos que la escuela sea, en términos prácticos, requisito de pertenencia moral a la sociedad?
Javier Sicilia lo llamó con razón un “profeta de la desgracia.” Supo ver antes que nadie que nuestras instituciones son jaulas y que nuestros ideales engaños. En los expertos hemos depositado una fe incompatible con una sociedad abierta y fraterna. Nuestro tiempo, dice Ilich es del de las profesiones inhabilitantes. Nosotros tenemos problemas mientras los expertos dispensan las soluciones. A los técnicos corresponde decidir lo que es conveniente y a nosotros toca dar las gracias. A un abanico de técnicos hemos entregado cuidados que no deben transferirse nunca. La cultura no es propiedad de nadie.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
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