… ha reaparecido. Los visitantes del Osobruno estábamos desolados por la desaparición del blog político, satírico, misántropo, cínico, anarcoindividualista y softpornográfico de Pedro Aguirre. Con nueva dirección reaparece aquí.
… ha reaparecido. Los visitantes del Osobruno estábamos desolados por la desaparición del blog político, satírico, misántropo, cínico, anarcoindividualista y softpornográfico de Pedro Aguirre. Con nueva dirección reaparece aquí.
Martin Amis publica un artículo sobre su padre en el Guardian. El estilo de su paternidad, dice, fue "amigablemente minimalista." El trabajo lo hacía todo su madre. Sólo hasta que, a los 16 o 17 años empezó a leer libros para adultos, se convirtió en alguien que merecía su conversación. Y cuando empezó a publicar, se convirtió en alguien digno de sus correcciones. Martin comenta el libro de su padre sobre el uso del inglés, una obra de referencia que puede leerse como novela.
Hace quince años, Alan Sokal, físico de la Universidad de Nueva York hizo un experimento con la academia de la posmodernidad. Sospechando que ciertos círculos usaban el lenguaje científico para su charlatanería, decidió someter a prueba los criterios de una de sus revistas más prestigiosas. Con toda la jerga del discurso académica redactó una tontería monumental. Una colección de absurdos seriamente fraseada. Las citas de autoridad decoraban el texto dándole el empaque de una investigación científica. El título era ya una parodia: “Traspasando fronteras: hacia una una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica.” Detrás de la pedantería universitaria se escondía un argumento risible: las leyes de la física no son más que meras convenciones sociales. Un pacto social distinto alteraría sustancialmente la mecánica de las fuerzas naturales, incluyendo la gravedad. El experimento fue un éxito: la revista publicó la tontería sin percatarse de exhibía su connivencia con la estafa intelectual. Había publicado un ensayo de Troya.
Algo parecido ha sucedido recientemente en el periodismo español. El 11 de enero de este año el filólogo Francisco Rico publicó un artículo en El país criticando el acecho a los fumadores. Su texto tenía una posdata: “En mi vida he fumado un solo cigarrillo.” La línea no solamente era falsa sino que lo era ostentosamente. Rico fuma, fuma mucho y lo hace muy públicamente. Naturalmente cayeron las críticas: sobraban fotografías que demostraban que Rico no soltaba el cigarro. El hombre había mentido. A su defensa brincó el novelista Javier Cercas. Lo que un periódico cuenta, argumentaba, no puede responder exclusivamente a la verdad. En un gesto retóricamente pobre, ubicaba a Hitler como un cruzado de esa causa y citaba una frase suya (“Exigimos una campaña legal contra quienes propagan mentiras políticas deliberadas y las diseminan a través de la prensa”) como motivo para mantenerse en guardia frente a los perseguidores de la ficción. La crítica, decía Cercas, suele montarse en el humor y éste no puede ser mera constatación de hechos. Más aún: el entendimiento exige ficciones. Cuidémonos de los cruzados de la verdad, aconsejaba Cercas: su pudor inquisitorial les impide entender que la comprensión requiere algo más que hechos y datos: imaginación. Arcadi Espada, el más severo crítico del periodismo en España convirtió el artículo de Cercas en un bumerán. ¿Qué pasa si se emplea un argumento idéntico para proyectarlo en contra de su portavoz?
Si los ingredientes legitimados por Cercas eran la mentira y el humor, si el propósito era convertir una falsedad en una verdad moral, bien podría mentirse con gracia y con propósito… pero a su costa. Valdría recordar que Arcadi Espada y Javier Cercas están unidos por una antigua rivalidad que Yaiza Santos ha detallado en el blog de Letras libres. La nueva defensa de la ficción motivó a Espada a inyectarle a Cercas su propia poción. En un artículo del 15 de febrero, Espada se compadecía de Cercas por haber sido sorprendido en una casa de prostitución y enviado a la policía. La historia, por supuesto, no era real, era una broma; no era verdad pero daba una lección. Como en el escándalo Sokal, la única manera de defenderse de la burla era reconociendo el absurdo de la posición propia: denunciar la calumnia de la que Cercas era víctima era repudiar la mentira que antes había legitimado como recurso de la comprensión. Denfenderse era repudiar su propio argumento.
Sí: tengo un problema con Natalie Portman. Cada vez que la veo en una película tengo que correr a ponerme un suéter. Por supuesto: reconozco que es preciosa, que es la elegancia, que tiene una piel esplendorosa. No puedo negar su precisión actoral, el esmero con el que representa a una reina, a una nudista, a la compañera de un matón. Pero nada me dice, muy poco me comunica. Me parece tan atractiva como una perfecta escultura de hielo.
Una pieza sin defecto. En Closer, esa potentísima película de Mike Nichols sobre los demonios de la intimidad, Natalie Portman sostiene, sin duda, la tensión de su personaje. Alice, la nudista atrapada en una red de emociones, es representada correctamente. El problema es que no alcanza a despojarse en ningún momento de su ángel y sumergirse en bestia como lo hace el resto de los personajes a golpe de traiciones y verdades. Cuando el desamor llega, no la opaca. El resentimiento sale de sus palabras pero no surge de su intestino. La actriz grita pero no ruge; golpea pero no araña, llora sin desmoronarse. Natalie Portman siempre flota, intocada por la tierra, las sábanas, los cuerpos. Un colibrí. En los personajes que ha representado, ha cambiado mil veces de peinado pero apenas ha transformado la naturaleza de su personaje único: una belleza adolescente, vulnerable y frágil. Calva en Vendetta, pelirroja o con peluca rosada en Closer o con el chongo de la princesa Amidala, es siempre hermosísima y siempre helada. Eras perfecta, le dice Dan (Jude Law) en una de las últimas escenas de Llevados por el deseo. Lo sigo siendo, le responde Alice. Y en efecto, sigue siendo perfecta: herméticamente impecable.
El Cisne Negro, la película que le dará todos los honores de la actuación, parece una película sobre ella: una cinta sobre la frustrante perfección. La perfección como conquista muda e inexpresiva, como una tortura que busca una recompensa imposible. Una bailarina adicta a la exactitud es acosada por alucinaciones, autoflagelación, acosos y delirios. Una historia de horror que se pasea por las fronteras de lo chusco: la madre es una bruja, la comida es veneno, el cuerpo es poseído por alguna maldición, la noche es una pesadilla. Este trabajo de Aronofsky parece una continuación de Réquiem por un sueño, pero ahora se muestra que la obsesión, mucho antes que la cocaína, es el peor de los narcóticos. Ninguna dependencia tan monstruosa como la propia ambición. Nada tan destructivo como nuestra intolerancia al error propio. Nadie discutirá los méritos de Natalie Portman, cuando en el ritual conocido, dé las gracias a la Academia por su Óscar como la mejor actriz del año. Modificó su cuerpo para darle vida a una bailarina, su rostro aparece en primer plano durante toda la película; ella se desdobla en personajes torturados y le da vida a una guapa que sufre mucho.
“Solamente quiero ser perfecta,” dice Nina, la bailarina de la cinta. En El cisne negro, Natalie Portman vuelve a ser perfecta: Yo sigo con mi problema: la perfección me da frío.
Murió André Schiffrin, el aristócrata de la edición, como lo llamó Christopher Domínguez: «La suya es una empresa en defensa de una alta cultura, la editorial, que se convirtió, gracias al mercado y a la democracia, a través del libro de bolsillo, en una de las glorias del siglo XX. Schiffrin ha defendido, el arte de editar, una verdadera e idiosincrática iniciativa privada, contra la banalización de los catálogos y la tendencia a hacer del libro un mero sucedáneo al espectáculo de la comunicación masiva y del periodismo industrial.»
En las páginas finales de La edición sin editores escribió:
Las fuerzas del mercado (…) triunfan hoy más que ninguno de los dos bloques en el pasado, imponen sus miras totalmente más que las antiguas maquinarias de propaganda. Nuestras ciudades están atiborradas de paneles para pegar carteles, la publicidad domina la radio y la televisión, el cine es un modo cada día más eficaz de difusión de la ideología del consumo. La maquinaria internacional de persuasión comercial es más poderosa que todo lo que se hubiera podido imaginar hace unos años.La batalla también se desarrolla en el terreno del libro, que poco a poco se convierte en un simple apéndice del imperio de los medios, ofreciendo diversión ligera, viejas ideas, y la seguridad de que todo es lo mejor en el mejor de los mundos. ¿Por qué diablos los que poseen máquinas tan provechosas en el cine y la televisión aceptarían producir, con menos beneficio, libros susceptibles de hacer reflexionar de otra manera, de poner de manifiesto las dificultades? (…) La publicación de un libro no orientado hacia un beneficio inmediato es ya prácticamente imposible en los grandes grupos. El control de la difusión del pensamiento en las sociedades democráticas ha alcanzado un grado que nadie pudo imaginar. El debate público, la discusión abierta, que son parte integrante del ideal democrático, entran en conflicto con la necesidad imperiosa y creciente del beneficio. Lo que se forma en Occidente es el equivalente al samizdat de la era soviética. Por supuesto, hoy los editores independientes no se arriesgan a la prisión ni al exilio. Se les deja el derecho de buscar las fallas que persisten en la armadura del mercado, y persuadir a quienes deseen con sus pequeñas tiradas y su difusión restringida.
Un Paul Klee en prosa. Así describía Susan Sontag a Robert Walser. Las notas del gran escritor suizo sobre el arte de la pintura son de una belleza extraordinaria. Apuntes de una profundísima ligereza. Observaciones leves y al mismo tiempo hondas. Burlas de la crítica y de la erudición, son un notable testimonio de la experiencia creativa. Me he encontrado con sus líneas en un volumen dedicado precisamente a recoger sus tentativas de crítica estética. Hay una versión de Siruela pero yo las conozco por su versión en inglés.
En una breve narración, Walser se adentra en genio del pintor. El diario de un paisajista retrata al artista como el hombre que confía, como nadie más podría hacerlo, en el mundo y en sí mismo. Confianza en su pincel, en los colores que escoge, en la mano que dirige el trazo y, sobre todo, en ese ojo que examina el mundo sin distraerse en pensamiento. La inteligencia es artísticamente estéril: pinto con mi instinto, mi gusto. Son mis sentidos quienes pintan, dice. El ojo manda. El ojo del pintor es como un ave de presa siguiendo meticulosamente cada movimiento del conejo. Será por eso que la mano del pintor le teme.
El escritor suizo que no fue dueño ni de una mesa ni de los libros que publicó, contempla el arte como quien se baña con el viento. En una notita relata una aventura con su casera. En su habitación había colgado la reproducción de un cuadro de Lucas Chranac, el viejo. Era la fotografía de “Apollo y Diana.” Una tarde se percató que la dueña lo había descolgado. De inmediato le escribió un mensaje preguntándole por las razones de su intervención. Estimada señora: ¿le ha causado alguna molestia este cuadro de prístina belleza? ¿Lo considera feo? ¿Lo cree indecente? Le ruego a usted me permita regresarlo a su sitio, confiado en que nadie lo quitará de ahí. Ahí permaneció. Y la casera, quien tal vez pudo ver ese cuadro con nuevos ojos, le remendó los pantalones al inquilino.
Walser muestra la capacidad del arte para abrirnos la mirada. En una exposición, el escritor puede sentir el aguijón de mil estímulos. Al hablar de una muestra de arte belga, el paseante divaga. Apenas registra los motivos de los óleos pero suelta el lápiz para hablar de recuerdos y amores. El momento central de esta compilación es su encuentro con un cuadro de Van Gogh. Se trata de “La arlesiana.” Es el retrato de una mujer de campo que, dice Walser, francamente no es hermosa. Está entrada en años y viste ropa ordinaria. Rostro duro. Nada le atrajo de este cuadro. Por ningún motivo quisiera poseerlo. Pero algo escondido a la primera mirada se va revelando con la atención. Walser descubre la vitalidad de los colores, la delicia de las pinceladas. Van Gogh contaba una fábula solemne en ese cuadro. La mujer abría su vida. Había caminado las calles y los campos, había ido a misa, seguramente había tenido algunos amantes. Y un verano, un pintor, tan pobre como ella, le dijo que quería retratarla. Posó para él. Él la pintó como es: simple, honesta. Sabe, por supuesto, que no es cualquier persona. Para el pintor no hay nada que sea cualquier cosa. Sin mucho esfuerzo, algo grandioso y noble emergió del lienzo: la solemnidad del alma.
Frente a este cuadro, agrega Walser, muchas preguntas encuentran su signficado más sutil, más fino, más delicado: que no tienen respuesta.
¿En qué andábamos pensando?, se pregunta Carlos Lozada desde el título de su libro más reciente. Se refiere a era Trump que parece que finalmente llega a su fin. ¿Cómo entender estos cuatro años? ¿Qué dice este tiempo de la democracia, de la sociedad, de las emociones públicas, de la ansiedad contemporánea? El crítico del Washington Post tomó la radiografía de una época que pretende encontrar su propio sentido. Más de 150 libros de todas las perspectivas y todos los enfoques. Los estantes de esta “historia de lo inmediato” incluyen crónicas de la pobreza rural, manifiestos de resistencia política, trabajos sobre género e identidad, advertencias de extremismo político, alabanzas del genio empeñado en recuperar la grandeza de los Estados Unidos, profecías sobre el destino democrático, crónicas sobre el manicomio que ha sido la Casa Blanca.
El arco temático e ideológico de este recorrido es extraordinario. Crónica, ensayo, piezas académicas, reportajes, meditaciones filosóficas. Los politólogos discuten sobre la agonía de la democracia liberal. Los críticos literarios se lamentan por el sitio de la verdad en el espacio público. Los filósofos se cuestionan sobre las tensiones entre ciudadanía e identidad. Los sociólogos y los antropólogos retratan el nuevo rostro de la miseria y de la exclusión. Los activistas usan la imprenta para organizar la resistencia. Los reporteros se infiltran en las reuniones del poder para retratar el caos.
Mi preocupación, dice Lozada “no es saber cómo llegamos aquí, sino cómo pensamos ahora.” El ejercicio es valiosísimo. Esa biblioteca urgente conforma un mosaico de perspectivas, enfoques, talantes que son brújula en el presente y serán testimonio de un tiempo para los historiadores del futuro. Para descubrir las pistas del presente, Lozada ha formado una lista de lecturas esenciales. Libros que arrojan luz a un tiempo ardiente y confuso. Quien quiera entender este tramo de la historia de los Estados Unidos y quiera asomarse a la sombra que de ahí se proyectó al mundo, se servirá enormemente de esta valiosísima guía bibliográfica.
Está, por supuesto, el libro Hillbily Elegy, el testimonio de JD Vance sobre el nuevo rostro de la pobreza en Estados Unidos. Está también el panfleto de Timothy Snyder sobre los peligros del populismo autoritario y la mirada de Masha Gessen sobre el peligro de un nuevo régimen totalitario. Un apartado importante es el que se le dedica a los delatores que salieron de la órbita trompeana para denunciar el delirio del comandante en jefe y los reportajes como los de Woodward que logran adentrarse en las reuniones de gabinete y explorar los caprichos presidenciales.
El mapa que dibuja Lozada permitirá identificar la intensidad de las polémicas contemporáneas, la seducción de un personaje a un tiempo abominable y representativo, las distintas fibras de la conversación y el malentendido de nuestros días. El catálogo de novedades de Lozada se convierte en algo más: termómetro de una cultura.
Ha dicho Lezsek Kolakowski que un filósofo que no se ha sentido, por lo menos alguna vez en su vida, un charlatán, no merece ser leído. Una mente tan estrecha, incapaz de tomar distancia de sí misma, no puede ser tomada en serio. Para pensar hondo hay que reírse a boca abierta—y empezzar en la cita con el espejo. Sólo el humor nos salva del malhumorado y sentencioso dogmatismo.
El filósofo polaco ha publicado recientemente una amorosa introducción a la filosofía, en donde se percibe esta inteligencia alerta e irónica. Más que recuento o celebración de teorías, se trata de una gozosa apreciación del ánimo que la alienta. No es, por ello, una cronología de descubrimientos, sino un collar de interrogantes. El libro, que aún no aparece en español, lleva título leibnitziano: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada? 23 preguntas de grandes filósofos (Basic Books, 2007). Como sugiere el nombre, este librito de 223 páginas no quiere ser un manual condensado de la disciplina, sino un acercamiento a sus preguntas esenciales y al esfuerzo por responderlas. Los 23 ensayos breves son 23 anillos: preguntas que desembocan en preguntas. Enigmas del mundo, del conocimiento, del bien, de la fe, del poder o del deseo que sugieren más misterios.
Si bien puede advertirse en el sabio polaco una dulce sensibilidad religiosa, ésta no lo conduce a la ruta devocional. No cree, como Leo Strauss por ejemplo, que cualquier expositor de los clásicos es un torpe aprendiz que apenas roza la infinita sabiduría que se oculta entre los jeroglíficos de su escritura. Para el devoto, exponer las ideas de un genio es practicar una ceremonia de revelación. En Kolakowski, por el contrario, la admiración no está peleada con el tuteo y la consecuente réplica. El gran estudioso de Marx y Pascal no se queda con la palabra en la boca. En este recorrido invita a sus clásicos a conversar con él, alrededor de un vaso de vodka. Lejos de ser un simple expositor de ideas ajenas, es un conversador que descifra e inquiere. En este libro recupera así las preguntas centrales de Platón y Descartes; de Kant y Schopenhauer con extraordinaria gracia y delicadeza. La sencillez del recuento preserva la fineza de la percepción y el juicio, sin dejar de anotar las insuficiencias o los agujeros de su visión. Cada concepto es pulido para mostrarlo como joya de la inteligencia. Pero Kolakowski mantiene en todo momento distancia de aquella tentación reverencial. No pinta logros sino retos. Será que las cúspides del pensamiento filosófico no son de mármol, sino arenosas.
Una pregunta crucial no se responde nunca. Vive porque fecunda otras preguntas. La vitalidad de la filosofía radica entonces en su carácter irremediablemente inconcluso. Si tiene sentido leer y releer a San Agustín no es por el hecho de que resuelva nuestros problemas sino porque los nombra. Por el territorio de la filosofía no desfilan autoridades, esas fuentes de convicción que se colocan por encima del examen, sino curiosos. El polaco sabe bien que la reverencia de los académicos no está desligada del dogmatismo. Ese es quizá, el gran mensaje de Kolakowski en éste y otros libros. El amor a la verdad es incompatible con cualquier cartucho de certezas. Si la filosofía ambiciona autoridad, se derrota. Tiene razón: ¿sólo a preguntar nos enseña la filosofía?
Como un guiño a la institución que la hospeda, la exposición de Anish Kapoor en el Museo Universitario Arte Contemporáneo hace alusión a dos escuelas: la de arqueología y la de biología. Es una advertencia de las antinomias esenciales del escultor. Resulta difícil conciliar los dos universos se confrontan en el trabajo de Kapoor. La pureza cósmica y el caos visceral. La luz que refleja todos los brillos y una luz extinta. El espejo y el intestino.
Dos fugas: enterrarnos en nuestro cuerpo, escapar de él. Destazar el cuerpo, congelar su imagen. La obra de Kapoor es el juego de la proyección. El espacio como pasadizo a otro sitio. La materia se lanza hacia el infinito, hacia lo recóndito, hasta el origen. Siempre hay algo más allá del espacio, ha dicho. Esa es precisamente la sensación del espectador ante sus piezas. Esculturas que sojuzgan o aligeran al espectador. Ser devorado por la oquedad de sus negros infinitos, perder contorno en sus reflejos, abismarse en su carnicería. Miedo, gozo, asco, alegría, embeleso.
Una pieza de 2013 en Versalles conversaba con el cielo. Con un enorme plato le regresaba su imagen a las nubes. También ha puesto de cabeza a los museos y le ha regalado a las ciudades frijoles para retratarse. “Nuestra misión como artistas es tener la intuición de lo cósmico, ha dicho.” En una de las salas de la exposición puede verse su laboratorio para otro universo. Un cubo de acrílico que capta el nacimiento de lo que puede ser el primer átomo, la primera galaxia o la primera bateria. Por esa intuición se rinde ante la seducción del espejo y del bisturí. Reflejo y fisura del cuerpo. La membrana que envuelve nuestras tripas traza la frontera esencial de nuestra vida: los intestinos y el mundo. “La piel, continúa diciéndole a Julia Kristeva, es una membrana de unión, es permeable y transparente. Contiene y constituye un vehículo de identidad entre el adentro y el afuera. Lo que está adentro es profundamente misterioso como lo que está en el cosmos y en muchos aspectos le es idéntico. El cuerpo, el espíritu y el cosmos son todos ellos poéticamente poderosos e interdependientes.” Esa misteriosa correspondencia del cuerpo y el universo puede advertirse en la exposición del MUAC. Los infinitos de la entraña y el cosmos.
Fascinantes paralelos: el hígado y el cristal. El polvo y la nada. El monolito y el arenero. Lo delicado y lo grotesco. Explosiones y contracciones. El huevo y el útero. El horizonte y el drenaje. Gotas, granos, destellos. La luz perfecta reflejada en las formas más puras. Negritud absoluta que nos succiona. El caos de las tripas y el tiempo que lo pudre todo. Una piedra le abre una cavidad al infinito. El color se espolvorea liberándose de su forma. Fluye el pigmento. El observador se multiplica en las piezas de Anish Kapoor. También se pierde en ellas. Misterios de la luz y de la oscuridad.
Un millón de gracias, querido amigo. Y no es cierto que más del 90% de la gente que visita tu blog lo hace sólo para leer mis impertinencias. Según encueastas no rebasa el 80% (barely).
Un abrazo