Pescada aquí
La revista conservadora First Things publica una defensa del asco como una valiosa forma de conocimiento anterior a la razón. Joe Carter sugiere que la repugnancia descansa en una sabiduría que no alcanza expresión verbal. Sin hacer alusión directa al libro de Martha Nussbaum contra el asco como indicador moral, concluye que quien prescinda de esa herramienta le abre la puerta al incesto, la necrofilia y al bestialismo.
Puede verse más del tema, por acá…
Por estos rumbos he registrado la galería que Steve Pyke ha compuesto de filósofos contemporáneos. Ahora descubro que ha pasado de las universidades inglesas a las catacumbas de Guanajuato para fotografiar a sus momias. Cuenta el fotógrafo que al verlas se sintió en un templo con una congregación congelada. Quien quiera asomarse a las imágenes, puede hacerlo por acá. Pero recomendaría más visitar a sus escritores respirando.
La BBC planea un programa que reconstruirá la producción de La vida de Brian y la tormenta que suscitó. La cinta de Monty Python fue prohibida en Irlanda y varias partes de Estados Unidos por ser considerada blasfema. La cinta agitó un debate que anticipaba la polémica de los Versos satánicos. De un lado, quienes consideraban que la religión podría ser tratada con la misma severidad (y humor) que la política. Del otro, quienes pensaban que nadie podía burlarse de la religión porque ofende al Creador o a los creyentes. Aquí pueden verse fragmentos de la película y aquí trozos de un debate televisado.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
“El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre ‘antiguo’, al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres.”
De esta manera Svetlana Alexsiévich presenta su réquiem del imperio soviético. El fin del homo sovieticus (Acantilado, 2015) es una memoria polifónica que puede leerse como la mejor medicina contra el populismo. El pueblo no habla con una voz ni mira en una dirección; no hay un enemigo ni una perversa conspiración. Muchos acentos, emociones, recuerdos. Imposible comprimir la experiencia en un veredicto, absurdo imaginar una vivencia única y coherente. La historia del experimento que comenzó hace un siglo es un mosaico que capta la contradicción irresoluble.
En su último trabajo, François Furet hablaba con razón del “embrujo universal de octubre.” El gran historiador de la Revolución Francesa se acercaba en El pasado de una ilusión (Fondo de cultura Económica, 1995), al terremoto ruso para desmenuzar los paralelos. En 1917 hay una ambición universal que se asemeja a la de 1789: ser anticipo de lo inevitable; el faro de la humanidad. Quizá en ese embrujo cuente la trenza de su contradicción. Por una parte, se levanta como acatamiento de un dictado histórico; por otra, como emancipación de esa orden.
Comprender la historia como dictado termina todo recato: no es el deseo del hombre sino el imperio de una mecánica imbatible lo que gobierna el mundo. La violencia se despoja así de significado moral. La dictadura es la inocente correa del tiempo, un deber, no un capricho. Una pedagogía, no una emergencia.
La Revolución será justificada como una consecuencia de la historia científicamente descifrada pero, al mismo tiempo, es una liberación de su imperio. ¿Por qué es tan fascinante la revolución rusa?, pregunta Furet. Porque “es la afirmación de la voluntad en la historia, la invención del hombre por sí mismo, figura por excelencia de la autonomía del individuo democrático. En esta reapropiación de sí mismo, tras tantos siglos de dependencia, los héroes habían sido los franceses de finales del siglo xviii; los bolcheviques entran al relevo.” La revolución se ofrece como consecuencia de una ley histórica. Y, sin embargo, la irrupción rusa es la más ostentosa negación de ese libreto. La Revolución Rusa: puesta en escena de un libreto y el escarnio de ese guión. Invocar la historia, burlándose de ella.
“Ningún escritor sensato cree en las entrevistas,” escribió Enrique Vila-Matas, en un artículo sobre el género que publicó hace casi diez años en El país. Como las preguntas que hacen los periodistas son casi siempre las mismas, la única manera que tiene el escritor para no morir de aburrición en los interrogatorios es inventar siempre una respuesta distinta a la misma pregunta. Por eso pedía que no se tomara muy en serio el género. Citaba a John Updike quien advertía ahí un fraude inevitable: en una entrevista uno dice algo de más o algo de menos a lo que quiere decir. Sugería algo más: el escritor que se deja entrevistar traiciona su propio oficio. Deja su terreno, que es el de la escritura, y se convierte en un charlatán cualquiera. Lo que el escritor dice está en sus novelas, en sus relatos, en sus poemas. De esa desconfianza viene aquella admirable carta-poema de José Emilio Pacheco a George B. Moore para negarle una entrevista: “importa el texto y no el autor del texto”, le dice. Nada tengo que agregar a lo que escribo:
Si le gustaron mis versos
¿qué más da que sean míos / de otros / de nadie?
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
Y sin embargo, la entrevista, cuando escapa de la trivialidad periodística, es un admirable género literario. La obra de Borges, por ejemplo, no está completa sin esos diálogos que capturan la chispa de sus reflejos, su humor, su erudición perfectamente metabolizada. Como bien dice Alejandro García Abreu, para ser literatura, la entrevista debe encontrar “un equilibrio de perspicacia e imaginación entre las partes, un gesto de complicidad, a la vez que deviene en un reto. Cuando el entrevistador sobrepasa los estándares del mero periodismo logra que el entrevistado ensaye oralmente, que elabore un texto inmediato.” Esa literatura que ha ido cultivando García Abreu durante años es recogida en su libro más reciente: El origen eléctrico de todas las lluvias. El libro publicado por Taurus salió de la imprenta en los días más severos del encierro. Quizá por ello no tuvo la recepción que merecía en las librerías ni en la crítica. Se trata de una colección de entrevistas que el crítico ha hecho durante una década con escritores, pensadores y artistas como Roberto Calasso, Jorge Edwards, Emmanuel Carrére, Claudio Magris, Norman Manea, Charles Simic o Monika Zgustova.
Salvador Pániker, el brillante dietarista catalán que publicó un par de libros de conversaciones, formuló una tesis que se conoce como el “teorema de Pániker”: “Todo entrevistado acaba reducido a los límites mentales del entrevistador”. Algo así dice Claudio Magris en el prólogo de la compilación: quien cuenta en la entrevista es el que plantea las preguntas. Frente a una pregunta insignificante, no hay quien pueda dar respuesta con sentido.
En las entrevistas de García Abreu se trazan líneas de una crítica instantánea y una autobiografía intelectual. La compenetración del crítico con la obra del interlocutor le permite adentrarse a la médula, estimulando en el creador una reflexión fresca y muchas veces aguda, sobre el brote de la intuición creativa, las diálogos ocultos, el vínculo íntimo entre una obra y la siguiente. La admiración del crítico le permite detectar la pasión esencial del creador. No encontraremos aquí una charla informal, espontánea, azarosa sino el despliegue de una estrategia sesudamente preparada por el cazador. El libro celebra la fricción de las inteligencias en la conversación. De ahí el título que proviene de una línea de Vila-Matas en Marienbad eléctrico: conjugar la serenidad y rayo repentino: viajar “al origen eléctrico de todas las lluvias.”
Un incendio en medio del desierto y la espalda desnuda de Charlize Theron. Dos secretos: ¿qué provocó el fuego en el centro de la nada?, ¿de dónde viene el hielo de la belleza? Esas son las dos primeras escenas de Fuego, la nueva película que Guillermo Arriaga no quiere que sea suya. Él escribió el guión y la dirigió pero insiste en que esta película no tiene propietarios: es el trabajo de todos los que participaron en ella.
A pesar de que en los créditos no aparezca la leyenda “una película de…”, la pluma de Arriaga es notoria desde el principio. Sus conocidos empeños narrativos son bien visibles: historias, lugares y tiempos que se entretejen para mostrar un complejo arco de emociones. Un cine repleto de alegorías, fascinado por nuestras sombras; nublados rompecabezas que indagan el tormento de la culpa y el anhelo de redención; perturbadores parentescos de sangre. Arriaga regresa al territorio que conoce. Vuelve a decir lo que ha dicho, y lo dice de la misma manera en que ya lo ha dicho. El amor prohibido, la animalidad humana, la insufrible sobrevivencia. La cinta muestra con gran elocuencia el peso de los dolores viejos. La estructura misma de la película enfatiza la cicatriz sobre la herida. Más que la tragedia, su perseverancia. Arriaga reconoce sus tics literarios y se escuda en una fórmula de Sábato: no somos nosotros quienes elegimos nuestras obsesiones, decía Sábato. Ellas nos escogen.
La fotografía es espléndida, las actuaciones magníficas, el libreto en general funciona (aunque tropieza en un par de ocasiones) y los relatos andan a su ritmo. Este llano en llamas (así se titula la película en inglés: The Burning Plain) es una película de hechura impecable. Pero lo que se extraña en esta cinta es osadía. El cazador no tuvo el valor para rechazar la comida congelada (aunque haya sido preparada por él mismo) y salir a la aventura de la caza. El talento del escritor se tumba en sus hábitos. Por supuesto, Guillermo Arriaga insiste en trasquilar la cronología y en desintegrar los mapas. El problema es que el acertijo no engancha emocionalmente como lo consigue 21 gramos, su obra maestra. Es que ahí la ruta enigmática de las narraciones no es meramente un crucigrama intelectual, sino una brutal exploración de intimidad. En fuego se repite el desafío al espectador que es llamado a acomodar las piezas de varias historias, pero el reto se vuelve superficial en lo emotivo y bobo en lo detectivesco. Los habitantes de esta “obra de cine” no alcanzan la complejidad que los haga entrañables. Los hilos de las historias se van enlazando poco a poco y se descubre finalmente el lazo entre el fuego en el desierto y la helada sexualidad, pero las vidas no conforman volumen. Después de coser los trozos en el lienzo de lo inteligible, aparece un melodrama extraordinariamente simple. La película vale la pena por las admirables actuaciones de Charlize Theron y de Kim Basinger, pero ni su maestría actoral logra insertar vida a los personajes. Este fuego, más que un llano ardiente, es fuego plano.
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