Mucho sobre el bicentenario de Darwin. Destaco el artículo de Olivia Judson en el New York Times donde recuerda su inteligencia, su sensibilidad, su humor y su imaginación. Un hombre genial por sus descubrimientos, pero sobre todo, por su visión. Richard Dawkins expone por qué importa Darwin. Para Dawkins, la idea de Darwin, puede ser la más poderosa en toda la historia de la humanidad, una noción cuya validez trasciende el planeta. (Aquí, por cierto, se puede oír a Dawkins, leyendo El origen.) La página del New York Review of Books saca varios artículos del archivo. Entre ellos, uno de Oliver Sacks y otro de Stephen Jay Gould sobre lo que llama "fundamentalismo darwiniano," cuestionando a Dawkins por transformar una ciencia en ideología. En Prospect se destaca su repudio de la esclavitud. Damien Hirst habla del cuadro pintó pensando en él y que será portada de una nueva edición de El origen de las especies:
Penúltimosdías publica una traducción al ensayo que registré ayer: "Adiós a la era de los periódicos (bienvenida una nueva era de corrupción)". La traducción es de Juan Carlos Castillón.
Peter Gabriel no tiene mucha prisa: una década para incubar cada disco. Hace ocho años sacó Up y hasta ahora publica un trabajo completo. Se trata de un disco de covers: versiones de canciones ajenas. A decir verdad, el género es sospechoso. Que Peter Gabriel ofrezca su versión de éxitos prestados podría ser indicador de una creatividad en declive: treparse al éxito de otros porque uno no tiene nada nuevo que decir. Karaoke que apenas inserta voz a una cinta fija de sonidos. Las piezas que Peter Gabriel esculpe con el barro de canciones viejas y nuevas son todo lo contrario: la expresión de plena vitalidad artística, una de las obras más ambiciosas de su carrera. El disco se titula Scratch My Back
: ráscame la espalda. El trabajo no es la aplicación de otra voz a una canción conocida. Es una transcripción: el clásico arte de la traducción de lenguajes musicales. No es la garganta lo único que cambia en este disco, es la atmósfera que envuelve las melodías, el ritmo que las anima, los sonidos que las arropan. Desnudando canciones ajenas, Peter Gabriel las hace plenamente suyas, les saca la pulpa que el original escondía y restaura en muchas ocasiones el mensaje que hasta su autor ignoraba.
Peter Gabriel ha envuelto su música con capas de sonido y la ha animado con chicotes de ritmo. Buscando en todos los rincones del mundo, acercándose a las tecnologías más modernas, ha coleccionado un riquísimo mundo de tonalidades. Instrumentación tupida que combina arpas africanas y sintetizadores. Sus experimentos con Genesis, su extraordinario trabajo con Scorsese musicalizando la agonía de Cristo, su colaboración con músicos como Nusrat Fateh Ali Khan, los Blind Boys of Alabama o Youssou N’Dour, su trabajo curatorial al frente de Real World le han entregado un prodigioso acervo de sonidos, rumores, voces y ecos. De ahí la exuberante vegetación, la arenosa musicalidad que conocemos en Peter Gabriel. Pero desde Up, su disco anterior, se percibe una búsqueda: ya no la densa envoltura, sino la desnudez ósea del canto. Entre la densa musicalidad de aquel disco, despunta una canción enigmática: “La gota.” La pieza tiene apenas el acompañamiento de un piano que evoca la melancolía de Arvo Pärt. Ahí estaba la semilla de su nuevo proyecto: despojarse de los adornos, soltar lo inesencial y encontrar, como apenas canta aquella canción, la simpleza trágica de la caída.
Ahora, en Scratch My Back, Peter Gabriel sigue su búsqueda de lo primordial. Ha tomado como ingredientes canciones de David Bowie, de Radiohead, de los Talking Heads, de Paul Simon. No ha pasado revista a los clásicos: ha seleccionado piezas que le resultan entrañables. Las ha pulido con los arreglos de John Metcalfe. No se escuchan guitarras ni batería. Ningún sintetizador disparando sonidos improbables. Tan solo violines, cellos, piano y algún coro. Se sienten por ahí aires de Philip Glass, de Arvo Pärt, de Stravinsky. Arrancándole toda la grasa de la ornamentación quedan al descubierto letra y melodía. El resultado de la transcripción es sobrecogedor. Una movida canción de David Byrne que tapa con su estruendo una letra estrujante se convierte en un himno sobre las voces que escucha un terrorista. El júbilo sudafricano de Paul Simon, tan lleno de tambores, trompetas y acordeones transformado en un lamento lánguido. La letra de cada canción brilla con la dicción puntual y una parca entonación. El tono es sombrío: voz de niebla y óxido.
Hace un par de años, Fernando Savater publicó "La política y el amor."
Amor y política tienden a la obsesión monotemática, a excluir todo lo demás para imponerse, es decir -en los casos más graves e incurables-, al romanticismo. Como expuso Gregory Vlastos en su excelente estudio sobre la figura de Sócrates (Cambridge University Press, 1991): "Singularizar uno de los muchos valores de nuestra vida, elevarlo tan alto por encima del resto que debamos elegirlo a cualquier precio, es una de las muchas cosas que han sido llamadas romanticismo en la época moderna. Su típica expresión es el amor sexual". Añado por mi cuenta que la política es otra de ellas. Y por supuesto el aura romántica no disculpa ni aminora las barbaridades que en último extremo algunos posesos pueden cometer al dejarse arrastrar por su manía fatal: los celosos que asesinan a su pareja cuando decide abandonarles o los terroristas que matan sin escrúpulos a quienes se oponen al cumplimiento de su ideal son probablemente románticos en fase terminal y no por ello menos abominables.
De modo que el amor y la política son obnubilaciones arrebatadoras aunque socialmente imprescindibles, y por lo tanto las autoridades pretenden encauzarlas para minimizar riesgos. En cuestiones de amor se aconsejaba un noviazgo largo y casto (si es posible, dirigido por los padres de ambos), un matrimonio conveniente bendecido por la Iglesia ("es mejor casarse que abrasarse", San Pablo dixit), los hijos que correspondan, la resignación a un aburrimiento digno y sin encharcamientos sensuales.
En su estupendo prólogo a Matar a un elefante, Arcadi Espada resalta un descubrimiento de Orwell: la política y el periodismo son sistemas eufemísticos. Artilugios para trastornar el sentido de las palabras. Dulcificaciones del lenguaje para que no desagraden a ningún paladar; acolchonamiento de las palabras para que nunca raspen: complejos dispositivos del encubrimiento. El cazador de periodistas tiene razón, pero tal vez se queda corto. El ocultamiento de la palabra rasposa no es vicio profesional. Toda plataforma de comunicación está tentada por el eufemismo. No son sólo el reportero y el candidato quienes retocan la verdad y esquivan la palabra espinosa para emplear el término confortable. Todos usamos las palabras como máscara y como bálsamo. Al hablar untamos crema y esparcimos velos.
Una de las herramientas del camuflaje es la manipulación silábica. Las palabras no serán líquidas pero son elásticas. Una palabra puede encogerse, doblarse, expandirse. Un par de letras empleadas como prefijo pueden apocar o ensalzar lo que anticipan. El efecto de ‘post’ sobre cualquier palabra es mágico: la cosa más ordinaria adquiere por efecto de esas letras la profundidad de un misterio académico: la condición postdoméstica merece un seminario y alguna beca. Es perceptible la propensión a prolongar las palabras como si la hinchazón silábica agregara dignidad a quien las pronuncia. Karl Popper habló en algún momento de esa epidemia. Hablaba de esa extraña persuasión de los charlatanes que creen que un esdrújulo cargado de prefijos era certificado de profundidad. Soy demasiado tonto para descifrar esas palabras, decía el filósofo que no cojeaba precisamente de modestia. En esa vena, el filósofo vasco Aurelio Arteta ha hablado de la moda de los archisílabos. Los locutores nos han contagiado su verborrea, como si el resto de los mortales también tuviera que llenar el tiempo con saliva. Hay que colmarse la boca de palabras, de palabras largas. Ya no se trata del blablablá de siempre, sino de un pujante blablablablablá.
Ya no hay método, todo es metodología; se señaliza pero no se señala. Las cosas se complementan para no completarse. Por supuesto, los políticos se posicionan y emiten posicionamientos pero no se sitúan en ningún lado ni adoptan una postura; mucho menos, deciden. Las medicinas han sido sustituidas por los medicamentos. La vinculación ha matado al vínculo y el enjuiciamiento al juicio. Nadie habla de normas, todos pontifican sobre la normatividad. La problemática anula los problemas. Los documentos han desaparecido, ahora hay pura documentación. Gobernabilidad se oye bien, pero gobernación (que bien nos ahorraría dos sílabas) nos suena burocrático. Y el anteriormente ha eclipsado al antes, mientras el pomposo posteriormente ha borrado al prosaico después. Chesterton sugería un ejercicio mental. Como rutina de gimnasia neuronal, uno debería esforzarse en expresar una opinión en palabras de una sola sílaba. Cuando uno adelgaza sus palabras se ve obligado a pensar, decía el gordo de las paradojas. Habría que decir que, en inglés, la comunicación monosilábica encuentra sitio pero, en español, termina siendo bastante fachosa, a menos de que digamos: yo voy al mar a ver el sol.
Otra forma de manipulación silábica es la devoción por los prefijos y el lamentable desprestigio de los sufijos. Ir a la megamarcha del domingo parece un compromiso histórico indeclinable. ¡Claro que voy a ir! Llego a las 7.00 en punto. Pero desmañanarse para desfilar en la marchota no vale ni una pancarta. Construir una megabiblioteca emociona como si se tratara de un proyecto vasconcelista pero levantar una bibliotecota parece lo que es: una tontería mega-lómana. La prensa informaba hace poco que se ha inventado el nanolibro más pequeño del mundo, un libro producido a nanoescala en unos laboratorios canadienses. No parece ser una invención particularmente práctica porque se necesita un microscopio para leerlo y, al parecer, no se pueden doblar las hojas para acordarnos dónde nos quedamos. Lo que es claro es que, si al invento se le hubiera llamado simplemente libritito o peor aún, librititín, nadie habría tomado por seria la chifladura.
Este
viernes se estrena Vuelve a la vida
en salas de la Ciudad de México. La película se anuncia desde el principio como
un accidente feliz. Por alguna casualidad, el director, Carlos Hagerman se
enteró de la cacería de un tiburón inmenso en el Acapulco de los años 70.
Maravillado con el relato, fue en busca de los testimonios necesarios para
cocinar el guión de una película que retratara el encanto del puerto en esa
época y la recontara la hazaña. Al recoger las voces de los testigos y
protagonistas de la historia, se dio cuenta que no era necesaria la cocción.
Así, crudos con el único condimento de la revoltura, sabrían mejor. La ficción
estorbaba. En el borbollón de testimonios, de recuerdos, de anécdotas, estaba
todo lo necesario para la cinta. Ahí estaban todos los ingredientes de Vuelve a la vida: ceviche azaroso y
fresco que no es otra cosa que una leyenda entrañable.
Acapulco en
los años 70; un buzo, una modelo de Vogue y una tintorera asesina. El personaje
central es magnífico, inolvidable. Un buzo bohemio, mujeriego, con facilidad
para la mentira y la parranda; un narrador excepcional que seducía a su oyentes
con cuentos y fantasías. Un hombre libre que contagiaba vida. Acapulqueño con
cuchillo a la cintura entregado al llamado de la aventura. Guía de Tarzán y de
los Kennedy que nadaba en el agua como un pez, casi sin moverse; que se sumergía
a las profundidades para salir con las manos repletas de ostiones. Se le
conoció como “Perro largo” y fue una auténtica leyenda de Acapulco. La película
borda el mito con palabras donde se confunden memoria y fantasía; admiración y
cariño. De su vida y milagros hablan los que fueron tocados por él. La modelo
de Vogue conquistada y transformada
por el buzo apasionado y el hijo güero y pecoso que trajo con ella. Las muchas
voces de un puerto donde había humor, piquetes de burla, pero nunca hostilidad.
La leyenda
del Perro largo no es la del héroe solitario, el ídolo remoto y su corte
reverente. La leyenda que se cuenta en realidad es la de una comunidad que gira
alrededor de esa chispa vital. El coctel de afectos y recuerdos compartidos, de
enseñanzas, de revelaciones. El verdadero protagonista de Vuelve a la vida es un Acapulco fabuloso—no por el revoloteo de las
actrices de Hollywood o los pasatiempos de los turistas famosos, sino por la práctica
de la camaradería natural, por la música de la amistad, por la famila. Hagerman
tiene la elegancia de no recurrir jamás a la engolada voz en off que guía o,
más bien, manipula la emoción del espectador, pero en la película hay mucho de
nostalgia de vieja postal, una nostalgia que no se abandona al sentimentalismo,
sino que evoca, delicadamente, la añoranza.
La hazaña medular
de la película no es la del pescador solitario frente a un pez inmenso, sino la
de una comunidad que se descubre derrotando a un monstruo. Perro largo y otras
25 personas logran arrancar al tiburón gigante del mar—entre carcajadas, tragos
de cerveza y una buena mariscada. La cinta se aleja ahí del testimonio para
abrazar el rito. No se queda en el recuerdo: celebra, revive, como anticipa el título. Reescenificar el pasado para
transformarlo en fiesta, comunión. Cuando la directora francesa Agnés Varda se
propuso filmar, ya octogenaria, una película sobre su vida, caminó hacia atrás
frente a la cámara para desenrollar sus recuerdos. Habló, recordó, trajo
fotografías y cintas viejas pero, sobre todo, se dispuso a reencontrarse ante
la camara, a través de la cámara. La película de Carlos Hagerman sigue ese
camino: no es solamente una evocación: es una ceremonia de gratitud. La
película no es sólo una función para los espectadores. Gracias a la cámara, un
grupo marcado por una lealtad cariñosa, unido al recuerdo de una proeza
festiva, se reencuentra. A volver a la vida, nos invita la película. O a llegar
a ella.
No he dicho
lo importante. Este fin de semana dénse el gusto de ver Vuelve a la vida.
Nikolaus Harnoncourt, el extraordinario director que ha muerto recientemente, estuvo muy lejos de aquella tradición del conductor autocrático que tiraniza a su orquesta. Colega de sus músicos, buscó junto a ellos las claves de la música antigua y la reciente. El único maestro que reconozco, dijo alguna vez, es mi peluquero. Fue, por supuesto, un gran maestro. Y lo fue en dos sentidos. Un director excepcional y un académico riguroso que nos enseñó a interpretar y a escuchar la música. Su huella está en el recuerdo de sus conciertos, en sus medio millar de grabaciones. Está también en su pedagogía, en su pensamiento, en su crítica al modo de acercarse a una partitura.
A mediados del siglo fundó Concentus Musicus, un grupo que cambiaría por siempre la manera de aproximarse a la música medieval y renacentista. El ensamble al que dio vida era más que un grupo de virtuosos. Era, en algún sentido, un colegio dedicado a rescatar música olvidada y a restaurar el brillo de una música adulterada por la ignorancia y los prejuicios del presente. Mucho le debemos en la recuperación de esos instrumentos que fueron siendo arriconados en los museos. Gracias a su exploracíón, revivieron las cuerdas y los alientos que tenían en mente Mozart y Haydn al componer Más importante que esa reincorporación de los instrumentos de época fue quizá su propuesta para tocarlos.
La intepretación de la música antigua llamaba al estudio de una cultura, a la comprensión de un lenguaje distinto al nuestro. Harnoncourt propuso un regreso al origen: no traer la obra al presente sino desplazarse a su cuna. Interpretar con fidelidad la obra era la mejor manera de imprimirle fuerza, dignidad, vida. Su ambición era acercarse, en la medida en que eso fuera posible, a la intención del compositor. Pero no era un siervo del pentagrama. Para descifrar los propósitos de las cantatas de Bach no era suficiente leer la partitura. Era necesario estudiar su vocabulario y las convenciones que gobernaban su escritura. El director no era un anticuario que creyera en la posibilidad de una fidelidad absoluta. Podría haber ejecuciones históricamente impecables y musicalmente muertas. Si hubiera que elegir, Harnoncourt no tenía duda: antes la vida de la música que la sorda lealtad a las notas. El erudito lo escribió así en La música como discurso sonoro, editado por Acantilado: “los conocimientos musicológicos no han de ser un fin en sí mismo, sino que únicamente han de poner a nuestro alcance los medios para una interpretación mejor pues, al fin y al cabo, una interpretación sólo será fiel a la obra cuando la reproduzca con belleza y claridad, y eso sólo es posible cuando se suman conocimiento y sentido de la responsabilidac con una profunda sensibilidad musical.”
En el discurso que pronunció al recibir en 1980 el Premio Erasmo defendió el valor de la música en nuestra vida. No creía en el arte como decorado de la vida sino como el lenguaje que la interrogaba hasta su raíz. Desde la Edad Media hasta la Revolución Francesa, dice, la música era un pilar de la cultura. Hoy se ha convertido en entretenimiento, ornato. Nunca habíamos tenido tanta música a nuestro alcance, nunca había ocupado un lugar tan irrelevante: un pequeño y breve adorno en nuestra vida. Rechazaba el retorno a la música antigua como un simple anhelo de belleza. Entendía que la belleza era sólo una de las dimensiones culturales de la música. La música cautiva, inquieta, conmueve. No es accesorio sino fundamento de la vida: “Todos necesitamos la música, concluía aquel discurso, sin ella no podemos vivir.”
No sé si entiendo bien, pero desde alguna posible perspectiva, podría entenderse a Bollywood como una favorable extensión imperialista (de occidente, por supuesto). Un mecanismo de invasión mediante una favorable auto-generación de valores occidentales. No creen?