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Extraordinario el número de abril de Letras libres. Un vuelo largo y varias horas de aeropuerto me han ayudado a saborearlo. Magnífica fotografía de Paz en portada y un par de cartas del poeta a José de la Colina donde le dice: «Eres uno de los poquísimos escritores de tu generación, para no hablar de los más jóvenes, en México y en otros países de nuestra lengua, que escriben realmente. Los otros, la mayoría, no escriben: discurren, se “comunican”, practican premiosamente un idioma aprendido no en sus casas, no mamado, sino leído en traducciones de manuales de sociología y otras “ciencias”. Los pedantes del siglo XVII eran pedantes en latín, griego y hebreo; los de ahora lo son en la jerga de los profesores de economía y de la de los psiquiatras…» Una serie de relecturas a los ensayos y poemas capitales de Paz. Se publica también un estupendo ensayo de John King sobre los debates políticos en Plural que repasa polémicas que ya sentimos clásicas y que no podemos leer sin alguna nostalgia. También puede leerse la inteligente defensa que Christopher Domínguez hace de su Diccionario:
«Pocas veces en nuestra historia literaria se ha derramado, en un lapso tan breve, una cantidad tan espesa de mala fe, tontería, puerilidad y difamación. Y si algo ha unido a mis detractores, que los hay de diversas cataduras y especies, es su inmenso desprecio por el lector. En la opinión de estos críticos, la persona que va a una librería y compra un libro como el mío es necesariamente un retrasado mental o un pusilánime que puede ser fácilmente engatusado por un pícaro o atrapado en la telaraña de una conspiración.» Roger Bartra aborda las resonancias populistas en América Latina que pervierten la política civilizatoria de la izquierda. Y aparecen también fragmentos de los diarios de Salvador Elizondo: «México es un país condenado al fracaso. Ámbito de lo banal y de lo falso. En estos meses que he pasado aquí me he podido dar cuenta de que aquí no hay nada que hacer. Los hombres aquí están condenados al silencio y el espíritu no es sino una posibilidad de diálogo. El ejercicio de un lenguaje común. Ese lenguaje no existe aquí. Los únicos términos comunes a los lenguajes que hablan los mexicanos son “chingada” y “mierda”.
Letras libres publica en su edición de octubre la conversación sobre Maquiavelo que organizó el NYRB con la participación de Avishai Margalit, Timothy Garton Ash y Marc Stears. (Aquí puede escucharse la grabación).
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Más de Maquiavelo en el blog:
John Gray sobre Maquiavelo
Fukuyama sobre Maquiavelo
Salman Rushdie sobre Maquiavelo
Alan Wolfe sobre Maquiavelo
Y aquí puede leerse su Mandrágora.
Hace unos meses, Philip Pullman levantaba la voz para defender las bibliotecas de barrio en Inglaterra. ahora el poeta Charles Simic escribe sobre su crisis en Estados Unidos: "nada tan descorazonador como la clausura de una biblioteca pública." Simic recuerda el mundo que las bibliotecas le abrieron a lo largo de la vida. Las bibliotecas lograron que pudiera interesarme en todo: en la astronomía, los bichos, la literatura.
Los políticos dicen que la clausura de las bibliotecas no es gran cosa porque la gente hoy tiene internet. No es lo mismo, reacciona Simic: el estudio y la reflexión brotan más fácilmente cuando alguien se inclina hacia un libro. Ver a otros sumergidos en la lectura, sujetando libros extraños es la mejor invitación para participar en una de las más viejas y nobles actividades. Leer libros es un proceso lento y exigente. Navegar por internet, por el contrario es una actividad veloz y llena de distracciones. Los libros exigen paciencia, atención, periodos de descanso. "La lenta desaparición de las bibliotecas es una tragedia, dice Simic. Lo es no solamente para los pueblos y ciudades que las pierden, sino para todos aquellos que estamos aterrados ante la idea de un país sin bibliotecas."
Por cierto, vuelvo a recomendar el cuaderno de notas de Simic: El monstruo ama su laberinto.
Gentileza de reyes, alma de los negocios, la puntualidad ha sido elogiada como la virtud elemental, la fórmula básica del respeto, el ingrediente indispensable de la cordialidad. La puntualidad, decía Adam Smith, pone la palabra a prueba. Por eso el escocés admiraba a los holandeses: la formalidad de su trato se reflejaba en su compromiso con el reloj. Puntualidad y honestidad eran casi sinónimos. Eran, además, la moneda necesaria de la sociabilidad mercantil: llegar a tiempo era cumplir el primer contrato. El apetito de ganancia y la necesidad de colaborar se abrazaban en la cita puntual. Por eso al economista le parecían despreciables los políticos: no destacan por su puntualidad, ni por su probidad. Lo primero era, naturalmente, indicio suficiente de lo segundo.
Leszek Kolakowski no compartía esa adoración por el tiempo disciplinario. El filósofo que defendió la inconsistencia, encontró en la impuntualidad una guía moral. Podría decirse que el impuntual es el soberbio que sólo respeta su propio tiempo. Más
aún, que su ofensa, más que una simple descortesía, es un crimen. El impuntual es el ladrón de lo más valioso que tenemos, lo único que nunca podremos recuperar: el tiempo. En 1961 el pensador publicó en Polonia un ensayo juguetón titulado precisamente “Elogio de la impuntualidad.” En la nueva antología de sus ensayos que ha seleccionado y traducido al inglés su hija Agnieszka, aparece por primera vez en idioma que entiendo. Tal vez valga apuntar su argumento para no volver a echarle la culpa al tráfico por llegar 40 minutos después a la comida. Llegué a la hora de los postres pero dame las gracias por la profunda lección moral que te he regalado.
La impuntualidad bendice al individuo y a la sociedad. Naturalmente, si todas las personas fueran impuntuales todo el tiempo, la convivencia sería difícil, pero la impuntualidad esporádica puede ser muy benéfica. En primer lugar, la impuntualidad nos invita a pensar lógicamente y a reconocer las implicaciones de nuestra complexión psicológica. Si nuestras expectativas sobre el comportamiento futuro de la gente fueran cumplidas siempre, llegaríamos a una conclusión de infalibilidad. Si acordarmos que nos veríamos a las 6:00, nos veremos a las 6:00. Kolakowski imagina como una pesadilla el que el dentista nos recibiera siempre a tiempo, el que las bodas empezaran a la hora de la invitación, que todos los amigos llegaran a la fiesta a la hora acordada. El absolutismo de la puntualidad iría debilitando nuestras protecciones contra la decepción. La puntualidad absoluta sería una peligrosa burbuja de perfección que nos impediría madurar. El habitante del planeta de la puntualidad indefectible es intelectualmente indolente y moralmente vulnerable. La impuntualidad es la primera vacuna contra el desencanto.
Ahí está el segundo obsequio del impuntual. Quien llega tarde nos muestra que la conexión entre nuestra consciencia y nuestro comportamiento es compleja. Kolakowski no fustiga al moroso, no lo increpa con lecciones sobre el respeto al tiempo de los otros y el insulto del plantar a alguien por horas. El fiósofo admite que el otro, probablemente, quiso llegar a la hora y no lo logró. Distracción, imprevisión, pereza, mala suerte: muchas pueden ser las razones de la tardanza. A veces, ni siquiera nosotros comprendemos por qué llegamos tarde. Ahí está la lección de la impuntualidad: en ella aparecen, en forma molesta y ofensiva, la libertad y el azar. Somos impuntuales porque no somos manecillas de un reloj suizo.
Ha dicho Lezsek Kolakowski que un filósofo que no se ha sentido, por lo menos alguna vez en su vida, un charlatán, no merece ser leído. Una mente tan estrecha, incapaz de tomar distancia de sí misma, no puede ser tomada en serio. Para pensar hondo hay que reírse a boca abierta—y empezzar en la cita con el espejo. Sólo el humor nos salva del malhumorado y sentencioso dogmatismo.
El filósofo polaco ha publicado recientemente una amorosa introducción a la filosofía, en donde se percibe esta inteligencia alerta e irónica. Más que recuento o celebración de teorías, se trata de una gozosa apreciación del ánimo que la alienta. No es, por ello, una cronología de descubrimientos, sino un collar de interrogantes. El libro, que aún no aparece en español, lleva título leibnitziano: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada? 23 preguntas de grandes filósofos (Basic Books, 2007). Como sugiere el nombre, este librito de 223 páginas no quiere ser un manual condensado de la disciplina, sino un acercamiento a sus preguntas esenciales y al esfuerzo por responderlas. Los 23 ensayos breves son 23 anillos: preguntas que desembocan en preguntas. Enigmas del mundo, del conocimiento, del bien, de la fe, del poder o del deseo que sugieren más misterios.
Si bien puede advertirse en el sabio polaco una dulce sensibilidad religiosa, ésta no lo conduce a la ruta devocional. No cree, como Leo Strauss por ejemplo, que cualquier expositor de los clásicos es un torpe aprendiz que apenas roza la infinita sabiduría que se oculta entre los jeroglíficos de su escritura. Para el devoto, exponer las ideas de un genio es practicar una ceremonia de revelación. En Kolakowski, por el contrario, la admiración no está peleada con el tuteo y la consecuente réplica. El gran estudioso de Marx y Pascal no se queda con la palabra en la boca. En este recorrido invita a sus clásicos a conversar con él, alrededor de un vaso de vodka. Lejos de ser un simple expositor de ideas ajenas, es un conversador que descifra e inquiere. En este libro recupera así las preguntas centrales de Platón y Descartes; de Kant y Schopenhauer con extraordinaria gracia y delicadeza. La sencillez del recuento preserva la fineza de la percepción y el juicio, sin dejar de anotar las insuficiencias o los agujeros de su visión. Cada concepto es pulido para mostrarlo como joya de la inteligencia. Pero Kolakowski mantiene en todo momento distancia de aquella tentación reverencial. No pinta logros sino retos. Será que las cúspides del pensamiento filosófico no son de mármol, sino arenosas.
Una pregunta crucial no se responde nunca. Vive porque fecunda otras preguntas. La vitalidad de la filosofía radica entonces en su carácter irremediablemente inconcluso. Si tiene sentido leer y releer a San Agustín no es por el hecho de que resuelva nuestros problemas sino porque los nombra. Por el territorio de la filosofía no desfilan autoridades, esas fuentes de convicción que se colocan por encima del examen, sino curiosos. El polaco sabe bien que la reverencia de los académicos no está desligada del dogmatismo. Ese es quizá, el gran mensaje de Kolakowski en éste y otros libros. El amor a la verdad es incompatible con cualquier cartucho de certezas. Si la filosofía ambiciona autoridad, se derrota. Tiene razón: ¿sólo a preguntar nos enseña la filosofía?
Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
De un artículo de Savater:
¿Cuál es la diferencia entre un rostro bello y uno realmente atractivo? Pues que el bello omite los defectos y el atractivo los tiene, pero irresistibles. La perfección que respeta todas las normas clásicas merece el encomio gélido del museo, pero cuando la imperfección acierta nos la queremos llevar a casa y vivir con ella y para ella. Se hace admirar lo que cumple las pautas y se hace amar lo que las desafía. Y eso en todos los campos, eróticos o artísticos. Hasta en política…
Ups, pues Que decir? Muy creativo pero no sex si ex publicidad a favor o en contra… O que ya somos así de descarados? Publicitar el coqueteo con y por dinero? El inocente coqueteo que se torna en oficio más antiguo en su version V.I.P. ahora protagonizado por el mismísimo demonio de papel… Para ser honesto, incomoda verlo; el cuento de princesas convertido tan bruscamente en pornografía de papel moneda, uff.
A ver, una trivia… Quiénes son los personajes? Por lo que entiendo, uno es Abraham Linconl, o sea, representa dólares. El yen japonés esta representado por?… Y la fina dama?…
Muuy divertida esta alegoría de la promiscuidad de los negocios y el dinero. Incomoda y sorprende un poco la primera vez que se mira, (siempre piensa uno en los niños a la hora de ver retratada con esta ¿crudeza? el amor) pero el resultado formal es espléndido, a mi me encantó.
Mario:
Es broma lo del Yen japonés, verdad?
No, sorry but… para cuando me di cuenta de la confusión, que como bien se estableció en un certamen de belleza, fue inventada por Confucio, pues era demasiado tarde… Quise referirme al chino Mao. (esos orientales son tan parecidos) Pero a ver, nadie notó a la Tacher en la dólar? (!!!) of a caso era Sarah Palin?… No, la dama debe ser la representante del banco alemán, no? Es que es tan distractor que cuesta ver la cara
Una disculpa al distinguido público