Anuncio del grupo financiero alemán Bontrust.
Garry Wills publica un artículo muy interesante en el New York Review of Books: la crisis política de los Estados Unidos tiene, a su entender, rasgos del antiguo secesionismo. Los extremistas de la derecha norteamericana no reconocen las leyes del gobierno federal ni las resoluciones de la Suprema Corte. «El problema con los republicanos modernos no es el fanatismo de los pocos sino la cobardía de los muchos.»
El físico Steven Weinberg publica Explicar el mundo. El descubrimiento de la ciencia moderna, un libro que está a la venta a partir de hoy. Peter Forbes lo considera como un libro indispensable para nuestros tiempos pero Steven Shapin hace una crítica severa al texto en el Wall Street Journal: una muestra de los efectos lamentables de los científicos tratando de hacer filosofía o historia de la ciencia. Weinberg describe a Platón como un tonto, a Aristótles como un tedio. Bacon y Descartes, inteligencias limitadas que han sido sobrevaluadas en la historia.
Aquí puede escucharse una conversación con el Premio Nobel de Física:
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
Entre los libros que se acomodan en las estanterías de novedades, se levanta una estela imponente: el nuevo libro de Enrique Florescano. La obra se publica en una edición magnífica que apenas deja cargarse. Por ambición, más que por volumen, es una obra descomunal, una investigación que corre en sentido contrario a las menudencias de la historia académica y la banalidad de cierta historia de divulgación. Un trabajo propio de varias instituciones, emprendido durante años por un solo hombre. No es que se trate de la obra de un genio solitario, sino la extraordinaria integración de saberes que ha logrado un atentísimo historiador a través del tiempo.
“De tarde en tarde, en lo infinito del tiempo y en medio de la enorme indiferencia del mundo, algunos hombres reunidos en sociedad dan origen a algo que los sobrepasa: a una civilización. Son los creadores de culturas. Y los indios de Anáhuac, al pie de sus volcanes, a orillas de sus lagunas, pueden ser contados entre esos hombres.” Estas líneas de Jacques Soustelle cierran el voluminoso trabajo de Enrique Florescano. De alguna manera, marcan el tono de la obra: Mesoamérica, más allá de su evidente diversidad, aparece como una unidad cultural. Los orígenes del poder en Mesoamérica, es una historia del arte político mesoamericano. Un arte que por supuesto, desborda lo que entendemos por arte y una política que trasciende igualmente los linderos modernos de lo político.
Esta exploración del arte político en Mesoamérica coloca la idea del poder en el centro. Está en el núcleo del título y en la médula de cada párrafo. Pero, ¿de qué poder habla el historiador? No se trata, por supuesto, del poder hecho tecnología en la modernidad occidental. Se trata del poder profundo, el poder que inyecta sentido al mundo; el poder que genera, para los hombres, cosmos. Las transformaciones históricas que con tanto cuidado examina Florescano en su trabajo no pertenecen a ese reino autónomo de lo gubernativo que en Occidente despunta en el Renacimiento. No acentúan en exclusiva la jerarquía imperativa del Estado y de su cabeza, el príncipe. Lo político es retratado en este extenso mural como un misterioso y complejo sentido de orden que va mucho más allá del decreto y la ley. Implica fuerza, violencia y sometimiento. Pero no sólo eso. Sea porque en algún tiempo encarnó en la noción de virtud cívica o principesca; sea porque fue procesada después como fuerza mecánica, la política ha quedado reducida al imperio de unos sobre otros. El relato de Florescano tiene el enorme valor de recordarnos el tamaño de esa estrechez moderna: el poder no es solamente sumisión: es, antes que eso, el sitio de la coexistencia.
El viaje que Florescano hace por los siglos anteriores a la llegada de los españoles, representa, ante todo, el esfuerzo por descifrar el contenido simbólico de la política. En la estructura urbana de las ciudades mesoamericanas, en sus estelas y murales, en figuras y tumbas abundan narraciones, alegorías, recuerdos, leyendas y metáforas que interpretan el mundo y que, sobre todo, los vuelven un compuesto coherente, integrado, armónico. Plantas y planetas; volcanes y guerras; gobiernos, hombres y bestias hilados en el mito. La actividad simbólica, ha dicho Michael Walzer, le permite a la política lograr su objetivo central: unificar; hacer, de lo diverso, uno. Los símbolos del poder en Mesoamérica, no son decorado de los palacios: son marcos del pensar y, por ello, contornos de la acción colectiva. Los símbolos rodean las ideas y definen lo inconcebible. Así, el Estado mesoamericano, una hazaña de la centralización, la potencia fiscal, la organización económica, la demarcación territorial, la organicidad demográfica es también una joya de la arquitectura simbólica.
El museo Jumex explora las conexiones entre la obra de Marcel Duchamp y la de Jeff Koons. Llega en buen momento. El casabolsero volvió a imponerse en las subastas como el artista vivo más caro de la historia. Un conejo de acero hecho en los talleres de Koons fue vendido en más de 91 millones de dólares. Esa debería ser la información de las fichas: más que saber cuándo se hizo la pieza, de qué material está hecho o qué museo la tiene, decir cuánto se ha pagado por ella.
Porque la presencia de Duchamp es mínima, puede decirse que es una muestra mayoritariamente repulsiva. Nada hay en el trabajo de Koons que provoque asombro, que interrogue, que aguije una emoción. Nada que maraville por la idea a la que da forma, nada que sorprenda por el prodigio de su realización. Porcelanas acarameladas, carteles publicitarios carentes de cualquier ironía, esculturas torpes y mal pintadas, bobería religiosa, erotismo de chicle, espejitos.
Un inflable gigantesco y empalagoso nos da la bienvenida a la plaza del museo. Es una inmensa bailarina de lladró que se mantiene sentada gracias a una máquina de aire. Ahí está ya el tono de su obra: el brillo de lo vacuo. Habrá muchos, por supuesto, encantados con los globitos, los reflejos y la ñoñería pornográfica. Muchos obtendrán de la visita el ansiado trofeo de la selfie. Lo que resulta irritante es la pretensión de la muestra: sugerir que los absurdamente caros productos de Koons están a la altura de la obra de Duchamp; que existe entre ellos una afinidad artística e intelectual; que hay motivos que los hermanan; que el espíritu de uno sobrevive en la creación del otro. Esa es la fallida propuesta curatorial. Al recorrer las galerías de Jumex cada pieza de Duchamp grita al objeto vecino: ¡impostor! Lejos de servir para registrar un supuesto “régimen de coincidencias,” la muestra permite constatar el abismo entre uno y otro.
Es una banalidad decir que Koons aprendió de Duchamp. Por supuesto: Duchamp es el precedente decisivo, como lo fue de todo el arte de los últimos cien años. Es cierto que en Koons podemos ver el ready made, la transformación del sentido, el desafío a la convención. Pero Koons no sigue ni profundiza la enseñanza, la pervierte. La obsesión de Koons es el abrillantamiento de las mercancías. Pulir los juguetes que nos entretienen hasta vernos reflejados en ellos. A Koons le parece una idea profunda y ha logrado convencer al mundo del arte de que se trata de un descubrimiento genial. Contemplar a un Michael Jackson dorado sentado sobre una cama de flores doradas sosteniendo a su chango, también dorado, debe ser vivido como una experiencia espiritual. Una Pietá para nuestros tiempos.
Que los organizadores de la exposición se hayan atrevido a bautizar la violencia de este emparejamiento con el título del ensayo de Octavio Paz agrega afrenta. “Apariencia desnuda: el deseo y el objeto en la obra de Marcel Duchamp y Jeff Koons.” Si alguien pudo anticipar los peligros del arte después de Duchamp fue precisamente Paz. El poeta sabía que sería casi imposible seguir ese camino: “no es fácil jugar con cuchillos,” dijo. Lo que Paz admiraba en Duchamp, la mina de ideas, el desinterés, la búsqueda, la ironía, el humor, la inteligencia crítica, la sutileza erótica es precisamente lo que está ausente en Koons. Ni pensamiento, ni deseo. Repeticiones estériles. La tragedia del arte devorado por la estupidez del dinero.
El 25 de mayo de 1975, Tom Wicker, columnista del New York Times publicó un artículo que tituló “La mentira y la imagen”. Era una reflexión sobre el bicentenario de los Estados Unidos a partir de una ponencia de Hannah Arendt en Boston. La ponencia a la que se refería Wicker sería publicada unas semanas después en The New York Review of Books. Sería una de las últimas publicaciones de Arendt quien moriría a fines de ese año. La ubico porque en estos días en que el Partido Demócrata escoge a su candidato a la presidencia, ha salido a la luz pública que Joe Biden, al leer el artículo de Wicker, envió una carta a la profesora de la New School for Social Research, pidiéndole el texto que leyó en Boston. He leído que su ponencia fue extraordinaria. Como miembro del comité de Relaciones Exteriores del Senado, le suplico me mande una copia.
Es entendible el interés del joven senador de Delaware. Wicker advertía que era imposible ser justo con el ensayo de Arendt. La profesora miraba las urgencias del día con la inteligencia de los siglos. El macartismo, la derrota en Vietnam, Nixon, las mentiras del poder vistas a la luz del humanismo civico. Arendt, a los ojos del columnista, urgía verdad. Cuando los hechos llegan a casa, lo menos que podemos hacer es recibirlos y darles la bienvenida. “La grandeza de esta república decía Arendt, fue reconocer lo mejor y lo peor en los seres humanos en aras de la libertad.”
No sé si Hannah Arendt haya respondido a la petición del político. Tampoco hay evidencia de que Biden haya leído la conferencia. Lo que resulta fascinante es la anticipación del texto que Biden quería leer. Arendt no celebraba el bicentenario como si pudiera ser una fiesta de congruencia nacional. Por el contrario, advertía una traición y un peligro. Lo que la teórica del totalitarismo había padecido en Alemania y que había estudiado en Rusia estaba más cerca de lo imaginado. La mentira en la que se basaba el despotismo se imponía, por otra vía, en Estados Unidos. Arendt se adentraba en la mentira imperante. Una república bicentenaria se entregaba a la imagen para desentenderse de la realidad. La más profunda observadora del totalitarismo encontraba afinidad entre el estalinismo y el presente. Estados Unidos no era la república inmune. Por el contrario, parece compartir destino trágico con las sociedades que han sido presa del despotismo totalitario. No se aterroriza en la mentira oficial, pero impone una farsa. Los intelectuales, lejos de buscar la verdad, se aferran a una teoría. No van en busca de los hechos porque se ha impuesto el desprecio por la realidad. El totalitarismo está mucho más cerca de lo que imaginamos. No es la tragedia distante sino la amenaza inminente.
En ese texto que sería después recogido en Responsabilidad y juicio, un libro que en español publicó Paidós, se atreve a la comparación. Estados Unidos no es la excepción. En la tierra de Jefferson bien puede imponerse el totalitarismo tras la máscara del mercado. No imaginaba campos de concentración. No eran necesarios. Como Tocqueville, sabía que el individualismo democrático era buen terreno para la anulación de la ciudadanía. El texto que interesaba a Biden habrá sido una de la últimas apariciones públicas de Arendt. Es una profecía brutal, no solamente porque anticipa el declive histórico de los Estados Unidos, sino también porque ubica la mentira como el núcleo de la nueva vida pública. Evadir la realidad, maquillar los hechos inconvenientes, fabricar fantasías convincentes se ha convertido en una forma de vida. Esa mentira que imaginábamos constitutiva del orden totalitario, se ha instaurado como principio rector de nuestra vida pública. La opinión pública, lejos de ser muralla de decencia, será cómplice de las atrocidades más abominables.
Tal vez lo que aquel Biden buscaba en la pieza de Hannah Arendt era un aviso de lo que vemos hoy: que no es necesario el terror para imponer la mentira como el principio de la vida pública, que no hacen falta campos de concentración para corroer el nervio cívico y que el encierro de las imágenes puede destrozar la vida pública. Ojalá Biden lea hoy la conferencia que buscó hace casi medio siglo.
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Ups, pues Que decir? Muy creativo pero no sex si ex publicidad a favor o en contra… O que ya somos así de descarados? Publicitar el coqueteo con y por dinero? El inocente coqueteo que se torna en oficio más antiguo en su version V.I.P. ahora protagonizado por el mismísimo demonio de papel… Para ser honesto, incomoda verlo; el cuento de princesas convertido tan bruscamente en pornografía de papel moneda, uff.
A ver, una trivia… Quiénes son los personajes? Por lo que entiendo, uno es Abraham Linconl, o sea, representa dólares. El yen japonés esta representado por?… Y la fina dama?…
Muuy divertida esta alegoría de la promiscuidad de los negocios y el dinero. Incomoda y sorprende un poco la primera vez que se mira, (siempre piensa uno en los niños a la hora de ver retratada con esta ¿crudeza? el amor) pero el resultado formal es espléndido, a mi me encantó.
Mario:
Es broma lo del Yen japonés, verdad?
No, sorry but… para cuando me di cuenta de la confusión, que como bien se estableció en un certamen de belleza, fue inventada por Confucio, pues era demasiado tarde… Quise referirme al chino Mao. (esos orientales son tan parecidos) Pero a ver, nadie notó a la Tacher en la dólar? (!!!) of a caso era Sarah Palin?… No, la dama debe ser la representante del banco alemán, no? Es que es tan distractor que cuesta ver la cara
Una disculpa al distinguido público