En su artículo de hoy, David Brooks menciona este video de Hans Rosling presentando los datos del bienestar en los últimos 200 años:
En su artículo de hoy, David Brooks menciona este video de Hans Rosling presentando los datos del bienestar en los últimos 200 años:
A los 97 años murió Albert Hirschman, un economista extraordinario que se definió como un autosubversivo. Lo fue, en efecto: no solamente remó contra la corriente sino también contra sus propios pasos. Brincó con talento de una disciplina a otra, abrazó ideas sin casarse con ninguna, fue de la observación a la teoría y de la teoría a la medición. Un ejemplo admirable de esa libertad y de esa honestidad intelectual es un librito que se sale un poco de sus preocupaciones de economista. Es un ensayo de teoría política sobre los tics del pensamiento reaccionario. Hirschman aborda el tema porque entendía que la vida democrática requería un tipo de conversación, un intercambio peculiar de información, de ideas, de opiniones. Sabía que la formación de una buena política pública no dependía solamente de una prescripción técnicamente correcta sino de un proceso de discusión informado, abierto, flexible. Para el autosubversivo, nada tan dañino como el dogmatismo.
Retóricas de la reacción, el librito que publicó en 1991 es ejemplar no solamente por su didáctica claridad, sino por el recorrido de sus páginas: el aprendizaje intelectual y moral del autor a lo largo de sus capítulos. En efecto, Hirschman empieza el libro apuntando el dardo a un blanco lejano para darse cuenta que, al dar en la diana, lo ha tocado a él también.
Para el hombre de izquierda que Hirschman siempre fue, era importante desnudar la retórica de los adversarios. Los enemigos de los derechos (civiles, políticos y sociales) usaban las mismas piedras. Denunciaban el cambio como inútil, como perverso, como peligroso. Eran, en realidad, coartadas intelectuales del cinismo. El conformismo se pretendía encarnación de la sabiduría histórica.
Desde 1985 los capitalinos tenemos un sismógrafo en el alma. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición no nos sirvió el 27 de febrero. A las 3:34 de la mañana una sacudida nos despertó en Santiago de Chile. Yo dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos. Durante dos minutos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.
Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso y una naranja rodó como animada por energía propia. Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo.
Juan Villoro en Reforma.
De la sustanciosa discusión que disparó cbr en el blog hace un par de días a propósito de los méritos de Simon Schama, rescato el mensaje que envía Pablo Mijangos:
La historia es una casa con muchos cuartos, en la que cohabitan lo mismo Schama y Braudel, que Furet y E. Labrousse, G. Rudé y David Bell, y un largo etcétera. ¿Es la historia ciencia o literatura? Ninguna de las dos: es un oficio en constante tensión entre su "propósito cognoscitivo" y su lenguaje que aspira a la nobleza de la literatura.
A propósito de esto, recomiendo la lectura que c(arlos) b(ravo) r(egidor) hizo del libro de José Antonio Crespo. Su vehemente diatriba contra la historia oficial resulta un elocuente testimonio de nuestra confusión.
El ensayista inglés describe a George Orwell como la «suprema mediocridad» literaria en una colaboración para la BBC.
El genio particular de Orwell es esa prosa que puede decir un número reducido de cosas con dolorosa claridad. Más aún, es un estilo que, al lado de sus virtudes evidentes, tiene un tono oculto, casi hipnótico. Leyendo al Orwell más lúcido uno tiene la sensación de que está diciendo estas cosas, precisamente de esta manera, porque sabe que uno–y solamente uno–es el tipo de persona que es lo suficientemente inteligente para entender la esencia de lo que está tratando de comunicar.
Todos, talentos mediocres, dice Self. Se puede escuchar al criítico leyendo su texto aquí. El el Guardian, empieza la reacción…
Sartre, Glucksmann, Aron
André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.”
Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vientam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunimo, llegó a decir Lenin—sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Gluckmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.
¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre!” Mientras Lacan cambia “terrorífico” por “formidable,” Hölderlin elige “monstruoso.” Glucksmann quizá diría “estúpido.” Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.
No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde.” Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir cuidades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.”
Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.
La peste marcó la vida de Michel de Montaigne. Se llevó a su amigo Éttiene de la Boétie, asoló a su pueblo. Lo arrancó definitivamente de la política cuando, siendo alcalde la ciudad de Burdeos, mató casi a la mitad de la población. Estaba a punto de concluir su segundo periodo cuando la peste empezó a cobrarse las primeras víctimas. El regente que se había empeñado en dictar medidas preventivas de sanidad, no encaró la emergencia y adelantó la conclusión de su encargo por unas semanas. Entre la muerte y el pillaje, huyó de la ciudad que debía gobernar. No le perdonaron la cobardía. La peste terminó de vacunarlo contra la política.
En las epidemias, apunta en su ensayo sobre la fisonomía, puede distinguirse al principio entre el cuerpo de los sanos del de los enfermos. Pero, cuando se prolongan, la enfermedad se difunde por el aire y lo penetra todo. Entrenó su olfato para volverlo un detector de pestilencias. Reconocía en su nariz una inteligencia protectora que los médicos debían recuperar. Se sentía en eso, cerca de Sócrates quien sobrevivió las pestes atenienses gracias a su olfato. Porque sabemos oler, somos poco proclives a las epidemias que se contraen con el trato.
La ronda de la enfermedad y de la guerra, del fanatismo y el odio son el sustrato de la prudencia de Montaigne. Hay que emplear los tiempos tranquilos como preparación de la adversidad. Sobre todo, hay que abastecer el ánimo para los años oscuros, para los tiempos enfermos. Más que el acopio de alimentos para el encierro o la fortificación de un refugio a salvo del pillaje, Montaigne sugiere anticipar la inevitabilidad de las pérdidas. Hay que prepararnos para el quebranto. La clave de esta prevención se encuentra en su ensayo sobre la soledad.
A vivir sin ataduras nos invita: “Es preciso tener mujer, hijos, bienes, y sobre todo salud, si se puede, pero sin atarse hasta el extremo que nuestra felicidad dependa de todo ello. Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella debemos mantener nuestra habitual conversación con nosotros mismos, y tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena; discurrir y reír como si no tuviésemos mujer, hijos ni bienes, ni séquito ni criados, para que cuando llegue la hora de perderlos, no nos resulte nuevo arreglárnoslas sin ellos.”
Gozar de lo que amamos sin la ansiedad de perderlo. Cada quien puede ser fiesta para sí mismo. Para ponernos a salvo hay que aprender a ocultarnos, a replegarnos en nosotros mismos. Aprender a vivir sin necesidad de ser vistos y abrazar la compañía de la soledad. No aspiraba al ascetismo; necesitaba pausas de silencio, espacios para la reclusión. Le parecía indispensable tomar distancia Levantarle un muro a los ruidos y a las miradas; huir de toda tentación de hazaña. En esa trastienda íntima podemos sumergirnos en las dichas del ocio. La pereza es buena amiga de la libertad. Cuenta Montaigne, citando a Séneca, que hubo un viajero que regresó tan tonto de su viaje como había salido. Claro, le creo, “se había llevado consigo.”
Roberto Breña ha enviado una carta a Reforma para cuestionar los argumentos de mi artículo de ayer. Aquí está su texto y, abajo, mi respuesta:
El lunes 23 de marzo, Jesús Silva-Herzog Márquez (JSHM en lo que sigue) abre su editorial “El condimento del insulto” con una afirmación en apariencia contundente: “Una de las razones de nuestra incapacidad para la democracia es nuestra correlativa incapacidad para el insulto.” Como ciudadano, me preocupa que un editorialista tan perspicaz como JSHM escriba lo que intenta ser una apología del insulto. Conviene empezar por la definición del verbo insultar según el DRAE: “Ofender a uno provocándolo e irritándolo con palabras o acciones.” La democracia vive, es cierto, del debate de los asuntos públicos. Sin embargo, JSHM, piensa que corremos el riesgo de intelectualizarla “si creemos que ese debate…es una ponderación de ideas”. Que en nuestro ya de por sí débil (en términos argumentativos) debate democrático se defienda y se fomente el ofender a los interlocutores me parece un acto de irreflexión. Ponderar ideas no significa intelectualizar, significa sopesar argumentos. El propio JSHM escribe que existen “pocas labores más exigentes con la inteligencia que el disparo de un dardo certero a la tontería…”.
Difiero con JSHM en cuanto a su escala para medir la inteligencia; los buenos argumentos (resultado más de la reflexión que de cualquier tipo de disparo) son suficientes para poner al descubierto la tontería (y muchas otras cosas). Me parece muy bien que Gladstone, Disraeli y Churchill hayan sido un dechado de ingenio, elegancia e irreverencia, como lo sugiere JSHM, pero quizás no es irrelevante el hecho de que la vida política de estos tres hombres haya tenido como escenario la democracia más longeva del planeta. En todo caso, no veo en qué sentido el insulto es la “salsa indispensable” del debate político o por qué debamos lamentarnos por la pobreza de “nuestra cultura de insultos”. Al contrario, creo que el insulto empobrece dicho debate. Esto me coloca en ese grupo de personas que, según JSHM, se siguen aferrando a “la pudorosa ceremonia de la deliberación racional” y cuyos potenciales reparos rebate por adelantado, considerándolos “pestañeos de la decencia”. El pudor y la decencia no tienen nada que hacer aquí. El “problema” está en otra parte: con base en una idolatría del ingenio (simplista como lo es toda idolatría y detrás de la cual se esconde, aquí sí, un cierto “intelectualismo”), JSHM plantea que la pobreza de la vida democrática mexicana reside en buena medida en la ausencia de esa “saña” y esa “gracia” que caracterizaría a los grandes políticos. La “falta de grandeza” (la expresión es mía) de los políticos mexicanos tiene muy poco que ver con su incapacidad para ser ingeniosos.
Concluyo: la ausencia de insultos está muy lejos de hacer del debate político nacional el “intercambio de lugares comunes, obviedades y expresiones de buena voluntad” que preocupa a JSHM en su editorial. Contra este tipo de intercambio, los buenos argumentos bastan y, agrego, deben seguir bastando; sobre todo en el ámbito de la vida pública.
Roberto Breña se escandaliza por la irreflexión que supone mi apología del insulto. Tras mi diatriba, parece decir, se anhela un torneo de escupitajos. Nada más absurdo. Nada más distante de lo que digo. El (buen) insulto merece defensa como condimento del debate. Así lo sugiero desde el título. Quien coma algo más que verduritas de hospital sabrá que el condimento es un añadido que sirve para agregar sabor al platillo, no para suplirlo. En ningún caso la pimienta sustituye el pollo. No sugiero tirar el argumento a la basura y bañarnos en ajo. Digo que, además del nutrimento, nos vendría bien algo de acidez. ¿Hay idolatría en esa petición?
Es evidente que el debate público tiene sus reglas. También hay pautas para usar el clavo o el jengibre. Si vale reivindicar el valor de ciertos insultos es porque pueden llegar a ser filosos y penetrantes, pertinentes y justificables. También pueden ser tontos, chatos, absurdos, triviales. En todo caso, valdría reconocer que la polémica no se cocina al vapor como quisiera nuestro nutriólogo. Una pizca de sal no ha matado a nadie.
Dijo Pascal en alguna línea de sus Pensamientos que todas nuestras desgracias derivan nuestra incapacidad de aislamiento. Nadie puede vivir tranquilo, sentado en un cuarto. Xavier de Maistre escribió una brillante refutación en su Viaje alrededor de mi cuarto. Una aventura entre cuatro paredes escrita por el hermano menor del conde Joseph de Maistre el terrible reaccionario al que Isaiah Berlin vio como precursor del fascismo. Xavier, quien había tomado parte en un duelo prohibido, purgaba un arresto domiciliario de 42 días. “Me han prohibido ir y venir en una ciudad, pero me han dejado el universo entero; la inmensidad y la eternidad están a mis órdenes.”
La crónica de esa cuarentena narra la reclusa aventura que avispa la imaginación. Una crónica de gratitud y de asombro. No hace falta gastar un peso para el turismo que nos lleva de un mueble al otro. No se expone uno a los ladrones de la carretera ni corre peligro de caer en en precipicios. El viaje del aristócrata no se ata a la disciplina del itinerario. No me gustan esas personas que constriñen la vida a sus planes: hoy escribiré dos cartas, visitaré a este amigo, dedicaré tres horas al jardín. Los placeres se esparcen por la vida y sería absurdo, dice, no entregarse a sus seducciones. Cuando aparecen, hay que suspender de inmediato la tarea y abandonarse a sus regalos. “Nada, creo, más atractivo que seguir el rastro de las ideas, cual cazador que persigue a la presa sin atender ruta fija.” Los pasos del confinado son como la ruta absurda de la mosca: de la mesa me dirijo al cuadro que está en la esquina. De ahí camino hasta la puerta, pero de pronto, como si auténticamente fuera una sorpresa, me encuentro un sillón en el camino. No lo dudo y me dejo caer.
Lo importante en cualquier crónica del viaje es el detalle. Hay que describirlo todo y adentrarse en las minucias. De Maistre describe los cuadros que mira, los amores que recuerda, las amistades que perdió. Recorre las novelas de su biblioteca, acaricia a su perra, medita y se pierde en digresiones. Pero también consigna en esta travesía entre cuatro paredes la experiencia de la nada, el peso de la aburrición. Hecho de viñetas y divagaciones breves, el librito incluye también capítulos vacíos. Páginas atravesadas solamente por puntos suspensivos. ¿Qué pasó entre las 6 de la tarde y las 8? Misterios del reloj descompuesto.
El cuarto le ofrece lectura al preso, pero también le motiva con el olvido de las letras. Ese doble placer ofrecen los libros: aprenderlos y olvidarlos. De Maistre lee y escribe, pero goza también con la chimenea que enciende y contempla. “Así las horas transcurren y caen silenciosas en la eternidad, sin dejar entrever sus tristes presagios.” El encierro altera el tiempo y hechiza todas las cosas. Las impregna de otro sentido. No son ya objetos de uso, sino de contemplación. Las cortinas juegan con los rayos del sol, las sombras de los árboles se fragmentan dibujando formas esplendorosas. La cama se convierte en el templo de la imaginación: un mueble delicioso que permite olvidarnos durante la mitad de la vida, las amarguras de la otra mitad. Una recomendación nos ofrece el recluso: las sábanas deben ser rosas y blancas porque son colores consagrados a la felicidad y al placer.
Encadenado a su propia caverna, De Maistre dialoga con Platón e imagina a dos animales combatiendo en el encierro. La bestia prepara el desayuno: tuesta el pan, prepara “espléndidamente” el café y se lo toma. El otro pinta, fantasea, medita. Y concluye, al recuperar la libertad, que la calle, la plaza y el mercado son la verdadera cárcel. Con tristeza lamenta que, al dejar su encierro, volverá a quedar sujeto “al yugo de los negocios.”