«No soy un monstruo, podría haberlos matado a todos y no lo hice.»
«No soy un monstruo, podría haberlos matado a todos y no lo hice.»
La vida de Jorge Semprún terminó el 7 de junio pasado. Contempló y sufrió los horrores del siglo XX; se trepó al lomo de sus ilusiones y fue pateado por la decepción. Fue, ante todo, un hombre de acción. Quiso, como aquella tesis famosa, cambiar al mundo y no solo descifrarlo. Y a la intensidad de su vida de aventura, hecha de exilios y capturas; suplicios, clandestinaje y un ministerio, agregó una extraordinaria lucidez, una prosa clara y sustanciosa, una honestidad intelectual que le permitió ver el espanto a los ojos y reconocer en sí mismo el error.
Nacido en Madrid en diciembre de 1923, pasó los primeros años de su juventud en Buchenwald, un campo de concentración nazi, apenas a unos kilómetros de Weimar. No era un campo de exterminio sino un encierro de disidentes a los que se esclavizaba para producir armamento. El pórtico de la cárcel recibía a los presos con una frase: “A cada quien lo suyo.” Monstruosa idea de justicia que daba a los hombres trato de trapo. ¿Cómo puede entenderse que un centro irradiador de cultura europea haya sido capital de la barbarie? En la fábrica de muerte de Buchenwald pudo haber estado un roble tatuado con el puño de Goethe. Más que los golpes, la tortura, los maltratos, lo que a Semprún le resultaba insoportable del cautiverio era la ausencia absoluta de privacía. No había forma de escapar de la mirada y el roce de los demás. Ningún refugio para lo más personal, lo más íntimo. Ahí transformó la poesía en una cortina de salvación. Recitar en silencio un poema de García Lorca era ganar la bendición de la soledad. Ahí le vio la cara al horror: observó el humo de los crematorios, recibió palizas, olió las pestilencias más insoportables, observó huesos que caminaban y vio pilas de cadáveres amarillentos. Nunca olvidó el olor a carne quemada. El preso 44904 se empeñó en salvarse y a salvar a los otros. En la peor de las circunstancias encontró rendijas de la libertad y la responsabilidad. El mal no es lo inhumano, dice Semprún en La escritura o la vida: es una de las posibilidades de la libertad. En la libertad arraigan humanidad e inhumanidad del hombre.
De su experiencia tuvo que callar durante muchos, muchos años. Describir su experiencia era revivirla. La memoria era la memoria de la muerte. Escribir entonces era, tal vez despedirse de la vida: el recuerdo como una carta suicida. Optó por la vida, es decir, por la acción. La política era el antídoto al recuerdo porque se colgaba de la esperanza, del futuro. Lo era sobre todo en la política en la que creía Semprún: la revolucionaria, la que tenía como propósito el fin de la dictadura franquista. Bajo el nombre de Federico Sánchez, militó en el Partido Comunista y se convirtió en el hombre más buscado por la policía del régimen. Cayó en el dogmatismo, fue un creyente, le compuso una oda a Stalin. Pero tuvo el valor de abrir los ojos y la determinación de enfrentar la línea soviética. Mostró una valentía mayor al describir su propia enajenación. Si hoy sabemos que le escribió un homenaje a Stalin es porque él mismo lo dio a conocer, años después, avergonzado de su fanatismo ideológico. El encantamiento doctrinario fue pasajero. Tras enfrentarse a los comisarios de Moscú, recibió el regalo de la expulsión. Había cometido el crimen de revisionismo.
Ser expulsado del Partido Comunista fue un golpe terrible para Semprún pero le permitió reconciliarse con esa vocación que había reprimido durante demasiado tiempo: la de escritor. Habían pasado ya suficiente tiempo. Podía recordar. Tenía ya la fuerza para hacerlo y sentía la responsabilidad de nombrar la experiencia del horror. La memoria se convirtió así en el territorio obsesivo de su escritura. Como buen conversador, Semprún brinca en sus libros por los mismos recuerdos pero en cada ocasión regresa del viaje con un ángulo nuevo, una reflexión libre, una imagen fresca.
Fue miembro del gabinete de Felipe González. Vivía desde hacía tiempo en Francia pero aceptó la invitación porque seguía sintiendo el deber de “intervenir en el curso de las cosas, de modificar la realidad.” Se integró al gobierno socialista como ministro de cultura y pudo vivir también el otro ángulo de la política: las miserias de la intriga palaciega, la megalomanía, las batallas sordas por el poder, la verbosidad vacía, la arrogancia y el servilismo burocrático. De su experiencia en esa política habló también en un libro memorable al que tituló Federico Sánchez se despide de ustedes. Semprún padeció así dos caras abominables de la política: el poder como fuente del mal radical y el poder como el espacio de mezquindad.
Anthony Grafton, autor de una curiosa biografía del pie de página
, escribe sobre el kindle. Disfruta la libertad que le ofrece pero extraña la gozo visual del papel. En un artículo publicado por el New Republic, repasa las reflexiones de Robert Darnton que anticipan una excitante expansión de la experiencia de lectura y la coexistencia de una diversidad de alojadores de texto. El dispositivo de amazon, apunta Grafton será, inevitablemente, la versión betamax del libro electrónico.
Charles Simic entrega una serie de notas sobre nuestros tiempos miserables.
El mundo se va velozmente al infierno. A mi edad, debería haberme acostumbrado, pero no.
Tal vez la ignorancia es una bendición, me digo, y pienso en gente que conozco que se preocupa poco por lo que sucede en el mundo. Me siento cerca de ellos. No es divertido empezar el día o retirarse por la noche con imágenes de niños muertos.
Esta es una guerra justa; eso deberíamos recordarle a la población del siguiente país que invadamos. Los muertos por nuestras bombas podrán considerarse extremadamente afortunados.
Es raro que los reporteros sigan preguntándole su opinión a nuestros representantes electos, como si los ricos que contribuyen millones a sus campañas les dieran permiso de tener ideas propias.
Guillermo Sheridan recupera cartas de Josefina Lozano de Paz a su hijo, escritas cuando Octavio Paz viaja a Yucatán y a España.
“Te vuelvo a escribir para que cepas recibi tu telegrama donde me mandabas el dinero y me felicitabas por mi santo, y te diré hijito adorado que aunque todos venían a comer yo tenía una pena y tristeza grande pues sin tu compañía.”
“Me habló por teléfono Elena y me dijo que te había mandado unos folletos y que hibas a dar una conferencia sobre el comunismo ten mucho cuidado en meterte en política pues eso trae enemigos asi hijito que tu mejor a tu trabajito, yo Tavito no hago mas que pensar en el dia para mí feliz que tu te recibas y eso no lo debes olvidar por nada pues ya estas como quien dice en la puerta y es una gran tonteria que no lo hicieras pero yo creo que si verdad hijito dame ese gusto de que yo te vea con tu titulo de abogado aunque despues no ejersas en la carrera.”
“Figurate Tavo que hoy amanecio muerto el guajolote grandote lo menos que valia eran 7 o 8 pesos asi que ya ves.”
“Referente a lo de España pues tambien tengo gusto en primer lugar porque vas a una cosa hermosa para ti, luego por que con ese viaje conoces mucho cosas buenas y te ilustras mas cada dia asi hijito que si de Dios esta que se te logre yo me quedo muy contenta.”
“A Dios mil gracias ban bien y se estan portando muy bien esa es mi mas grande tranquilidad, pues asi debe ser siempre ya; tu hijito del alma para Elena y Elena para ti, pues de otro modo Vds tienen mala vida y a mi pronto me matan de pensar que son tan desgraciados: yo todos los dias desde que Vds salieron me voy a misa de 7 y le pido a Dios con toda mi alma que los ilumine en su nueva vida que a ti Tavo te de talento para llevar a la compañera de tu vida y a Elena que tambien la ilumine para sobrellevar con paciencia la carga del matrimonio y que sea tu estrella que ilumine tu vida sufriendo con paciencia todo lo que el destino les tenga reservado.”
“Por aqui todo igual la misma monotonia de vida y esta casa hecha un cementerio sin ti.”
“Por tu carta veo que has ido a Madrid y Barcelona tu no me habias dicho eso Tavo, si no que unicamente a Valencia y despues a Paris, yo estoy sumamente intranquila pues aqui los periodicos dicen que hay grandes bombardeos en Madrid Barcelona y Valencia, y tu metido en todo esos cañoneos yo no quiero que tu alargues mas tu viaje pues algunas veses me dan ganas de tirarme al pozo de aqui pues tener un hijo y tan lejos y en tantos peligros es cosa muy dura para una pobre madre asi que si tu no quieres acabar con la poca vida que me queda vente enseguida…”
Jed Perl crítico de arte del New Republic publicó hace un par de semanas un artículo interesante sobre un tema viejo: la creación artística entendida como vía estética hacia el bien: un camino cuyo mérito es dirigirnos a lo valioso. La música, la pintura, la poesía como experiencias que valen porque son social o moralmente edificantes. Pensamos en el arte siempre casado y subordinado a la esposa: arte y sociedad; arte y política; arte y economía; arte y justicia. No nos atrevemos a ver al arte así: solo. Lo tratamos como camarada de nuestra visión del mundo.
Perl rechaza la idea de que las convicciones ideológicas del artista deban ser el cristal desde el cual ha de apreciarse el arte. El arte logra escapar de las intenciones de su creador, eludiendo la envoltura de los valores explícitos. Que el compositor haya servido a la tiranía no significa que su cuarteto desafine. Orwell, al que cita el autor de Magos y charlatanes, apreciaba la poesía de Yeats pero no pudo dejar de criticarlo por sus convicciones políticas: “las creencias políticas o religiosas de un autor no son lacras menores de las que podamos reírnos, sino algo que dejará su marca hasta en los más pequeños detalles de la obra.” Ahí está, en nuez, la negación liberal al valor autónomo del arte. Frente a los traductores de la creación, Perl defiende “la dificultad de la belleza.” El racionalismo que padecen los progresistas los lleva a negar el misterio. Hasta el soneto ha de subordinarse a la teoría, la estadística, o a algún propósito de reordenación.
No conozco mejor ejemplo de ese vicio que denuncia Jed Perl que el alegato del arte “tereapéutico” que ha hecho Alain de Botton en un libro reciente. Para este exitoso publicista, el arte es una medicina, un masajito, un gimnasia, un ungüento analgésico, un placentero tratamiento de rehabilitación. “El arte… es un medio terapéutico que puede guiar, alentar o consolar al espectador, permitiéndole ser una mejor versión de sì mismo.” El propósito del arte ese ése y sólo ése: curar nuestra fragilidad. Ayudarnos a recordar, alentar esperanzas, consolar nuestro duelo, equilibrar nuestras emociones, entendernos, crecer y agradecer.
La banalidad de los comentarios estéticos de de Botton es sorprendente. Recomienda, por ejemplo ir al Museo del Prado para contemplar las Meninas. ¿Para qué? ¿Qué verdurita nos regala Velázquez para alimentar el alma? ¿Qué cremita nos conforta el espíritu? Al ver el cuadro vemos al rey y la reina a la distancia. Las princesas visten ropas elegantes. ¡Se visten distinto a nosotros! No hay mezclilla ni camisetas. Por eso el cuadro expande nuestra comprensión del mundo y … nos hace crecer.
A la superficialidad de sus consejos hay que agregar el absurdo de su receta museográfica. Si el arte es medicinal, los museos han de ser nuestros hospitales. Las obras de arte deben ser expuestas de tal modo que conduzcan a la curación de nuestros males. Cada pieza debe contener la explicación de su carácter balsámico. Los museos deben ser nuestros templos: servir de calmante psicológicamente como antes servía como calmante teológico. La pintura nos enseñará a vivir. La literartura nos hará mejores. El evangelista predica que una dosis cotidiana de arte nos hará virtuosos. La curaduría de de Botton, lejos de elevar el arte, lo aplasta al comprimirlo en pastillitas analgésicas. Le arranca precisamente eso que apreciaba Perl en su nota: misterio.
En la edición de Vanity Fair que circula ahora, la que lleva fecha de febrero de 2012, puede encontrarse un artículo interesante firmado por David Kamp sobre el mundo de Lucian Freud. El ensayo retrata a un pintor que insistía no competir con su arte. El artista, decía, sólo debe aparecer en su obra, como Dios es visible sólo por la naturaleza. Es difícil tomarle la palabra. Freud no fue solamente un artista, fue un personaje, un hechicero, una fuerza magnética.
El crítico australiano Sebastian Smeee, un escritor que pertenecía al círculo de amistades de Freud, nunca dejó de sentir miedo al estar a solas con él. Había afecto pero nunca desapareció el temor a ser subyugado por sus ojos. Estar con él, dice, era sentir la carga de un vivo riesgo emocional. El peligro de caer de su gracia y ser expulsado de su reino. No es que fuera grosero o agresivo. De hecho, solía ser amable y afectuoso, pero la severidad de su mirada parecía darle un poder infinito. Un poder al mismo tiempo atractivo y repelente; seductor y abominable. La leyenda de Freud tiene un territorio: el estudio donde sentaba a sus modelos para ser examinados durante larguísimas horas, largas semanas, muchos meses.
David Hockney posó para él. La experiencia le resultó fascinante. Le sorprendió la lentitud del retratista. Lo pintó en un lienzo pequeño, pero tardó más de 120 horas en terminar el cuadro. Freud se tomaba su tiempo y hablaba. Durante todo ese tiempo, hablaron de todo, de sus vidas, de amigos comunes, de chismes. Le importaba que su modelo hablara para registrar los movimientos de su cara, capturar la expresión, la vida. Los ojos del pintor no se quedaban en su órbita, taladraban al modelo. Su mirada te atravesaba, dice Hockney. “Podías darte cuenta de que estaba trabajando en una parte de tu cara, en el cachete izquierdo u en otra parte porque sus ojos se clavaban en esa zona y te perforaban.”
Martin Gayford publicó un ensayo sobre la experiencia. La recuerda como una visita al dentista—pero mucho más intensa. Freud pintaba discutiendo consigo mismo. Murmuraba la riña de sus trazos: el retrato era el rastro de una batalla. Fricción de las facciones; las muchas expresiones de un rostro combatiendo entre el pincel y la tela. Cuando se concentraba, recuerda Gayford, se daba instrucciones a sí mismo: “Así” “No, no, no lo creo.” “Un poco más de amarillo” “Menos café.” Un proceso vigorosamente deliberativo, concluye.
Alexi Williams-Wynn, una estudiante de escultura, le envió en 2004 una carta de admiración. Freud le respondió de inmediato invitándola a tomarse un té. Posó luego para él y se volvieron amantes. Hay un retrato extraordinario que la pinta sentada desnuda, abrazando la pierna del viejo pintor en el estudio. El cuadro enmarcó el amor. Fueron amantes el tiempo que Freud tardó en pintar el cuadro. Cuando terminó el cuadro se acabó la relación. El egoísmo, entendió ella, es necesario para el arte verdadero. Jeremy King, un crítico que también posó para él, coincide. Freud me enseñó que el egoísmo es honestidad: “éste soy. Esto es lo que me gusta hacer. Si lo aceptas puedes entrar en mi vida pero no trates de convertirme en lo que no soy.”
El imperio de su egoísmo subordinó todo a la pintura. Sus catorce hijos sufrieron su distancia, su desapego. La única forma de no odiarlo era entenderlo y sólo lo entendieron, sólo lo conocieron y algunos lo llegaron a querer al posar para él.
Por tercera ocasión, Michel Franco regresa del Festival de Cannes con trofeos y elogios de la crítica. “Las hijas de Abril”, su película más reciente, ha recibido el premio del jurado en la sección “Una cierta mirada.” Acaba de ser estrenada en México. Es una película notable que confirma, precisamente, la constancia de su ojo. La filmografía de Franco es una persistencia por explorar el universo subcutáneo, por contemplar la complejidad que apenas emerge al gesto y que permanece casi siempre muda.
El silencio puede ser el gran hilo de las relaciones humanas. Más que parlamentos, miramientos. El duelo que agobia a los protagonistas de “Después de Lucía” es un dolor sin palabras, una experiencia común e incomunicable. El genio del director radica precisamente ahí, en la capacidad de mostrar esa intimidad hermética. El enigma de la vida no puede ser resuelto. El arte del asombro no esclarece. Los personajes de Michel Franco son tan incapaces para entender los resortes de su existencia como lo somos nosotros, al verlos en la pantalla. El enfermero que acompaña las últimas horas de los enfermos es un hombre roto. ¿Por qué? No lo sabemos. Él tampoco. ¿A dónde lo lleva su fractura? No lo podemos imaginar.
“Las hijas de Abril” es el retrato de tres mujeres. Una niña a punto de ser madre; su hermana sumergida en una densa depresión y una abuela que se resiste a envejecer. Abril, interpretada magistralmente por Emma Suárez, ha regresado a Puerto Vallarta para acompañar a su hija en el parto. La vida que aparece cimbra ese tenso equilibrio de las distancias y los silencios. No sabemos cuándo se separaron ni por qué. Escuchamos solamente a Valeria preguntarle a su madre: “¿cuánto tiempo te vas a quedar?” Quiero ayudarte, le responde Abril. En ese intercambio se abre un abismo. Es un abismo que apenas se insinúa. El frágil triángulo femenino se manifiesta y no se explica. Es un pozo impenetrable. En esa sutileza de lo que no es declarado está la riqueza del cine de Michel Franco.
La cámara en la nuca de los actores, el micrófono atento a la respiración, la mirada puesta en las rutinas. Los rotros casi siempre inexpresivos, la conversación casi siempre insustancial. Pistas de las ocultaciones que nos forman y nos destruyen, de los hábitos que nos salvan y nos pierden. Si no se escucha música en las películas de Franco es porque no hay trampa en ellas. La manipulación de los cineastas se cuela normalmente por el oído. Se oprime un botón y se provoca la lágrima en el espectador, se apachurra otro y se acelera el ritmo cardiaco de la sala. No hay artilugio en las cintas de Michel ranco. El silencio es la banda sonora de su filmografía porque su cine no pretende dirigirnos. No es un discurso que emita un juicio sobre los personajes, que condene o elogie. El director no nos impone un veredicto porque no lo emite. Hacerlo es imposible cuando se aborda el universo de las emociones. El cine de Franco es un atisbo de lo oculto. Su ojo retrata el enredo de emociones que han permanecido enterradas por años y que de pronto estallan, ese pasado que es siempre misterio, esa complejidad que no tiene raíz primaria.
Recordamos a Rousseau, el adorador de la soberanía popular, como el gran filósofo de la insurrección. Él sintió que había impedido la revolución. Cuenta en sus Confesiones que, cuando hervía la irritación popular por los abusos del rey y se palpaba la emergencia de una sublevación, apareció un escrito suyo que desvió la atención de la sociedad francesa y concentró en su autor la rabia colectiva. De pronto el levantamiento se dirigió en contra de Rousseau y no contra el Luis. No se trataba de un escrito filosófico contra la religión organizada, un panfleto contra la monarquía absoluta o algún discurso sobre las bondades de la república. Era su diatriba contra la música francesa en donde se pronunciaba por la melodía italiana y denunciaba los ladridos de la música francesa. Así lo recuerda el ginebrino: “En 1753 el parlamento había sido exilado por el rey; los disturbios estaban en su cúspide; todos los signos apuntaban a una sublevación. Mi Carta sobre la música francesa apareció y todos las revueltas se olvidaron de inmediato. Nadie pensaba en nada pero en los peligros a la música francesa, y el único levantamiento que tuvo lugar fue en contra mía. La batalla fue tan feroz que la nación nunca se recobró de ella. Si digo que mis escritos evitaron una revolución política en Francia, la gente pensará que soy un loco; pero es una verdad real.”
Rousseau discutía entonces con el gran Rameau, compositor newtoniano que entendía la música como una compleja arquitectura; una matemática de sonidos entrecruzados. Rousseau, por su parte, creía que sólo era música el canto, la espontánea evocación del aire y de la tierra. El barroquismo musical, la maraña de sonidos era, a su juicio, un invento bárbaro que impedía el goce natural de la canción. Rousseau ya veía en la música un lenguaje o, más bien, al revés. Creía que lenguaje es canto; que cada idioma, más que un vocabulario propio, es una entonación.
Aquella disputa sobre la música y nuestra naturaleza parece recobrar vigencia. La música ha sido un misterio para la biología evolutiva. El propio Darwin pensaba que era una de los grandes enigmas de nuestra especie. Recientemente se ha abierto una rica vertiente de investigación científica al abrirse la caja del cráneo y poder registrar sus labores. Las neurociencias empiezan a analizar el sitio de la música en nuestro cerebro y su conexión con el otro lenguaje, el de las palabras. El lenguaje no será mutación del canto como quería Rousseau, pero la música bien puede ser una vía para reparar problemas de conocimiento y de expresión; para entender los vericuetos de la memoria. Aniruddh D. Patel, clarinetista y biólogo, se ha dedicado a estudiar los resortes que la música activa en el cerebro. Acaba de publicarse una entrevista con él en el New York Times. Patel ha publicado un libro sobre la música, el lenguaje y el cerebro
que ha recibido el aplauso de Oliver Sacks. La conclusión del investigador del Instituto de Neurociencias de San Diego (si es que la entiendo bien) es que nuestra disposición musical no representa una adaptación biológica sino una tecnología ancestral que altera la estructura de nuestro cerebro. El invento que se inserta en lo más profundo de nuestra identidad.
El descubrimiento más reciente de Patel es que el enigma de la música no es sólo acertijo de la especie humana. Una cacatúa baila.
Así es exactamente como funciona la mente de un psicópata. Incapaz de habérselas con otra realidad que no sea la que se ha creado en su retorcida cabeza, para él hay una moral aún dentro del comportamiento más aberrante. No sería extraño que dijera cosas como «no odiaba a mi hija, al contrario, la quería tanto que hasta tuve hijos con ella» o barbaridades por el estilo. No dudo que él crea con verdadera sinceridad en lo que está diciendo. Hay que entender que en lo que dice seguramente no hay ni hipocresía ni cinismo, sino una tremenda y avanzadísima psicopatología. Es caso digno de un serio y profundo estudio.
Así es exactamente como funciona la mente de un psicópata. Incapaz de habérselas con otra realidad que no sea la que se ha creado en su retorcida cabeza, para él hay una moral aún dentro del comportamiento más aberrante. No sería extraño que dijera cosas como «no odiaba a mi hija, al contrario, la quería tanto que hasta tuve hijos con ella» o barbaridades por el estilo. No dudo que él crea con verdadera sinceridad en lo que está diciendo. Hay que entender que en lo que dice seguramente no hay ni hipocresía ni cinismo, sino una tremenda y avanzadísima psicopatología. Es caso digno de un serio y profundo estudio.
Como el Pejejillo: Nuestro movimiento no es violento. Hubiera podido correr sangre…
Hablando de monstruocidad colectiva:
http://faculty.ucmerced.edu/smalloy/atomic_tragedy/capp_7.html