Hay una sensibilidad liberal que trasciende la teoría. Una aspiración de convivencia liberal que no pretende sellarse en doctrina y que, en el fondo, resiste la tentación de adoctrinar. Es hija de una vieja prudencia que sigue desconfiando del teorema que demuestra la Verdad. Es el liberalismo de la duda, tan renuente a enclaustrarse en la cercana teoría liberal como en cualquier dogma. Liberalismo blando quizá –pero no dócil.
Frente al liberalismo escéptico se planta, orgulloso, un liberalismo de fe que se viste con trajes de ciencia para trazarse una misión planetaria. Está convencido de que sus coordenadas han resuelto el misterio de la sociabilidad: un impenetrable paquete de derechos y un poder sometido a restricciones institucionales bastan para una prosperidad feliz. En el genio de Hobbes esta persuasión liberal encontró el modelo de su razón geométrica. Una cadena estricta de silogismos levantando el imponente edificio de la modernidad. El Estado se sustenta en la razón consensual y solo en ella. Los individuos, idénticas máquinas que computan su interés. Los derechos que encumbra le dan la espalda a la historia y niegan la costumbre a través de la fantasía de un estado de naturaleza o de un tapaojos. La teoría es una fuga a la abstracción y la política, sometimiento a ese escape. Nadie ha contribuido tanto a la formación del liberalismo de la fe como Hobbes, el absolutista de la imaginación prodigiosa. Habrá inventado un monolito totalitario pero dio a la modernidad esa arrogancia técnica que el liberalismo hermético conserva. En concepto y método, ese liberalismo de fe le debe todo. Su confianza filosófica y la universalidad de su horizonte provienen directamente de ese diccionario preceptivo que es el Leviatán.
El artículo completo está aquí.
Steven Mazie escribe en el New York Times sobre la protesta que sigue instalada en Wall Street. El filósofo que le hace falta al movimiento es John Rawls, sugiere. El teórico de la justicia simpatizaría con los manifestantes. El reclamo de la igualdad no tiene que recurrir a una inspiración ajena al liberalismo. Si los señores del té encuentran inspiración en Hayek y en Ayn Rand, los ocupantes de Wall Street deberían transformar la Teoría de la justicia en panfleto.
Flavorwire ha seleccionado 10 entrevistas de la larga carrera del periodista Mike Wallace. Aquí algunas de ellas:
Luis Rosales
Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
(Poema recordado ayer por Hugo Gutiérrez Vega en la sesión de la Academia Mexicana de la Lengua)
Steve Pyke ha dedicado casi un cuarto de siglo a fotografiar filósofos. Tiene un libro titulado así: Filósofos
. En el New York Times el fotógrafo habla de su experiencia como retratista de pensadores, a los que no solamente ha arrebatado una imagen, sino también una nuez de cincuenta palabras que comprima su filosofía.
El diario incluye también una galería interactiva de los retratos de Pyke.
Hay un rocío confesional en la escritura de Alejandro Rossi. Después de algún viaje, se miraba los zapatos. El meditador no puede rehuirse como tema y de pronto se descubre absurdo. “Soy hablador, lo admito, pero cuando estoy nervioso, no abro la boca, me quedo quieto, siento unos ridículos deseos de rascarme y pienso invariablemente en la sirena de un barco.” El cuidado jardín de sus párrafos está salpicado de gotas irónicas. Le fastidiaba el teléfono, abominaba cualquier pedantería. Se veía con una antipática asimetría, con la nariz chueca y una ontología destartalada. Los astros, bromeaba, no lo habían tratado bien.
No se describía como filósofo sino como “una persona que piensa.” Decía que le hubiera gustado pensar un poco menos o pensar diferente: a lo bestia, revolviéndolo todo, brincoteando de un tema a otro. Sin consagrar toda su inteligencia y su imaginación al propósito de descifrar y luego, compartir. Pero no le era posible soltar un tema, por trivial que pareciera, sin examinar la maraña de factores que lo envolvían. Hay disciplina de gimnasta en esta persecución de minucias, pero, ante todo, placer. El inmenso placer de pensar. En buen momento Octavio Paz lo llamó a redactar un artículo mensual para Plural. No invitaba al profesor de filosofía que había publicado Lenguaje y significado, sino al conversador prodigioso que debía llevar a la página lo que se quedaba en la taza de café y en el vaso de whisky. Juan Villoro encuentra debajo de su prosa la ética del conversador auténtico: paciencia, esmero narrativo, arrojo de seductor, oído. Cada letra redactada esconde mil palabras conversadas. Sus escritos, como los de Mairena, no tienen nada que ver con los púlpitos, las plataformas y los pedestales. Son relatos, reflexiones, divagaciones amistosas. Sus clases en la universidad, sus seminarios, las revistas académicas que editó eran salas adicionales de su conversación.
En su pensamiento hay una inteligencia que persigue el detalle sin anhelar el fondo. Como si quisiera abordarlo todo, menos el tuétano. La suya era una inteligencia extraordinariamente meticulosa y, al mismo tiempo, vacilante. Elogiando a Jaime García Terrés redacta la descripción perfecta del talante liberal: “la convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral.” Nunca he querido acercarme demasiado a la verdad, decía. Por eso prefirió “los terrenos laterales, los callejones sin salida, las ideas sin ningún futuro.” Propuso una fórmula para concretar su racionalismo escéptico: “arriesgar y rectificar.”
Si en los ensayos de Rossi se percibe ese placer de pensar no es solamente por la marcha de la razón, por el alumbramiento de verdades sino también por la sensualidad de las ideas, por las seducciones de la fábula. Ahí están los encantos gemelos de Alejandro Rossi: la idea y el relato. La historia de su gestación está contada en “Cartas credenciales” su discurso a la llegada al Colegio Nacional. Ahí se describe el niño que, en Caracas, escucha a una negra venezolana leyendo Las mil y una noches, al joven interrogado por un confesor obsesivo. Los rasgos amistosos de su prosa no esconden el severo rigor del filósofo. Su alegato contra la lectura bárbara, el popular analfabetismo de la lectura utilitaria y precipitada resulta cada vez más pertinente. Debajo de sus amistosas interrogaciones, hay un lector reverente. Por eso le incomodaba la presunción de intimidad que se ha vuelto moda en el mundo cultural. El tuteo que hace del gran artista un amigo de cartas. Se difunde así una “visión de alcoba” que relata infidencias y presume conocer de la vida privada de los grandes artistas. El apellido se pierde para recurrir al nombre de pila: Pablo, Octavio, Juan. “Presiento—escribe Rossi—que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y las altanerías prefiero mis reverencias.”
Desde 1925 la Universidad de Harvard hospeda una extraordinaria cátedra de creadores. Es el famoso ciclo de conferencias en honor a Charles Eliot Norton. Se describe como una serie charlas de poesía en el sentido más amplio del término. Han desfilado por ahí músicos, críticos, cineastas, dramaturgos. Han ocupado esa silla T. S Eliot, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Leonard Bernstein, Igor Stravinsky, Czeslaw Milosz, John Cage, Nadine Gordimer, Umberto Eco, George Steiner, Agnés Varda. La tradición es que cada uno de los expositores dicte seis conferencias. El ocupante de la cátedra en 1985 fue Italo Calvino. De ahí vienen sus Seis propuestas para el próximo milenio.
Cuenta Esther Calvino, su esposa, que, desde que recibió el nombramiento, dedicó toda su energía a preparar las conferencias. Su entusiasmo fue tal, que imaginaba una octava conferencia sobre el principio y el final de las novelas. No llegó a dar las pláticas. Una semana antes de que hubiera viajado a Estados Unidos, murió en Siena. Dejó sobre su escritorio el borrador de las charlas. Cada conferencia dentro de un sobre transparente y todas en una carpeta rígida. Estaban terminadas cinco sesiones, pero faltaba una que pensaba escribir durante su estancia en Boston. Así, el lector que se dispone a leer las seis propuestas que anuncia el título del libro, encuentra solamente cinco. En la edición de Siruela puede verse una imagen con el plan que Calvino trazó para la cátedra y, con letra tenue, el aviso de la conferencia no escrita. Después de examinar la levedad, la rapidez, la exactitud, la visibilidad y la multiplicidad, vendría la consistencia.
El propósito del ciclo de Calvino era, ni más ni menos, defender las cualidades literarias que habrían de sobrevivir al nuevo milenio. Faltaban quince años para el cambio en el calendario y se disponía a componer una posible pedagogía de la imaginación. Defendía ahí los principios de una escritura airosa y veloz; una literatura nítida y rica en imágenes que se proyectan a todos los rincones. Se trataba de valores, advertía el propio Calvino en alguna de sus charlas, que no se contraponían al polo contrario. Queda desde luego la incógnita de la conferencia no escrita. ¿Qué habría dicho de la consistencia como cualidad perdurable de la creación literaria? La sexta propuesta inspira mayor curiosidad justamente por el contraste con las otras virtudes. La consistencia es característica del monolito: estable, pétrea, tal vez incluso, sofocante. ¿Cómo armonizarla con la liviandad, la rapidez, la multiplicidad, la visibilidad?
El escritor rumano Andrei Codrescu se ha atrevido a escribir lo que Calvino no tuvo tiempo de terminar. En la edición más reciente del Los Angeles Review of Books aparece un ensayito que se presenta como si fuera la sexta propuesta de Calvino. Lo describe como un valor, al mismo tiempo imposible e inevitable. Es la consistencia que nace de la soledad humana y el afán de contarnos cuentos. Como los algoritmos que pretenden completar la sinfonía inconclusa de Schubert, el sexto ensayo sirve, sobre todo, para subrayar que los misterios no están hechos para resolverse. Prefiero llenar esa conferencia ausente con un comentario que Calvino hizo en una entrevista que concedió mientras preparaba las notas para sus conferencias de Harvard. Ahí revelaba que tenía dos libros en su mesa de noche: La naturaleza de las cosas de Lucrecio y Metamorfosis de Ovidio. “Quisiera que todo lo que escriba esté relacionado con uno o con el otro. O mejor: con los dos.” Ahí debe esconderse el secreto de su consistencia.
Los atajos que nos suelen desviar de lo importante presentan a Chronic como un alegato por la muerte digna. No es un manifiesto ni la eutanasia es su tema principal. La película de Michel Franco que aquí se exhibe bajo el nombre de El último paciente, es una cinta que escapa el argumento para pintar el ocaso de la vida. Los cuerpos que cuelgan como trapo, el ánimo que sucumbe, la intimidad que se pierde. Y la extraordinaria complicidad que pueden trabar enfermo y enfermero. Una película sobre la vulnerabilidad de los últimos días, sobre la cruel dependencia del enfermo, sobre la generosidad de los desconocidos, sobre la soledad y la tristeza.
Se muestra aquí la epopeya del aseo diario de quien no tiene ya la fuerza para hacerlo. La tensión que provoca en la familia un invasor convertido en confidente final. La corrosión de la vejez. El guión de Franco que fue reconocido en Cannes es notable por escuálido. La comunicación toca los huesos. Silencios interrumpidos apenas por unas cuantas palabras. Conversaciones que juegan siempre con lo implícito, con los entendidos de cualquier relación. Alusiones, sugerencias, ambigüedades. Los personajes que han compartido una vida no necesitan decirnos lo que ellos ya saben, lo que han descubierto juntos. De esas conversaciones rituales de las que hablaba Ibargüengoitia está repleto el mal cine, la mala televisión: conversaciones donde los personajes que viven juntos hacen declaraciones sobre sí mismos. Parlamentos tan absurdos y tan comunes como la del marido que le cuenta a su esposa que hace 25 años fue atropellado por un tren y que perdió dos piernas pero que siguió luchando hasta ganar su primer maratón. El libreto de Chronic no desprecia de ese modo la inteligencia del espectador. Es contenido y preciso. Somos nosotros, los fisgones de la sala de cine que irrumpimos en el baño del agonizante, los que hemos de dar sentido a las palabras.
David, el enfermero al que da vida Tim roth, ofrece el conmovedor retrato de un oficio primordial. Puede ser cierto que el enfermo no cura pero hace algo tan importante como lo que hace el médico: acompaña. No salva la vida con el bisturí pero cobija, escucha. Es verdad lo que se dice: es más fácil imaginar un hospital sin doctores que pensarlo sin enfermeros. Lo han dicho algunos críticos ya: ésta puede ser una de las mejores actuaciones de uno de los mejores actores de nuestro tiempo. Tim Roth conoció el trabajo de Michel Franco como jurado en Cannes. Le entregó el premio de la sección “con una cierta mirada.” Después de Lucía le pareció una obra maestra. Harto ya de los papeles que le ofrece la industria tradicional, le expresó su interés por trabajar con él. Conoció entonces su proyecto sobre una enfermera y acordó con el director mexicano que el protagonista podría convertirse en enfermero y que la historia podría desplazarse de la ciudad de México a alguna ciudad de Estados Unidos. El libreto terminó de cocinarse pensando en los talentos de inglés. Extraordinaria la actuación de Roth porque permite apreciar el esmero de su personaje y, al mismo tiempo, tocar la fractura que lo habita. El enfermero, atento y parco, firme y a la vez roto, muestra la intensidad de los momentos límite.
Este blog se ha beneficiado enormemente de los comentarios de El Lector. Las notas que he puesto sobre la crisis del Vaticano han encontrado en sus mensajes respuestas inteligentes que mucho aportan a la discusión. En su comentario más reciente, hace una reflexión que vale la pena destacar. Escribe:
Me preocupa notar que los anticlericales de hoy ya no son como los de antes. Voltaire y Melchor Ocampo fueron adversarios formidables para la Iglesia no sólo por su inteligencia, su pasión y la gracia de su pluma, sino también porque eran cristianos cultos, que sabían lo suyo de teología, derecho canónico e historia eclesiástica (además de muchas otras cosas). Yo no te pido que seas cristiano, jamás se lo exigiría a nadie, pero sí te pido que conozcas mejor al objeto de tu animadversión. Hay que luchar contra la dictadura del lugar común.
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Jesus
este video es lo mas malo que he visto en relacion a la crisis. Te recomiendo veas la obra DEBT. Es un musical que se esta presentando ahora en Vancouver, lanza un ataque frontal contra el uso de las tarjetas de credito y el sobregiro de las cuentas de los muchos idiotas que creen que el dinero sale de la nada. Entre musica y humor, deja al espectador claro en que entre el consumismo, el abuso de los intereses crediticios y las facilidades de obtener credito no hacen sino ponernos en problemas.
Debt fits nicely into the string of sociopolitically charged musicals that the atmospheric Downtown Eastside theatre has been making a name for.
The Georgia Straight, Jan 2010
http://www.straight.com/article-279639/vancouver/taking-comedy-red
La postmodernidad en su máxima expresión.