Es preciso que nos ocupemos también del periodismo de ideas. La concepción que tiene la prensa francesa de la información, ya lo hemos dicho, podría ser mejor. Se quiere informar rápido en lugar de informar bien. La verdad no se beneficia con ello.
Razonablemente no se puede, entonces, deplorar que los editoriales tomen, en parte, el lugar de la información. Algo al menos es evidente: la información, tal como es provista hoy a los periódicos y tal como éstos la utilizan, no puede prescindir de un comentario crítico. Ésta es la fórmula a la que podría tender la prensa en su conjunto.
Por una parte, el periodistas puede ayudar a la comprensión de noticias mediante un conjunto de consideraciones que den su alcance exacto a informaciones cuya fuente e intención no son siempre evidentes. El periodista puede, por ejemplo, en la composición del diario, enfrentar telegramas que se contradicen, y lograr así que uno cuestione al otro. Puede informar al público acerca de la credibilidad que es conveniente atribuir a una información dada sabiendo que emana de tal agencia o de tal corresponsal del exterior. Para dar un ejemplo preciso, es seguro que, de la gran cantidad de corresponsables que mantenían en el exterior las agencias, sólo cuatreo o cinco ofrecían las garantías de veracidad que debe exigir una prensa decidida a desempeñar su papel. Le corresponde al periodista, mejor informado que el público, presentarle, con el máximo de reservas, informaciones de las que conoce bien la precariedad. (más…)
Steven Pinker, el autor de Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, escribe sobre el teórico de nuestros peores demonios. En un programa de la BBC se acerta a la vida de Thomas Hobbes. Aquí puede escucharse el podcast.
Alan Wolfe aprovecha que la candidatura de Paul Ryan ha puesto de moda nuevamente las novelas de Ayn Rand para explorar las razones por las cuales le tiene totalmente sin cuidado. El autor de El futuro del liberalismo no cree que pueda tomársele en serio. La "filosofía" de Rand puede resumirse en dos proposiciones: el egoísmo es el valor supremo y las masas son parásitos que viven del esfuerzo de los capitalistas. Si la idea del interés es útil, la idea del egoísmo no lo es. Por eso, dice Wolfe, Smith es un gran pensador y Rand no. Concluye Wolfe: "Las teorías de Rand son ficción. Sus obras de ficción son teorías–y malas." Si los republicanos ganan, podría haber una razón por la que se estudie a Rand. Por la misma razón por la que necesitamos estudiar el creacionismo.
Al recibir la distinción con que vuestra libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.
Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce incesantes desdichas?
Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi inquietud y este malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando su semejanza con todos. (más…)
Recordaba George Steiner que, en la universidad en la que trabajaba se aparecía a veces el gran escultor Henry Moore. La plática, tarde o temprano, encallaba en la política y los comensales escuchaban al artista revelar su simpleza. ¡Cuánta inocencia, cuánta ingenuidad en ese desfile de lugares comunes! De que el escultor era un idiota en política, no lo quedaba la menor duda. Pero de repente Steiner se fijaba en sus manos y se daba cuenta de lo que podía hacer con ellas. Detenerse en sus ideas se volvía absurdo. Su genio estaba ahí, en sus manos. Viendo el contraste entre el discurso de Moore y el movimiento de sus manos advertía la inocencia que hay en los grandes creadores.
Creyó que esa inocencia le había sido negada. Que no tenía esa mano del artista y que tenía que conformarse con la celebración del arte de los otros. No soy un creador, confesaba Steiner, el crítico que acaba de morir, poco antes de cumplir los 90. Estaba convencido de que, a pesar de haber escrito poesía, de haber incursionado en la ficción, no era un creador. Era un crítico. Solamente un profesor. Y por ello se sentía a años luz del artista. “Si soy lo que soy, se debe a que no he sido un creador.” Ahí se escondía su tristeza, su profunda y sabia tristeza.
Por eso se describió como un cartero, alguien que trasmite los avisos de la inteligencia y la imaginación. Un hombre que no se deja intimidar por las inclemencias del tiempo y coloca todos los días las postales de Shakespeare, de Stravinsky, de Borges en el buzón correcto. Por supuesto, la correa de esos mensajes no es ciega. Para merecer trasmisión deben pasar por la severa aduana del crítico. Es ahí donde puede verse a Steiner como un subversivo. Un rebelde que se enfundó en la tradición para increpar al presente. Sí: ese hombre tachado por muchos como un elitista por la intransigencia de sus pasiones, ese profesor que insistía en el mérito de los grandes libros eternos, ubicaba en el recuerdo y la reelaboración de nuestros clásicos la mejor resistencia frente al “fascismo de la vulgaridad.”
Pero, ¿es cierto que no tenía las manos de Moore? ¿Aceptamos su juicio de que era solamente un profesor, un crítico, un comentarista desprovisto de genio creativo? No lo creo. Si alguien ha demostrado que la crítica es un arte es precisamente Steiner. Me refiero, sobre todo, al Steiner viejo, al hombre que en las últimas horas de su “largo sábado” pudo despojarse de la jerga académica que enturbió sus primeros libros para dedicarse a escribir su bellísimo testamento. Me refiero al escritor que se revela desde Errata, su luminoso ensayo de memorias. A partir de entonces los libros empezaron a volverse más breves, más airosos. No desaparece en ellos la erudición, pero se envuelve en vida. Se leen como una celebración, una despedida. Las ideas en sus últimos libros adquieren cuerpo de experiencia, las lecturas alientan los juegos más íntimos, la imaginación seduce a la filosofía. Su bellísimo libro sobre los libros que no se atrevió a escribir, por ejemplo, es un ensayo sobre el camino no recorrido, una pintura de la vida que se asomó y que el temor ahogó.
A pesar de todas las advertencias que dejó en su obra para señalar la distancia entre el creador y el intérprete, sabía también que hay críticos que rozan la creación: Proust en el Contra Sainte-Beuve, los ensayos de Eliot, la lectura que Mandelstam hace de Dante. En esa compañía, la del crítico que acaricia la creación habremos de ubicar a George Steiner.
Europa es un lugar donde hay cafés, dijo George Steiner. Su idea de Europa, su idea de la cultura europea se resumía en ese lugar “para la cita y la conspiración, para el debate intelectual y para el chisme, para el flaneur y para el poeta o el metafísico con su cuaderno.” Un lugar que se abría a todo mundo pero que también, de cierta manera, alentaba la formación de clubes, peñas, tertulias. En el otro continente, en América, el café sigue siendo un negocio extraño, una importación que conserva sello italiano. El sitio mítico que en Europa ocupa el café, en Estados Unidos lo encarna el bar. Heredero de los pubs ingleses, el bar tiene, naturalmente, otra luz, otra atmósfera. “El bar americano, dice nuevamente Steiner, es un santuario de luz tenue, incluso de oscuridad. Retumba con la música, muchas veces ensordecedora. Su sociología, su tejido psicológico están impregnados de sexualidad.” Café y bar: dos nociones ideales de convivencia, de cultura, de libertad.
Guillermo Osorno ha escrito un libro valiosísimo sobre un bar legendario en la mitad de la Zona Rosa de la Ciudad de México. Editor ejemplar, Osorno encontró en el Nueve el personaje de un reportaje magistral. En la biografía del bar gay que marcó la vida de la ciudad en sus quince años de vida se asoman otras historias tan importantes como la de ese centro de cultura alternativa. En primer lugar, la que se cuenta en primera persona del singular. Un joven, después de descubrir su identidad en Los Ángeles, se busca en una ciudad árida e inhóspita; inmensa y pueblerina. La ciudad de México, atrapada aún por la moralina machista y el autoritarismo del PRI abre un pequeño paréntesis de libertad para la comunidad homosexual. El sitio de la fiesta ofrece permiso para la autenticidad. Quien había carecido de claves para entenderse, de pronto se reconoce entre otros. El Nueve formó comunidad y regaló espejo.
El bar no fue solo un bar. Un espacio de menos de 60 metros cuadrados en una ciudad monstruosa se convirtió en espacio subversivo de cultura. Además de lugar de encuentro, de diversión, de ligue sirvió de escena para expresiones que no recibían becas del Estado ni aparecían en el programa dominical de Televisa. Por ahí tocaron por primera vez grupos que después serían famosos. Café Tacuba, Caifanes, Maldita vecindad encontraron público ahí, en ese bar que no fue nunca de gueto, sino lo contrario: la germinación, para la ciudad, de una cultura más abierta, más franca y más viva. En el bar, también teatro, instalaciones, pintura fugaz. Henri Donnadieu, el fundador del Nueve, un aventurero misterioso no aparece aquí solamente como un empresario de la vida nocturna sino como un hombre que abrió la cultura mexicana a la noche, que la sintonizó con los tiempos del mundo.
El testimonio de Guillermo Osorno es también otra forma de contar el cambio mexicano de los últimas décadas. Se trata, como bien lo leyó Carlos Bravo, de una crónica de la transición democrática de México. El protagonista de este relato no es el Congreso ni los partidos; su símbolo no es la alternancia pero describe el mismo fenómeno y, tal vez, expresa de mejor manera su verdadero valor. Las batallas de un bar, las conquistas de la comunidad homosexual son parte ya de la cultura mexicana o, por lo menos, parte de la vida cotidiana de la Ciudad de México. Si en algo México ha mejorado de veras es en haberse vuelto un poquito más hospitalaria a la diversidad. Lo resume perfecta, íntimamente Guillermo Osorno al final de su relato: “El joven atribulado del principio de este libro ya es un hombre maduro y ha encontrado un lugar en su ciudad.”
Hace un poco más de diez años Alex Ross, crítico del New Yorker, publicó una historia sonora del siglo XX. El ruido eterno escuchaba las reverberaciones culturales y políticas de la música que por alguna razón seguimos llamando clásica. Ahora acaba de publicar otro trabajo monumental que aún no tiene traducción al español. Se trata de Wagnerismo. Arte y política a la sombra de la música.
Ross ha integrado una verdadera enciclopedia del universo de Richard Wagner. Más que un análisis de sus composiciones y de sus manifiestos, el libro sigue la pista de su influjo: un libro sobre la influencia de un músico en quienes no lo son. No la música, su eco. Ross advierte que el ascendiente musical de Wagner es importante, pero no extraordinario. No fue mayor al de Monteverdi, Bach o Beethoven. Pero el impacto que tuvo la obra y el personaje en las artes vecinas, el peso que tuvo en la cultura y en la política no tiene comparación. No hay tal cosa como bachismo. Ross sugiere que ningún artista en la historia ha tenido el embrujo de Wagner. Nadie ha hechizado como él la poesía, la arquitectura, la novela, la filosofía, la política.
El embrujo del que habla Ross es, ante todo, ambiguo. El monstruo, sugiere, susurra un secreto distinto al oído de cada oyente. Es cierto que Wagner no solamente escribió para el pentagrama y que quiso construir también una filosofía musical, para dejar en claro su utopía artística. Pero, como bien se detalla en este trabajo colosal, su pauta seduce las causas más contradictorias. La contradicción estaba, tal vez, dentro del mismo personaje. ¿Un genio despreciable? Así lo pensaba Auden. Creía que era el artista más grande que ha vivido jamás, y al mismo tiempo, una mierda absoluta.
Alex Ross recorre meticulosa y casi obsesivamente las huellas que dejó Wagner en la literatura y en el pensamiento; en edificios y en la historia misma. Wagner parece la presencia inescapable: de la poesía de los simbolistas a los helicópteros de Francis Ford Coppola en Apocalipsis. Del belicismo teutón a los monitos de Walt Disney. Ross no se queda con el impacto que su mitología tuvo en Adolfo Hitler, su admirador más siniestro, pinta el vastísimo universo de su seducción. Baudelaire le escribió alguna vez al compositor que su música lo reintegraba. “Me has devuelto a mí mismo,” le dijo en una carta. Tal vez esa inmersión la provocó en muchas audiencias, en muchas culturas: identificación personal y fantasía colectiva. Leyenda medieval para algunos, frontera del mundo para otros; origen y destino, patria y alma.
Nietzsche dijo que no había escapatoria. Uno tiene que ser wagneriano. Sugería que la fuerza del compositor nos llevaba irremediablemente a lo más profundo, lo más temible, lo más íntimo. Woody Allen advertía, quizá por eso mismo, que había que tener mucho cuidado. Cuando él oía Wagner más de lo prudente sentía la urgencia de invadir Polonia. Lo cierto es que la imaginación que enciende su música puede ser melodía de los ideales más contradictorios: la fraternidad y el genocidio; el racismo y el abrazo a los desamparados. Ross identifica así al Wagner comunista y al Wagner nazi, al Wagner feminista y al Wagner gay.
El libro de Alex Ross es, a fin de cuentas, una celebración de la manumisión del arte. La creación que adquiere vida propia. Una criatura que no obedece instrucciones. La música de Wagner no está atada a Wagner. La creación de un racista furioso puede alentar la causa de los derechos civiles y el orgullo negro. Existe, en efecto, lo que Ross identifica como “afrowagnerismo.” Por esa misma insumisión del arte, Theodor Herzl, el padre del sionismo moderno, pudo encontrar inspiración en el arte de un antisemita. El único descanso que tomaba el padre espiritual del estado de Israel, mientras escribía El estado judío, era para ir a la ópera a ver Tannhäuser. Al escucharla avivaba su fe. Sólo en las tardes en que no había función, cayó en la duda.
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“Un monstruo admirable.” Así describe Cioran a Guido Ceronetti. No eran muy amigos pero hablaban por teléfono, se carteaban. Desde que lo vio por primera vez, Cioran encontró angustia, desolación, un “aire de apátrida, de aislamiento fundamental, de predestinación al exilio”. Al ver comer a este fanático del vegetarianismo, Cioran, hombre de dieta rigurosa, se sentía un caníbal. Ahí estaba la primera insumisión del italiano: “no comer como los demás es aún más grave que no pensar como ellos.” No puedo imaginar a Guido entrando a una farmacia, decía
Cioran. La salud por vía química le repugnaba. La prolongación ortopédica de la vida era para él la peor humillación de la medicina. La peste de la higiene es una sociedad repleta de viejos artificiales: ancianos sin sabiduría.
A finales de los años 70 Ceronetti publicó sus notas sobre el cuerpo. Acantilado las ha publicado junto con otras obras del ensayista italiano. Se trata de una libreta que recoge desordenadamente lecturas y reflexiones, al modo de los cuadernos del pesimista rumano. Ceronetti se resiste a la expropiación medicinal del cuerpo. El cuerpo es revelación. Las carnes no sólo nos contienen: nos muestran. Le damos la espalda al cuerpo con jabones, vacunas, aspirinas, bisturís y anestesias. Ceronetti nos confronta con el cuepro que muere, que duele, que apesta. La vida es solo el retraso de nuestra inevitable podredumbre. Bajo la piel se escenifica un drama que llama a su cronista: las secreciones susurran, los órganos callan, la sangre circula, las bacterias pelean, las células revientan, los cromosomas se imponen como destino.
Ceronetti no se lamenta, como su admirado Cioran, de los “inconvenientes de haber nacido,” sino más bien de las obstrucciones a la Muerte. Morir naturalmente, será cada vez más difícil, dice. Morimos en camas extrañas, en hospitales desinfectados, en ambulancias chillantes. Nuestra muerte se ha convertido en otro producto de la industria. “Entre tantas vacunas superfluas como existen, las únicas indispensables son las metafísicas, descubiertas en tiempos remotos, y que ahora ya se han hecho inencontrables. Vacunaos con lo metafìsico, y dejad que el fuego venga y juzgue.”
Las notas y aforismos de Ceronetti hacen irrelevante el comentario. Sólo sirve la cita:
El optimismo es como el óxido de carbono: mata dejando sobre los cadáveres una impronta rosa.
Las mujeres tienen hoy al médico, como antes tenían al confesor. Los desastres que provoquen estos nuevos confesores no serán inferiores a los que provocaban tiempo atrás aquellos viejos médicos.
En estos orificios y cuchitriles que somos vive un rostro oculto que no se nos parece.
“Los crimenes de la extrema civilización—dice Barbey d’Aurevilly—son ciertamente más atroces que los de la extrema barbarie.” Aquí los tenemos.
Es extraño que no ocurra. Me parecería normalísimo que una mujer embarazada abortara después de haber hojeado un periódico.
El instrumento ideal para un paralítico condenado a muerte es la silla eléctrica de ruedas.
El arte está acabado desde que los artistas ya no tienen enfermedades venéreas.
La caricia viene como el viento; abre un postigo, pero no entra si la ventana está cerrada.
“Los muertos parecen casi siempre tranquilos y serenos, incluso liberados, como si el polvo estuviese encantado de la falta de Espíritu, y viceversa”. (Hebbel, Fünfes Tagebuch, 10 de julio de 1854)
Quien tolera los ruidos es ya un cadáver.
La pierna que te lavas esta tarde puede que te la corten mañana (Pero que por lo menos el cirujano diga: vaya pierna más limpia.)
“¡Perdón, señor, no lo he hecho adrede! (María Antonieta al verdugo, por haberle pisado involuntariamente el pie, en el patíbulo.) Cortesía y Guillotina: ¡esos sí que son encuentrso significativos! Las disculpas por el pisotón son un signo exquisito de superioridad, el último de la reina.
Defecando se puede pensar en la vida y en la muerte, comiendo se puede pensar en todo, pero muy mal, en el coito no se puede y no se debe pensar en nada. Es vaciamiento místico. Pero para todos.
Suprimidos los combates entre los gladiadores, los cristianos instituyeron la vida conyugal.
Gracias, Chucho!
No sólo fue un placer escuchar a la primera ministra australiana, sino que me provocó una gran envidia. Ojalá en México contáramos con la participación de mujeres de ese nivel y esa capacidad para criticar la misoginia.