Gestos, de João Machado.
Hay una sensibilidad liberal que trasciende la teoría. Una aspiración de convivencia liberal que no pretende sellarse en doctrina y que, en el fondo, resiste la tentación de adoctrinar. Es hija de una vieja prudencia que sigue desconfiando del teorema que demuestra la Verdad. Es el liberalismo de la duda, tan renuente a enclaustrarse en la cercana teoría liberal como en cualquier dogma. Liberalismo blando quizá –pero no dócil.
Frente al liberalismo escéptico se planta, orgulloso, un liberalismo de fe que se viste con trajes de ciencia para trazarse una misión planetaria. Está convencido de que sus coordenadas han resuelto el misterio de la sociabilidad: un impenetrable paquete de derechos y un poder sometido a restricciones institucionales bastan para una prosperidad feliz. En el genio de Hobbes esta persuasión liberal encontró el modelo de su razón geométrica. Una cadena estricta de silogismos levantando el imponente edificio de la modernidad. El Estado se sustenta en la razón consensual y solo en ella. Los individuos, idénticas máquinas que computan su interés. Los derechos que encumbra le dan la espalda a la historia y niegan la costumbre a través de la fantasía de un estado de naturaleza o de un tapaojos. La teoría es una fuga a la abstracción y la política, sometimiento a ese escape. Nadie ha contribuido tanto a la formación del liberalismo de la fe como Hobbes, el absolutista de la imaginación prodigiosa. Habrá inventado un monolito totalitario pero dio a la modernidad esa arrogancia técnica que el liberalismo hermético conserva. En concepto y método, ese liberalismo de fe le debe todo. Su confianza filosófica y la universalidad de su horizonte provienen directamente de ese diccionario preceptivo que es el Leviatán.
El artículo completo está aquí.
Ricardo Raphael y Carlos Bravo reflexionaron sobre la crisis de los diarios, sobre la fuente y el significado de sus problemas. Mi artículo del lunes fue sobre el primer año de Enrique Peña Nieto. A propósito del centenario de Benjamin Britten, varias cosas: una nota sobre su relación con Auden, un corto de la producción de Peter Grimes en la playa y su Himno a Santa Cecilia. Acantilado traduce a Michnik. Pongo aquí su admirable decálogo para periodistas. La BBC estrenó este documental interesantísimo: ¿Quién teme a Maquiavelo? Dos listas sobre libros del 2013: los 10 mejores, a juicio del New York Times y los mejores en diseño y arte según Maria Popova. De Mandela, un par de cosas: su primera entrevista en televisión, su discurso al tomar posesión como Presidente de Sudáfrica, el recuerdo de Nadine Gordimer y su mensaje al salir de la cárcel. Dos notas sobre André – Schiffrin. También noticias sobre el nuevo libro de Josef Koudelka, un corto angustioso y un videíto en defensa de la biblioteca pública.
Lo vaticinó él mismo: iría muriendo de arriba abajo. Primero la cabeza, después el resto. Una mañana, caminando con un grupo de amigos, Jonathan Swift le dijo al poeta Edward Young mientras se detenía, fijo como estatua, ante un viejo olmo: “seré como ese árbol, iré muriendo desde arriba”. Empezaba a perder la memoria y anticipaba su demencia. Sus últimos poemas condensan la ferocidad de su misantropía. En uno de ellos imagina el día del Juicio. Dios, fastidiado con su criatura, se despide de ella con desprecio. El todopoderoso se siente aliviado y no se toma la molestia, siquiera, de pronunciar el veredicto. En otro que titula “El lugar de los malditos”, hace catálogo de los oficios condenables: malditos poetas, malditos críticos, malditos pillos, malditos senadores sobornados, malditas prostitutas esclavizadas, malditos abogados y jueces, malditos caballeros y galanes, malditos espías y mentirosos, malditos villanos, malditos curas y consejeros. “Soy la sombra de una sombra de una sombra, etc., etc., etc.”, le confesaba a un amigo. Tan terrible fue la descomposición de su cabeza que empezaba a descuidar la ortografía.
El retratista de nuestra locura terminaría loco. Había cultivado bien su amargura. Estaba convencido de que la felicidad consistía en estar bien engañado. Es feliz quien acepta la mentira plácidamente. Sabía que no podía disfrutar de esa alegría. Era incapaz de voltear la cara e ignorar la estupidez, la superstición, la arbitrariedad, la necedad. Podía, eso sí, reírse de ellas. Lo hacía torciendo las palabras: diciendo algo para comunicar otra cosa. El genio de la ironía compartía una receta para cocinar niños como solución a la pobreza de Irlanda. Con buenos cálculos, impecables silogismos y los condimentos adecuados se puede preparar un guiso delicioso que sea, al mismo tiempo, socialmente benéfico. Si somos tratados como bestias, por qué no mejor ser apreciados como una delicia gastronómica.
El artículo completo puede leerse en el número de marzo de nexos.
Descubierto ayer en Los Ángeles, donde se estrena pronto su película Exit Through the Gift-Shop.
Tomaz Salamun
¡Oh tú, que haces posible el puro gozo!
El sufrimiento y el abandono, la siembra callada,
el mudo envenenamiento del jugo y las células.
Que me traicionas y ajustas las correas. ¡Más! ¡Más!
Que exprimes con cruel dulzura la muerte de mí.
Un ladrón es mi Grial.
Que te olvidas de mí.
Que has roto mi sangre apenas
te entré.
¡Monstruo idéntico!
Nada sabes de pérdidas.
En quien la única huella de placer sobre tu
cuero se dispara en aquella millonésima
fracción de segundo en que tomas
el cash.
Sólo en aquel momento te estremeces.
Que con la mirada quemas y reduces a cenizas.
Que tienes la fragancia del heno.
¿Qué esperas, férreo príncipe? Mi
Saturno ya está partiendo.
¡Aprieta!
¡Incrústate en la embriguez y mira!
Todo oscila: el mar, la luna, Li Tai Po.
¡No mires hacia atrás, amado mío!
Junto a quien he vivido la más terrible
entrega.
¡No mires hacia atrás, te digo!
Eres uno y único.
Sólo tu nieve es cristal y muro.
*
Traducción de Pablo Fajdiga
En mis calcetines o en el tambo de la basura puede estar el arte. Robert Rauschenberg decía que su taller estaba entre la vida y el arte. Jed Perl, crítico del New Republic, se distancia de los elogios al artista que acaba de morir. Ninguna poesía, ninguna fuerza, ningún misterio en su obra. Será visible la vida de aquel taller, no el arte.
"Rauschenberg no poetizó lo ordinario. Magnificó lo ordinario y le puso etiqueta con precio de obra de arte."
Al evocar a su amigo Mark Strand, que acababa de morir en noviembre de 2014, Charles Simic recordó una aventura de juventud. Juntos iniciarían un movimiento literario dedicado a celebrar la comida. En sus lecturas de poesía se habían percatado que, cada vez que se mencionaba un platillo en algún poema, el auditorio sonreía. El efecto era inmediato. Hablar del paso tiempo y detenerse de pronto en un caldo de pollo alegraba el rostro de todo mundo. Decidieron así fundar un movimiento al que bautizaron “Poesía gastronómica.” El compromiso de sus militanmtes era mencionar alguna delicia en cada poema. Fuera cual fuera el tema, habría que insertar una receta, un ingrediente, algún guiso. En un poema que Strand dedica a un asado al caldero puede encontrarse el manifiesto de aquel movimiento:
En estos tiempos
donde hay poco
que amar o alabar
no es quizás exagerado
rendirse al poder de los alimentos.
Los poetas coincidían que su oficioera un arte similar a la cocina. Se guisa con palabras o con cebollas. Usar lo que hay en casa para darle encanto y compartirlo con los amigos. Toques de sutileza que vienen de una larga experiencia o que surgen de una súbita inspiración. Después de una cena que había preparado Strand, éste le confesó a Simic: “Creo que esta noche no le puse suficiente queso al risotto.” Simic estuvo de acuerdo, aunque no se había dado cuenta hasta que Strand lo notó. Eso es lo que nos sucede al escribir, añadió Simic. Muchas veces un poema, tal vez uno ya publicado, pide otra palabra para encontrar su punto o necesita deshacerse de una línea para aligerarse.
Alfonso Reyes dedicó sus Memorias de cocina y bodega a quienes pudieran apreciar el caso de Pierrette, una mujer que a los noventa y nueve años y once meses comía en su cama cuando sintió que llegaba su hora. Asustada, empezó a gritar: “Pronto, pronto, tráiganme el postre, que me voy a morir.” Que la buena comida y la tristeza son incompatibles lo ha demostrado Simic en un ensayo brillante. “Comida y felicidad,” se titula y puede leerse en El flautista en el pozo, la antología preparada por Rafael Vargas que publicó Cal y Arena hace unos años. El vino puede ponerlo a uno melancólico pero la comida “produce una felicidad instantánea.” En sus recuerdos aparece siempre el guiso legendario, la conversación que provoca una cena, el festejo alrededor de un platillo, el espectáculo de una charcutería, la filosofía que aprendió en la cocina de su tía.
Recuerdo mejor los platos que he comido que las ideas que he pensado, dice. Las musas auténticas son cocineras. Por ello el propio Reyes encontraba una metafísica en aquella cocinera que guardaba una taza del caldo del día anterior para fundirlo en la sopa del día. Tal vez no habrá arpas ni nubes en el paraíso de Simic pero habrá, sin duda, una olla de frijoles cociéndose en la estufa. No estará solo: la conversación, es decir, la amistad es la compañía natural de una mesa bien servida.
En “Cartas credenciales,” el memorable discurso que leyó al ingresar a El Colegio Nacional, Alejandro Rossi celebraba la sopresa y el azar. “Si soy franco, debo admitir que prefiero ver la vida como una trama de imprevistos, de casualidades, de descubrimientos inesperados, de caminos laterales que, de pronto, se vuelven centrales. Prefiero que, inesperadamente, un viento rápido borre las turbias nubes del amanecer. La realidad está, así, más cargada de esperanzas y —según me parece— también es más divertida. Tal vez para los dioses la vida sea un límpido teorema que emana de los axiomas. Celebro, sin embargo, que entre los hombres las cosas discurran de otro modo, celebro la ceguera que nos permite ignorar la imprevista noticia, celebro la agnosia que me abre paso hacia un posible hallazgo, celebro encontrarme, sin el menor presagio, frente a un rostro insuperable. A lo mejor son admirables, pero me aburren un poco los personajes que aseguran, con un cabeceo de péndulo, saber lo que harán mañana y todos los días siguientes. Me doy cuenta, claro está, que el temple que invoco suscita angustia y una cierta actitud que, en su extremo, puede ser bobamente milagrera. Pero también es verdad que en ella hay un realismo humilde ante las empresas del hombre, hijo del miedo y de la precariedad. (…) Quizá lo humano sea una mezcla de racionalidad escéptica que nos defienda de los sueños olímpicos, una honda conciencia de que cometemos errores y, a la vez, la valentía de pensar e imaginar ardientemente. Arriesgar y rectificar, la fórmula de oro, simple y dificilísima.”
Tal vez en sus diarios se capte, mejor que en ningún otro sitio, la visita cotidiana del imprevisto y ese paseos laterales que terminan siendo el camino central. El diario, como el ensayo breve que cultivó brillantemente, le permiten a filósofo jugar con la conjetura y la observación, el retrato y la crítica, el boceto y el aforismo. Este mes Letras libres publica fragmentos del diario de Alejandro Rossi. Laura Emilia Pacheco y Fernando García Ramírez han seleccionado notas de su cuaderno personal. En el apunte introductorio hablan de la mina de sus inscripciones privadas: decenas de libretas escritas a mano que el propio Rossi tuvo a bien descifrar para dictarlas a una grabadora. El resultado es más de un millar de páginas que cubren un poco más de una década: del 10 de septiembre de 1993 hasta el 23 de diciembre de 2003.
La probadita que Pacheco y García Ramírez nos ofrecen es maravillosa. El diario puede ser a la obra de Rossi, lo mismo que el Cuaderno gris a la obra de Josep Pla. Como puede advertirse en esta breve antología, las libretas capturan un vivir leyendo y pensando con inteligencia y gozo. La selección ha tijereteado las notas filosóficas y políticas para entregarnos un plato de apuntes literarios.
La escritura aparece en el diario como una vacuna contra la locura: “Debo escribir porque de lo contrario me vuelvo loco,” escribe el 18 de abril de 1994. El ocio convoca a los demonios, a las obsesiones, a los fantasmas. El vacío es “el teatro de esos monstruos.” Por eso la escritura, terapia cotidiana, altera la peligrosa quietud. Revuelve las aguas para reflexionar sobre la extranjería y la ambición literaria, para recordar a un escritor recientemente muerto, para precisar los méritos de un poeta, para relatar una conversación, un encuentro. Dardos certeros como éste: “Los escritores creen que hablan acerca de la Condición Humana y después resulta que apenas son los cronistas de una época específica, un quinquenio de la Colonia Roma…” Rossi jugaba con la idea de pescarse un seudónimo y dedicarse a la crítica: “dura, sincera, solitaria, de buena fe y divertida.”
En mayo del 2000, Alejandro Rossi escribió: “La ilusión, que no me abandona, de escribir una prosa “verdadera”, sin cortesías, sin dengues, sin censuras y coqueterías estilísticas. A veces oigo esa música.” Podemos oirla también en sus diarios.
El nuevo libro de George Steiner desvela a sus lectores los libros que no ha escrito. El nombre y la portada de su edición norteamericana retratan un hueco. Mis libros no escritos
es el título de esta obra de siete capítulos que corresponden a tantos espectros. La imagen de la carátula, diseñada por Rodrigo Corral, capta dos sujetalibros que sujetan aire. Podría pensarse que la idea del libro no escrito es, en algún sentido, tautológica, en tanto que es una forma de nombrar al ensayo. En efecto, todo ensayo es un libro abandonado, como detectó con insuperable claridad William Hazlitt a l exclamar: “Ay, qué abortos son estos ensayos!” Interrupción de una idea; exposición de un argumento inconcluso, preparativo para una función que no llega. Todo ensayo sería un libro no escrito. Su fórmula, según Paz, es decir lo que hay que decir, sin decirlo todo.
Pero los libros no escritos de los que habla Steiner son aquellos que por su ausencia, lo definen. No son empresas intelectuales que la distracción o las prisas han boicoteado. Son libros que Steiner no se ha atrevido a escribir, que no podría escribir. Más que proyectos pendientes, son dolencias presentes.
La sabiduría de Steiner es pedregosa, no fluvial. No discurre siempre con soltura y transparencia. Al ensayista lo secuestra reiteradamente un catedrático pomposo que no puede liberarse de sus bibliotecas y sus terminajos. Se necesita equipo de alpinista para escalar algunas frases suyas. “A pesar de que puede asumir modos “surrealistas,” la gramatología de nuestros sueños está lingüísticamente organizada y diversificada más allá de las histórica y socialmente circunscritas provincialidades de lo psicoanalítico.” Seguramente estoy traduciendo con torpeza, pero el original es tan escarpado como esta versión. Con todo, la aspereza retórica es apenas la costra que envuelve una sutileza. Al pasearse alrededor de sus silencios, Steiner se desnuda: borda lo que le duele, lo que no entiende, lo que le falta, lo que la vida ya no le permitirá. Es perceptible el matiz testamentario de este libro: no es la última voluntad quien ordena el reparto de propiedades, sino la despedida a todo lo que no fue. La herencia que quiere dejarnos Steiner no es el catálogo ordenado de sus posesiones, sino esos borradores que son su carencia dorsal y que siguen esperando autor. Steiner no pudo escribir un libro sobre la envidia porque sentía el tema demasiado cerca del hueso. No redactará el tratado sobre los lenguajes del erotismo porque, a pesar de haber tenido “el privilegio de hablar y hacer el amor en cuatro idiomas”, es incapaz de entregarse a la infidencia. No publicará el libro que quisiera escribir sobre su devoción por los animales porque la introspección que ese proyecto exigiría supera su valor. Tampoco leeremos la propuesta de un nuevo quadrivium. Steiner se sabe inexperto en ecuaciones no lineales y en genética.
La notita introductoria lo dice mejor, por supuesto: “Un libro no escrito es más que un hueco. Acompaña el trabajo que uno ha hecho como una sombra activa, irónica y dolorosa al mismo tiempo. Es una de las vidas que pudimos haber vivido, uno de los caminos que no tomamos. La filosofía nos enseña que la negación puede ser decisiva. Es más que el rechazo de una posibilidad. La carencia tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar con precisión. Es el libro no escrito el que pudo marcar la diferencia. El que pudo habernos permitido fallar mejor. O tal vez no.”
El camino que nunca tomamos nos retrata mejor que el que seguimos.
A fines de los años ochenta José Emilio Pacheco traducía en su columna legendaria en Proceso, algunos versos del gran poeta polaco Zbigniew Herbert. Formaban parte del libro sobre la ciudad sitiada. Pacheco veía en ese informe desolador un paralelo con México: una rata se convertía en unidad monetaria, el alcalde era asesinado, se sucedían epidemias y suicidios. Testimonios de la bárbara monotonía. Finalmente he encontrado en librerías mexicanas una versión de la poesía completa de este gigante de la poesía del siglo XX. Gracias a la versión de Xaverio Ballester y en edición de Lumen podemos recorrer toda su trayectoria. Los poemas que escribió frente al realismo estalinista hasta los poemas de hospital.
Una de las incógnitas literarias del siglo XX habrá sido la aparición de cuatro poetas gigantescos en un mismo país. ¿Cómo pudieron respirar el mismo aire esos “cuatro poetas del apocalpsis”, Milosz, Szymborska, Rózewicz y Herbert? La marca de Herbert es la avidez irónica de su escepticismo. Una sensibilidad cáustica, reflexiva, pesimista. Su compromiso con la palabra es la valentía que no alberga ilusión. Una resistencia que no cree en el monumento de la posteridad. Ganarán los delatores y los verdugos, anticipa en un poema. Son ellos quien asistirán a tu entierro, quienes arrojarán tierra sobre tu tumba. Las lombrices escribirán tu biografía. Pero podrás ser valiente. Si hoy todavía respiras, no es para vivir, sino para dar testimonio. Se fiel. Ve.
Seamus Heaney vio en Herbert a uno de los máximos ejemplos de integridad ética y artística del siglo XX. Logró describir el mundo sin el humo de la propaganda, sin la coherencia de la ideología, sin las chispas de la metáfora artificial. Lo daría todo, confiesa, “por una sola palabra que cupiera en las fronteras de mi piel.” Encontraba la verdad en el “pétreo significado” de un guijarro. Herbert rechazaba comas y puntos para tocar la crueldad y la dulzura del mundo. Se propuso escapar de los engaños de lo visible. Los ojos nos confunden con el titubeo de los colores; en la caracola del oído, se pierde una maraña de rumores.
entonces llega certero el tacto
devolviendo a las cosas su quietud
frente a la mentira del oído a la confusión de los ojos
de diez dedos crece un dique
una dura e infiel desconfianza
pone sus dedos en la herida del mundo
para el ser separar de la apariencia
Contrasta Herbert el estudio de un pintor con el taller de Dios.
Nuestro señor cuando estaba construyendo el mundo
arrugaba la frente
y hacía cálculos cálculos cálculos
por eso el mundo es perfecto
e inhabitable
En cambio, en el estudio sucio y desordenado del artista, el ojo se pasea y sonríe. El espanto del siglo aparece en la poesía de Herbert tan frecuentemente como el humor y la ironía. Un poema en prosa retrata a una gallina y de paso, a algunos de sus amigos:
“La gallina es el mejor ejemplo de las consecuencias de una estrecha convivencia con los humanos. Perdió totalmente su ligereza de ave y su donaire. Su cola es un pegote plantado sobre un prominente trasero como un sombrerazo de mal gusto. Sus escasos momentos de arrobo, cuando se pone sobre una pata y sus membranosos párpados sellan sus ojos redondos, son de una repugnancia estremecedora. Añádase esa parodia de canto, entrecortados gritos de súplica sobre algo indescriptiblemente cómico: un redondeado, blanco, manchado huevo.
La gallina me recuerda a ciertos poetas.
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