Letras libres publica en su edición de octubre la conversación sobre Maquiavelo que organizó el NYRB con la participación de Avishai Margalit, Timothy Garton Ash y Marc Stears. (Aquí puede escucharse la grabación).
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Más de Maquiavelo en el blog:
John Gray sobre Maquiavelo
Fukuyama sobre Maquiavelo
Salman Rushdie sobre Maquiavelo
Alan Wolfe sobre Maquiavelo
Y aquí puede leerse su Mandrágora.
El país publica hoy dos notas sobre Kapuscinski. En una entrevista con el autor de la biografía polémica del periodista, se cuenta que al polaco no le gustaba hacer entrevistas. No le encontraba sentido. Creador de su propio mito, pensaba que al periodismo le era permitido "intensificar la verdad." Ramón Lobo, en una nota adyacente, destaca a Kapuscinksi como uno de los grandes retratistas del poder de los últimos años.
En el Guardian, Neal Ascherson sale a la defensa del polaco. No fue un mentiroso, fue un narrador genial. Ascherson admite que Kapuscinski debió enfatizar que su trabajo era periodismo literario, advirtiendo a su lector que su narración no era simplemente testimonio sino observación personalísima.
A un par de semanas de la elección, McCain y Obama abren un paréntesis para reir. La comedia resulta la última prueba de la campaña. Uno se ríe de sus propias orejas, el otro de sus múltiples casas. Obama bromea de la edad de McCain, y el republicano hace chistes de los Clinton, del mesianismo de su contrincante y de la parcialidad de la prensa. Ambos se atreven al elogio.
Fernando Pessoa fue un nómada de sí mismo. Miró con ojos ajenos, sintió con piel extraña, caminó con otros músculos, los de sus heterónimos. En su autobiografía sin hechos apuntó memorablemente que vivir era ser otro. Para existir había que deshacerse diariamente del muerto que arrastramos de la jornada previa. “Sentir no es posible si hoy se siente como ayer se sintió: sentir hoy lo mismo que ayer no es sentir—es recordar hoy lo que ayer se sintió, ser hoy el cadáver vivo de lo que ayer fue vida perdida.” Despertar para borrar el día precedente y sentir la emoción fresca de la primera madrugada. Sediento de vivir completo, Pessoa se zambulló en sus ecos y en sus abismos para escapar de su perímetro.
Pessoa rompe el encierro del yo en sus heterónimos: Álvaro de Campos el ingeniero moderno y desencantado, Ricardo Reis el latinista conservador y monárquico, Alberto Caeiro, el poeta filósofo. El poeta se desdobla, se multiplica. Afirma y niega, divaga y preconiza. Si dios no tiene unidad, ¿por qué la tendría yo?, pregunta. Acatar el cerco de la epidermis es sucumbir. Ni atarse ni pertenecer: “Credo, ideal, mujer o profesión—todo significa la celda y las esposas. Ser es estar libre.” Libre de los otros, pero sobre todo, libre de sí. Libre de recuerdos, de prejuicios, de opiniones. Quien tiene opiniones se ha vendido. Pero no es sólo la envoltura de su yo la que lo oprime y la que pretende disolver. Lo ofenden el símbolo, el juicio, la definición: todas las cercas de cosas o almas. La verdad es para él sensación sin conceptos. Las ideas traicionan siempre la naturaleza:
No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo ideas.
Las cosas no significan: existen. Tratar de imponerles sentido es dejar de olerlas, tocarlas. Si el espejo no miente es porque no teoriza, ve y punto. Su exactitud es la precisión del analfabeta; la justicia del ojo mudo. Lo dice su maestro Caeiro: quien piensa está enfermo de los ojos. Mira con doctos tapaojos. Deserta así a un mundo que no está hecho para ser pensado sino para ser visto. Por eso sabe que la realidad no se palpa con las manos, no se descubre con neuronas y nunca se pesca con teorías. Para sentir hay que estar distraído, olvidarse de todos y dejarse cazar por la sensación. No es el cerebro confinado en el cráneo sino la espalda abierta y desnuda la que encuentra la verdad del mundo. Tenderse en la hierba, cerrar los ojos y sentir la realidad. El pensamiento será una traición de la mirada, una deserción del sueño.
¡Pasa, ave, pasa y enséñame a pasar!
Uno de los primeros recuerdos que evoca Héctor Abad Faciolince en el admirable libro sobre su padre es la advertencia de una monja. Tu papá no irá al cielo. Se va a ir al infierno. ¿Y por qué terminará en el infierno?, preguntaba el niño. Es que no va misa, le respondían. El niño decidió entonces que no volvería a rezar. Sería la manera de acompañar a su padre. El olvido que seremos es una carta a ese padre que la barbarie mandó a la muerte queriéndolo encerrar en el infierno. Carta dulce y dolorosa a una sombra.
La cantata de Héctor Abad se escucha en dos tiempos. El primero tierno, apacible, feliz. Una infancia cobijada por el amor físico, risueño y vivaz de su padre, un médico negado a la utilidad, profesor universitario, un humanista empeñado en salir del consultorio y el aula para llevar salud a la gente de Medellín. Una infancia arropada por abrazos y cariños, conversaciones, viajes, música y libros. La niñez como un amoroso cultivo de confianza. El niño garabateaba un papel y el padre encontraba dibujos prodigiosos. Tecleaba letras sin sentido en la máquina de escribir y el padre abrazaba a un poeta en ciernes. En esos alientos nació el propósito de escribir. No en la seguridad de la expresión, sino en la confianza de que a su padre le gustarían sus párrafos. Ahí se anuncia la suave tristeza de esta escritura: redactar para un lector que no existe, pero al que se adora por sobre todas las cosas.
El segundo movimiento de esta carta es insoportablemente doloroso. La agonía y la muerte de la hermana Marta son descritas en páginas verdaderamente lancinantes. La vida de una familia se parte tras la desaparición de una hija, de una hermana que empieza la vida. La conversación sería para siempre incompleta, la risa tendría siempre una mancha, la felicidad no podría volver a ser plena. Tras la agonía y la muerte de Marta, el compromiso político del padre se vuelve más intenso, más decidido, más temerario. Con un nuevo brío para promover la salud pública, para defender los derechos humanos y denunciar los abusos del poder, aparecen también la intolerancia, la superstición, la mezquindad y la violencia. En la barbarie del fanatismo político, el doctor Abad Gómez resultaba enemigo para todos los extremistas: la ultraderecha lo veía como un comunista amenazante; la ultraizquierda lo abominaba por defender los rigores del estudio y rechazar el exterminio de los capitalistas. Lo matarían un par de sicarios de cabeza rapada el 25 de agosto de 1987. En el bolsillo del saco llevaba una hoja en la que había transcrito un poema atribuido a Borges. Se titula “Epitafio” y dice:
Ya somos el olvido que seremos.
El polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán, y que es ahora,
todos los hombres, y que no veremos
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término. La caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los triunfos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre.
Pienso con esperanza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.Bajo el indiferente azul del Cielo
esta meditación es un consuelo.
Días después de la ejecución, Héctor Abad Faciolince, recogió las ropas de su padre en la morgue. Al abrir el paquete una bala cayó al piso. ¡Tal era el interés del Estado por esclarecer el crimen! Quemó de inmediato la vestimenta ensangrentada y maloliente, pero conservó la camisa del último día de su padre. Tenía agujeros y manchas rojas, pero, puesta al sol y al aire, perdió el olor. El hijo guardó esa camisa como recordatorio del libro que tenía que escribir. Tendrían que pasar veinte años para que el dolor y la rabia no se interpusieran en la escritura. Al terminar El olvido que seremos, pudo quemar la camisa. El libro que escribió no es una venganza, es un beso.
Podía aparecer un segundo en la pantalla y hacer que ese instante fuera el memorable. Philip Seymour Hoffman fue un genio del papel pequeño, el papel formalmente secundario que él convertía en imborrable. Apenas tuvo unos cuantos papeles que lo ponían en el centro del cartel. Un escritor que rehizo el periodismo, el lider de una secta. El resto de sus personajes aparecía tarde en la lista de créditos. Y no es simplemente que sus papeles fueran breves: es que sus personajes emblemáticos fueron siempre marginales. Hombres aplastados por la cruel religión del éxito.
Si se ha dicho en estos días que fue el actor más talentoso de su generación fue porque se tomó en serio el oficio de dar vida a otras vidas. Actuar no era juego como el idioma inglés sugiere que es el acto teatral. El alumbramiento le resultaba siempre doloroso, una labor exigente, punzante, agotadora. Es mucho trabajo, decía. Primero, el esfuerzo por comprender la vida: ¿quién es este hombre?, ¿de dónde viene?, ¿por qué dice esas palabras?, ¿por qué se viste así?, ¿cómo siente el mundo?, ¿cómo se vincula con la gente? Después, el cuidado de esculpir una personalidad: hallar el gesto, inventar el tic, dar con la voz y el tono preciso. El libreto muestra la silueta de una persona: al actor corresponde unir los puntos y darle cuerpo. La tarea de un actor es defender a quien representa, dijo Hoffman en alguna entrevista. Defender a quien sea. Al criminal y al santo; al diestro y al torpe. El actor es el último abogado defensor de su personaje. Si debe mostrar la maldad, la ha de hacer comprensible. Si encarna la blandura, debe proyectarla apreciable. Philip Seymour Hoffman lograba defender admirablemente a sus personajes porque no solamente imprimía verosimilitud a la ficción, porque las vidas imaginadas divierten, entretienen, atrapan. Su genio fue lograr que sus personajes interpelaran hondamente al espectador.
Nadie aprovechó tanto su talento como el director y guionista Paul Thomas Anderson. En Boogie Nights, en Magnolia, en The Master Hoffman nada en su agua. Fecundísima mancuerna de actor y director. Es que ambos acarician la misma fibra existencial. Uno escribiendo y el otro actuando tocan la vulnerabilidad detrás de la fachada. Ahí está, quizá, la marca del oficio de Philip Seymour Hoffman: mostrar la cáscara y la entraña. A Scotty, en Boogie Nights lo carcome el deseo que reprime envuelto en fiestas y carcajadas. Cuando finalmente brota el arrojo, se deshace en dolor. El enfermero profesional y distante de Magnolia es repentinamente asaltado por la compasión. El hermético empaque del charlatán de secta de The Master, perforado de pronto hasta vaciar su aire de orgullo. Ésa es la revelación del actor: capturar nuestra fisura. Sus personajes entrañables son el retrato de envases que estallan, paredes que se desploman, hielos que se derriten.
La hazaña actoral no es hacer creíble la ficción: es lograr que vivamos esa ficción. Un profesional nos convence, un artista nos conmueve. Lo decía el propio Philip Seymour Hoffman en una conversación con el filósofo Simon Critchley: el buen teatro, el buen cine nos habla directamente a nosotros. Nadie más que yo entiende esto, comprende esto, siente esto que la obra me comunica. Shakespeare me conoce mejor que nadie. Me escribe; me describe. El buen actor logra hacernos creer que su personaje existe o que podría existir. El gran actor nos hace sentir que conocemos a su personaje, que somos él, que podríamos ser él.
El MUAC ofrece en estos días una extraordinaria muestra de los viajes creativos de Jan Hendrix. Desde sus primeros registros de México, a mediados de los años setenta, hasta sus piezas más recientes. Caminos de un observador solitario y trayectos en compañía de poetas, novelistas, editores, científicos. Postales de viaje; boletos de tren; las polaroids de una libreta de apuntes; bitácoras de los encuentros azarosos con hierbas, palos, piedras, plumas; abanicos de paisajes descubiertos, trofeos de coleccionista, mosaicos de hallazgos al paso. Tiene razón Issa M. Benítez cuando encuentra en la obra de este holandés errante, un “enorme diario de viajes,” un “gran mapa fragmentado que acumula sus recorridos geográficos y vitales.”
“Tierra firme”, la exposición que estará abierta hasta el 22 de septiembre, es la mejor aproximación a la enciclopedia cartográfica y taxonómica de Hendrix. Los afanes del viajero registran, en efecto, la aureola de la naturaleza. Ubicación del paradero y contemplación de lo diverso. Como pedía Goethe, el poeta científico, Hendrix, al contemplar el mundo, no pierde de vista la vastedad del conjunto ni del detalle. La hierba y la palma; el cactus gigantesco y el delicado pistilo. La luz de las hojas, el título de un libro de Seamus Heaney que Hendrix acompañó con una serie de serigrafías inspiradas en la vegetación de Yagul, podría comprender también el sentido profundo de su trabajo. En la simetría y el capricho de las hojas se encuentra el fulgor esencial. La botánica concebida como el arte elemental. En las plantas, la sabiduría primera.
En sus paseos aparece de pronto lo litoral, lo lacustre y lo volcánico pero su mirada se fija una y otra vez en lo botánico. Sus mosaicos son altares de legumbres y agaves. En la fragilidad de una hoja se revela la más hermosa e intricada travesía vital. “Todos los enigmas, ha dicho el propio Hendrix, pueden estar en una rama.” Con precisión de miniaturista, Hendrix recorre minuciosamente la hoja de un árbol y nos ofrece, en sus canales, el mapa de una utopía.
Como la tomografía rebana nuestro cerebro en lonchas finísimas para retratar los esteros de la mente, así el ojo de Hendrix toca la esencia en la membrana. Sus esculturas se liberan del volumen. Son láminas de follajes majestuosos. Planchas de pura nervadura, como diría Ida Vitale en un poema:
Porque el otoño seca las hojas
de manera bellísima:
deja en el aire las puras nervaduras,
ésas, casi invisibles
en las que reparábamos apenas
y evapora esa verde sustancia que era,
para nosotros, hoja.
El nuevo trabajo de Alejandro González Iñárritu entra por los pies. La experiencia que nos envuelve comienza en el frío que se filtra a nuestro cuerpo desde el cemento y la arena. Para empezar el viaje hay que descalzarse: fuera zapatos y calcetines. Sentir el frío para exponerse a la vulnerabilidad de la piel. “Carne y arena”, el espectáculo que todavía se presenta en el Centro Cultural Tlatelolco, es la expresión de un arte todavía sin nombre. González Iñárritu, quien ya ha recibido un Óscar por esta obra, emplea los recursos de la realidad virtual para romper la frontera entre la representación y el espectador. Cine, teatro, instalación, videojuego, polifonía. La invitación del cineasta no es ver sino sentir: sentir el frío, el viento, la soledad, el cansancio, el miedo. No vemos el éxodo, somos parte de él. No contemplamos a lo lejos la cacería de los migrantes, somos cazados como ellos.
Fotografiar es enmarcar, dijo Susan Sontag. Y enmarcar es confinar. Salvo en alguna película de Woody Allen, los actores no tienen permiso de escapar a la pantalla e ingresar a la sala. Nosotros tampoco podemos penetrar la tela de la proyección. El marco del cine no solamente encuadra la imagen, también guarece al espectador de sus peligros. La guerra, la invasión de los marcianos, suceden allá, a lo lejos, en ese universo bidimensional. Mientras las bombas caen, nosotros podemos comer palomitas y ver, de reojo, el teléfono. “Carne y arena” rompe los barrotes del cine para sumergirnos en una experiencia y entregarnos a una posesión. Eso es: una cesión total de ojos y oídos. El desierto nos envuelve y nos maravilla. Los personajes nos abordan, nos rodean, nos interpelan. Tal vez no estamos preparados para una cesión tan profunda de nuestras cautelas. De pronto, los perros de la policía nos ladran furiosos, la mujer que está a nuestro lado ya no puede caminar más, un niño pequeñito ha perdido su zapato. La luz del helicóptero y la tormenta de sus aspas se detienen ante nosotros, un policía grita y no te entiende, todos están exhaustos.
La inmersión de “Carne y arena” se vive en tres tiempos, en tres atmósferas. La primera es una congeladora. Un vestidor que es realidad una cárcel helada donde pueden verse mochilas abandonadas, zapatos sin pareja, botellas de agua. El segundo es un cubo de arena que habrá de convertirse en un desierto retratado por el lente genial de Emmanuel Lubezki. Es ahí donde sucede la acción, breve e intensa. El tercero, un pasillo de vidas: historias de los migrantes que conocimos en el desierto. Más testimonio que ficción, “Carne y arena” nos llama a penetrar la vida de los otros en un microrrelato que es, en realidad, muchas historias que suceden simultáneamente. El relato, siendo brevísimo e intenso, permite también la contemplación y se abre por segundos al sueño.
El espectador se percata en algún momento que no ha cedido solamente sus zapatos. También le ha entregado al artista sus ojos y sus oídos. Por breves minutos no hay otra imagen ni otro sonido que no provengan de la imaginación ajena. También se percata de una infranqueable soledad. El recorrido al que invita González Iñárritu es un viaje de soledad. Cada experiencia será única y solitaria.
El callejón que despide al espectador cierra magistralmente la experiencia porque permite aquilatar lo que se ha visto. Los protagonistas del relato cuentan su experiencia en el desierto. Si allá los veíamos borrosos, ahora los vemos a los ojos, con plena nitidez. No es el sueño americano lo que los lleva a arriesgar su vida, son los infiernos del sur lo que los expulsa de su casa.
La sencillez lo engrandece sin duda.