(según The Onion)
vía El osobruno.
Charles McGrath escribe en el New York Times sobre Hitchens. El cáncer, al parecer no ha averiado su humor: anuncia que está pensando escribir un libro sobre la muerte. El título tentativo: What to Expect When You're Expecting.
Fernando Vallespín escribe hoy en El país un artículo interesante sobre las implicaciones de la crisis de nuestros días. Toda crisis fractura el tiempo para inaugurar un después. Vallespín identifica el fin de la posmodernidad y el regreso de entidades supuestamente superadas: tiempos de "neomodernidad."
Valores como solidaridad, igualdad, autoridad, esfuerzo, responsabilidad, cotizarán al alza. Los clásicos valores densos de nuestra herencia moderna postergarán a los más ligeros -líquidos, en la jerga de Bauman- del "todo vale", la gratificación inmediata, el hiperconsumo, la autorrealización individual. No saldremos de eso que los sociólogos califican como "individualización", pero habrá una tendencia a moderar el individualismo y el privatismo radicalizado en aras de un mayor compromiso con los objetivos sociales generales. Todo ello en nombre del gran valor de la modernidad: el orden. Lo ambivalente, ambiguo, relativo, esos rasgos esenciales del pluralismo posmoderno, serán mirados con sospecha. Orden y seguridad, asociados a bien común y solidaridad, tienen garantizada buena prensa en momentos en los que acucia la necesidad y el miedo. El gran gestor del orden, la seguridad y la estabilidad, pero también de la protección social más general, ha sido siempre el Estado, el héroe de la modernidad clásica. Parece obvio que volverá a gozar de una renovada legitimidad. Un Estado al que seguramente se le exigirá mucho más de lo que está en condiciones de dar. Pero será el gran protagonista de los tiempos venideros.
El Economist de esta semana lee los libros de Barenboim y Said sobre el poder de la música. En el ensayo de Barenboim
se desarrolla la analogía musical de la sociedad: distintas voces, voluntades variadas que se cruzan y compiten para ser escuchadas; algunas están continuamente presentes, otras aparecen de pronto. Si aprendemos una lección de la música, dice el director, es que todo está conectado; no hay particulas independientes. El libro de Said
recoge sus colaboraciones en The Nation en donde se alejaba de la política del Medio Oriente y sus divagaciones sobre el orie ntalismo para concentraba en el conservadurismo en la escena muscial neoyorquina o las intelectualizadas interpretaciones de Glenn Gould.
Julian Barnes comenta dos libros recientes sobre Lucian Freud. El hombre de la bufanda azul, de Martin Gayford, quien posó para Freud durante meses y Desayuno con Lucian, de Georgie Greig. La biografía lastimará la reputación de Freud, dice Barnes, pero lo hará de la manera en que nos lastiman sus cuadros. Imposible volver a ver los cuadros de Freud de la misma manera después de conocer la larga historia de abuso del pintor. Sus desnudos no son cuerpos, no son mujeres, son carne. Y la expresión de las mujeres a las que retrata desnudas sin el menor asomo erótico, ¿no es ansiedad?, ¿no es pánico?
Ningún poema tan célebre como El Cantar de los Cantares, el Cantico Canticorum, título que a su vez interpreta el nombre hebreo Shir Hashshirim. No existe un texto más misterioso ni más fecundo en las lenguas europeas. En la española ha inspirado las obras maestras de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Francisco de Quevedo y los traductores bíblicos Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. El Cantar de los Cantares vuelve absurda la idea de que existen el “autor” de un texto y las tradiciones nacionales. A semejanza de la cocina, la poesía es una serie infinita de apropiaciones e intercambios. Nada es de nadie porque todo es de todos. Un poema pertenece a quien tenga la voluntad de hacerlo suyo.
Como texto sagrado, El Cantar de los Cantares es una alegoría de la unión de Dios con Israel, de la divinidad con el alma humana y de Cristo con la Iglesia. En términos no místicos sino terrenales es una celebración del deseo mutuo y la legitimidad y la dignidad del placer.
En su versión, publicada por Era en 2009, puede leerse:
Salomón:
Amor mío, qué hermosa eres, cómo encantas cuando hablas. Con tu sola mirada me enamoraste. Una vuelta de tu collar bastó para subyugarme. Maravilla es amarte y delicia tu amor mejor que el vino. Tu aroma supera las fragancias del áloe y la mirra, el azafrán y la canela. Tienes miel en tus labios y en tu lengua. Tu vestido huele a perfume del Líbano. Eres fuente en el huerto, manantial de agua viva. Tu cuello es como la Torre de David ornada con trofeos de guerra. De ella penden mil escudos arrebatados a los valientes. Tus senos son gacelas que pastan entre las azucenas. En ti no hay defecto: toda tú eres hermosa.
La Sulamita:
Desde que encontré la paz en tu amor, muro soy y mis senos son como torres.
Salomón:
Nadie puede comprar el amor.
La Sulamita:
Sería vergonzoso hacerlo.
Salomón:
La pasión es implacable como el infierno.
La Sulamita:
Sus saetas son flechas de fuego, llamaradas de Dios.
Salomón:
Los torrentes no pueden apagar el amor.
La Sulamita:
Los ríos son incapaces de anegarlo.
Salomón:
El amor es fuerte como la muerte.
La Sulamita:
Fuerte como la muerte es el amor.
John Gray lee el nuevo libro de Eric Hobsbawm sobre Marx y sus ideas. Gray discrepa del marxista: nunca habían sido más marginales las ideas políticas de Marx. Para Gray, el historiador riguroso y profundo que es Hobsbawm dice muy poco sobre la historia del comunismo en el "corto" siglo XX. Mientras Hobsbawm sigue reivindicando los poderes proféticos de Marx, Gray duda de ellos. El autor de El capital nunca imaginó la resistencia del nacionalismo ni el resurgimiento de la política religiosa. Lo que sí vio Marx, dice Gray, es el carácter revolucionario del capitalismo: una fuerza transformadora que terminaría por consumir a la civilización burguesa.
El New Statesman también publica una entrevista con Hobsbawm.
Wislawa Szymborska mira un escarabajo muerto. Lo mira a lo lejos, desde las alturas, como si volara en un avión. La imagen no le espanta. Si hay duelo en el deceso, es imperceptible a la mirada humana. Nadie desvía su camino. Nadie cancela sus citas. Es que los animales no fallecen, solamente mueren, escribe en un poema. Los animales muertos ni siquiera tienen el poder de asustarnos, como fantasmas, por la noche. Pero la poeta se detiene y observa la manera en que han quedado dobladas las patas del escarabajo, sobre su vientre. No sabe nada del bicho, pero redacta su epitafio:
Y aquí está sobre el sendero el escarabajo muerto,
sin que nadie lo llore, brillando bajo el sol.
Un vistazo es suficiente:
no parece que le haya sucedido nada.
Lo importante está reservado a nosotros.
Sólo a nuestra vida, sólo a nuestra muerte,
una muerte que exige primacía.
El poema toca, en la agonía del escarabajo, la muerte que nos hermana. El misterio que reside en la vida de los otros, sean cucarachas, pulpos, terroristas o poetas. El poema de Szymborska podría ayudar a entender las dos claves de la preciosa animalia que Isabel Zapata acaba de publicar bajo el sello de Almadía. Acercarse a la otra percepción y acariciar lo que se ha ido. El asombro y la nostalgia.
En Alberca vacía, el libro de ensayos que apareció casi al mismo tiempo, Zapata recuerda la pregunta del filósofo Thomas Nagel: ¿qué se siente ser murciélago? Esa pregunta sin respuesta se extiende a todo aquello que está fuera de nuestra envoltura: ¿qué se siente ser bebé? ¿cómo se siente la muerte? ¿Qué escuchan los peces?, ¿qué colores advierten los insectos? Por más que lo intentemos, no podremos insertarnos bajo escamas o caparazones. No podremos pensar desde el tentáculo, ni oler con el pistilo. Es la imaginación del ensayo y de la poesía la que nos permite jugar a la conjetura. Sabiamente desconfiada de quienes proveen respuestas, Isabel Zapata absorbe crónicas, reportes científicos, leyendas, reportajes y novelas para bordar la imposibilidad de comprender qué es lo que nos hace humanos. El instrumento más pulido en su compendio de vidas es la observación meticulosa y afectiva. Un ver sintiendo. La devoción, aprendemos de una línea de Mary Oliver que aparece como epígrafe de uno de sus poemas, nace de una mirada atenta.
“El poema no es un artefacto, es un espacio al que se entra,” En la casa de este poemario conviven microbios y rinocerontes imaginarios; Laika, la perra cosmonauta, y el último tigre de Tasmania; tiburones, gelatinas fosforescentes, Koko, el gorila con sentido del humor, una perra muy querida que sale como mancha en las fotos. Y las ballenas que flotan a la mitad del océano como islas de piedra. Fueron animales de tierra, pero algo escucharon en el fondo del mar que los sedujo. Regresaron al agua y ahí cantan. Su inmensidad no anula su delicadeza.
Las ballenas se parecen a nosotros.
Lloran cuando secuestran a sus hijos,
son 97% agua,
cada familia habla su propio lenguaje,
tienen caries, son polígamas,
permanecen horas suspendidas en diagonal,
acurrucadas unas sobre otras.
Cuando sueñan las ballenas
son delicadas flores de pétalos de carne.
…
Las ballenas no se parecen a nosotros.
Cada familia habla su propio lenguaje,
pero no cantan para lastimar.
Son polígamas, pero no saben mentir.
El museo Tamayo ha inaugurado recientemente una exposición con juegos diseñados por Isamu Noguchi. Maquetas de parques, bocetos, columpios, resbaladillas. Una colección de propuestas para esculpirle juguetes a la ciudad. La muestra es un buen pretexto para recordar la temporada que el escultor vivió entre nosotros, trabajando en un mural para el mercado Abelardo Rodríguez, en el centro de la Ciudad de México.
Noguchi llego a México a mediados de 1935. Manejó desde California, invitado por la pintora norteamericana Marion Greenwood, quien ya vivía aquí, entusiasmada con el muralismo. Bajo la distante supervisión de Diego Rivera, trabajaba en la conversión del antiguo convento de San Pedro y San Pablo en mercado. Gracias a las gestiones de Greenwood, Noguchi fue comisionado para intervenir una pared en el segundo piso del mercado. Durante los ocho meses que estuvo en México trabajando en su mural, Noguchi esculpió un busto de José Clemente Orozco, se enamoró de Fida Kahlo y fue amenazado de muerte por Diego Rivera. Salió de México casi quebrado: con su bolsillo financió los materiales de la obra, el gobierno le pagó una fracción de lo que le había prometido.
El mural de Noguchi está prácticamente abandonado. El «mural del japonés,» como lo conocen los locatarios, pasa desapercibido para la mayoría de los comerciantes y compradores. Está arriba de los puestos, a lado de un centro de integración juvenil. Es, sin embargo, una pieza fascinante en la trayectoria artística de Noguchi y un implante exótico y fresco en el dogmatismo de aquella militancia artística, tan llena de lugares comunes.
En México, Noguchi encontró la posibilidad de un arte público, un arte que saliera de las galerías y de las mansiones para involucrarse en la vida de la ciudad. Lo había intentado en Nueva York, con sus primeros proyectos de parques infantiles pero los burócratas de la alcaldía habían repudiado la audacia de sus diseños. El mural mexicano es, sin duda, su pieza más política, pero no deja de ser una exploración de las formas primordiales. Ahí están sus aros y sus hendiduras, la voluptuosidad de sus piedras, sus huesos, sus cuerdas y sus curvas. Siguiendo el instructivo del momento, Noguchi ofrece una lección de la historia mexicana y rinde tributo a los símbolos venerados. La narración es elemental: de derecha a izquierda puede leerse un cuento que describe el movimiento de la oscuridad a la luz. La superstición de la Iglesia y la violencia del fascismo representadas por la lejanía de una cruz y la frialdad de las bayonetas. Cuerpos tendidos bajo una nube de detonaciones. Un enorme puño rojo en el centro del fresco condensa la promesa del futuro: la industria eleva sus torres, el campo traza surcos, la ciencia transforma las sustancias, el arte juega con las formas. Un pequeño parque de Noguchi se deja ver en el mural de Noguchi. En el extremo izquierdo, un niño contempla su herencia con la confianza de conocer la llave de su destino. Pero no es Marx proclamando la lucha de clases sino Einstein esclareciendo la trama de la materia y la energía. Noguchi no transcribe los cantos del Manifiesto (que, por cierto, abundan en el mural de enfrente, pintado por Greenwood) sino la fórmula E= MC2. Al verla, un hombre que pasaba por el mercado captó el significado profundo de la ecuación: Estado = Muchos Cabrones. El observador pasó por alto que debe ser al cuadrado.
“Pina”, la cinta de Wim Wenders sobre la gran coréografa alemana Pina Bausch es la primera cinta que justifica los anteojos que uno tiene que colgarse para ver una película en tercera dimensión. No es que vuelen criaturas fantásticas por la sala, que el viaje intergaláctico sea más realista con los lentes. Es que la elegía a esta mujer dedicada a desentrañar la expresión del cuerpo humano encuentra en esa técnica un vehículo poderosísimo. El hallazgo técnico nos permite admirar el palpable mensaje de los cuerpos y, al mismo tiempo, contemplarlos con la profundidad, el dramatismo del teatro. Hacer palpable el cuerpo y, al mismo tiempo, contemplarlo como alegoría.
Wenders quería filmar una película sobre Pina Bausch desde hacía tiempo. Admiraba su capacidad para entender el diálogo entre el alma y el cuerpo. El cineasta la reconoció pronto como una de las grandes artistas del siglo XX, uno de lo creadores que penetró más hondo en el espíritu humano. “Nadie leyó el lenguaje del cuerpo humano como ella,” ha dicho. El alma que habla por los brazos, las piernas y la cintura. Recuerdos alojados en cadencias. Pina Bausch le mostró a Wenders el tesoro del cuerpo, la expresividad del movimiento. El director de Paris, Texas conoció su trabajo en contra de su voluntad. No era una persona cercana a la danza pero por casualidad asistió a una función en Venecia que le cambió la vida. No llegaba a entender por qué lo conmovía el baile de Pina hasta las lágrimas pero se daba cuenta de que el encuentro con su arte era esencial. Desde ese momento quiso filmarla y se lo propuso de inmediato, pero no sabía cómo podría hacerle justicia con su cámara. Sentía que el lente levantaba una pared y que era incapaz de captar la corporeidad, la energía del baile. Veinticinco años incubó la idea de filmarla. Cuando vio los adelantos de la tercera dimensión se dio cuenta que tenía ya el instrumento: finalmente podía romper la barrera del cine y registrar la presencia del cuerpo.
Poco antes del inicio de las grabaciones, la coreógrafa murió. El proyecto no se canceló pero cambió radicalmente. Se volvió una ceremonia de dolor fresco. Una especie de documental de cuerpo presente. La cinta no solamente registra el trabajo de la coreógrafa sino su marca en la vida de los bailarines quienes la evocan en su danza y con palabras para rendirle gratitud.
El documental no cuenta ninguna historia pero capta, en sus breves cuentos, las epopeyas de la emoción humana. Lo primordial no requiere palabras: el amor y el deseo, la frustración y la crueldad, la pérdida, la soledad, el dolor. Cuerpos de todas las edades tocando con la piel todos los elementos, viviendo en su movimiento todas las emociones. El cuerpo retoza con agua, es amarrado a una cuerda de perro sin poder escapar, cuelga de otro cuerpo, se desploma como tabla, se enrosca y gesticula, recibe paletazos de tierra, es manoseado y acariciado con ternura. A veces más gesto que baile, su coreografía brota de la vida misma de sus bailarines. La coreógrafa invitaba a cada uno a buscar, a perderse, a zambullirse en su experiencia. Enloquece un poco más, sorpréndeme. No me importa tanto cómo se mueve la gente, decía: me importa lo que los conmueve.