Al presentar hace unos años su libro de memorias, Christopher Hitchens insistía en la convicción de que quería morir con plena conciencia: percatarse de la extinción de su propia vida, acercarse al último momento y desafiarlo con plena curiosidad. En la adelantada edición de enero de Vanity Fair se publica una conmovedora entrega del crítico donde observa la enfermedad como una gravísima prueba de voluntad. Rebate el dicho de Nietzsche: "Lo que no te mata te fortalece." La medicina que ha tomado no lo ha matado pero lo ha debilitado al punto de disolver casi su personalidad. Hitchens describe con su elocuencia el dolor del cáncer y del tratamiento. Se pregunta si habría elegido la medicación de saber el sufrimiento que le causarían. Si se aferra a la vida es por el artículo que, con dificultad, logra teclear. Siento que mi identidad se disuelve al perder los conductos que me permiten pensar y escribir.
Una de las zonas de mayor impunidad en el país es el territorio del opinionismo. Junto con los obispos, los diputados y los policías, los periodistas y los opinadores vivimos en un planeta donde todo se vale. En este terreno impera la ocurrencia, se acepta el plagio, abundan la estridencia, los arranques de indignación, los golpes de pecho. Se adula rutinariamente el lugar común. Desde hace unas semanas un diario clandestino publica los apuntes de Carlos Bravo Regidor donde se propone: "ensayar una lectura distinta, más exigente, de la prensa y de lo que escriben los profesionales de la opinión. Una lectura que no se resigne a los arrebatos retóricos del descontento (“es el colmo”, “no se vale”, “ya nomás faltaba”) y que conciba la crítica menos como un género de la protesta y más como un experimento en la autorreflexión." Afortunadamente, sus artículos salen del secreto de la página impresa en su conversación pública.
"Con la palabra se puede matar. La palabra puede ser letal. La lengua es algo más que la sangre, decía Víctor Klemperer. En eso precisamente consiste el envenenado hechizo que tiene la profesión periodística. Pero también con la palabra se puede hacer el bien. Con ella se puede combatir el hechizo ejercido por el totalitarismo; se puede enseñar la tolerancia; se puede dar testimonio de la verdad y ejercer la libertad. Las palabras pueden ser escudriñadas con atención. Cierto fraile dominico francés dijo: "Cuando el odio se apodere de tu corazón y empiece a arrastrarlo, guarda silencio, huye, escóndete, desaparece, haz como si no estuvieras presente o acepta de antemano que renunciarás a todo lo que te es entrañable y, en primer lugar, al honor." Eso quiere decir que has de combatir con tu pluma, pero que deberás hacerlo con honestidad y sin odio. No patees a quien ya esté tirado en el suelo. No asestes ni un solo golpe por encima de lo imprescindible. Y no te engañes pensando que tienes la receta de la justicia. Tampoco sueñes con que eres el "brazo de Dios" cuando asestes golpes mortales a tus adversarios. Los golpes letales suelen ser golpes bajos. Cuando acusas a alguien de ser un traidor, un corrupto o un antipatriota no olvides que lo estás matando. Y que la verdad siempre sale a flote; y que entonces tendrás que responder por tu canallada, aunque sólo sea ante tu propia conciencia. Por eso no deberás matar.
En otras palabras: no le hagas a otro lo que a ti no te gustaría que te hicieran."
Adam Michnik, Decálogo para periodistas.
Philip Larkin
Lado a lado, los rostros borrosos,
en piedra yacen el conde y la condesa,
sus dignos hábitos apenas visibles
como una armadura unida, el pliegue rígido
y un tenue indicio del absurdo:
los perritos echados a sus pies.
Esta sencillez del prebarroco
apenas seduce a la mirada, hasta
que se topa con el guantelete del conde,
vacío, todavía sujeto en el otro; y uno
ve, con tierna y súbita emoción, que
su mano, retraída, sostiene la de ella.
Nunca pensaron yacer por tanto tiempo.
Tal fidelidad en la efigie
era sólo un detalle que verían los amigos;
la dulce gracia comisionada a un escultor
que se pierde al prolongar,
en torno a la base, los nombres en latín.
Nunca supusieron cuán pronto
en su supino viaje estacionario
el aire se tornaría daño silencioso,
y no admitiría a los viejos inquilinos;
cuán pronto las miradas, una tras otra,
comienzan a mirar, no a leer. Con rigidez
persistieron, unidos, a lo largo y ancho
del tiempo. Sin fecha, cayó la nieve. Cada verano,
la luz llenó el vitral. El trino brillante
de una parvada salpicó el mismo
terreno repleto de huesos. Y por los senderos
llegó infinidad de gente, diferente,
deslavando su identidad.
Ahora, indefensos en el hueco de
una edad sin heráldica, un canal
de humo en lentas madejas suspendido
sobre los vestigios de su historia,
sólo queda una actitud.
El tiempo los ha transformado en
falsedad. La fidelidad de piedra
que apenas se propusieron se ha convertido
en su blasón final y corrobora que
nuestro casi instinto es casi cierto:
lo que sobrevivirá de nosotros es el amor.
Traducción de Nair Maria Anaya Ferreira
Para que una mujer entre a un museo es necesario que se desnude y que un hombre la pinte. Lo denunciaba hace años el grupo de activistas Guerrilla Girls, con una intensa campaña de carteles en estaciones de metro, autobuses y paredes de Nueva York que denunciaban la misoginia del aparato cultural. El 3% de los artistas del Museo Metropolitano son mujeres, mientras el 83% de los desnudos son femeninos, se podía leer en las pancartas en las que se asomaba un gorila. Las cosas empiezan a cambiar. El Instituto de Arte de Chicago, que, en las últimas tres décadas apenas había organizado la exposición individual de una sola artista, está viviendo “un momento feminista.” Así lo advierte el Chicago Tribune al recorrer las galerías de su ala moderna. En cada uno de los espacios, una artista: fotografías de Sara Daraedt, una instalación de Diana Thater, una serie de autorretratos de Eleanor Antin.
La exposición que, sin lugar a dudas, destaca en este abanico es la de seis diseñadoras en el México del medio siglo: Clara Porset, Lola Álvarez Bravo, Anni Albers, Ruth Asawa, Cynthia Sargent y Sheila Hicks. Mesas, cestos, collages, telas que dialogan con una tradición y la proyectan.
“En una nube, en un muro, en una silla” el título de la exposición que se presenta hasta enero del 2020 en Chicago, proviene de una de las páginas del catálogo de una muestra insólita en la ciudad de México hace más de setenta años. En aquella exposición se aludía a la presencia del diseño en todo lo que existe. Todas las formas, sean olas u ollas incorporan ideas y afinidades para el deleite de los dioses o las personas. La muestra en el Instituto de Artes revive aquella muestra organizada por la artista cubana Clara Porset a mediados de los años cincuenta del siglo pasado en el Palacio de Bellas Artes. “El arte en la vida diaria. Exposición de objetos de buen diseño hechos en México” era el título de esta exposición que contenía toda una filosofía del diseño. Aprendiendo de la alfarería y la cestería tradicional, de los colores, las técnicas y las formas originales, las creaciones de estas artistas adquirían una dimensión contemporánea. En el máximo recinto de la cultura mexicana se mostraban canastos, jarrones, tortilleros tostadores, sillas y petates. Se pretendía formar un gusto y una exigencia por las cosas que nos cobijan y nos sostienen, por los objetos con que cocinamos, los cacharros que usamos para mil cosas. Era un diseño, al mismo tiempo doméstico y público; era familiar, pero estaba cargada de hondas implicaciones políticas.
Aquella muestra, dice la curadora Zoë Ryan, no solamente fue la primera en su tipo en México, sino que seguramente habrá sido la primera en el mundo por su perspectiva panorámica y por su filosofía. Se conciliaban en esos salones todas las artes del diseño. Lo industrial empalmaba con lo artesanal. No había jerarquías: el jarrón de barro se exhibía frente al refrigerador. Al asociarse orgánicamente lo ancestral con lo moderno, lo propio y lo universal se vislumbraba otro lenguaje estético.
En este nacionalismo moderno y creativo, en este rescate de lo propio se deja sentir el poderoso imán cultural que fue México en aquel tiempo. De todos rincones llegaban pintores, escritores, diseñadores para ser testigos y quizá partícipes de lo que Anita Brenner llamó el “Renacimiento mexicano.” Los muralistas seguían a la mitad del siglo con enorme presencia pública, Barragán estaba en la plenitud de su creatividad, la arqueología mexicana hacía descubrimientos extraordinarios, se trazaban grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos. México, un territorio de creatividad efervescente seducía a los grandes artistas. En esta muestra puede verse su impacto en la obra de las seis creadoras. Collages, vasijas de hilo, esculturas de alambre, modernísimas sillas prehispánicas, arte textil. La fotógrafa, las diseñadoras de muebles, de telas, de alambres descubren en las grecas y en las plantas mexicanas, en la cerámica y en los telares de estas tierras los mejores estímulos para el hacer flotar nubes, para colorear los muros, para reinventar las sillas.
En un par de notas recientes, el poeta Charles Simic ha lamentado la lenta extinción de las postales y las libretas. Ya nadie manda tarjetas con noticias de sus viajes, muy pocos caminan por la calle con libreta y pluma en la mano. Las sorpresas que llegaban antes en el correo y las ocurrencias que se registraban en un cuaderno van desapareciendo entre mensajes electrónicos y recordatorios en el teléfono celular. Los libros que Julián Meza ha escrito sobre sus viajes al Mediterráneo son, a su modo, una recuperación de esos tesoros de la comunicación entrañable: colección de tarjetas postales y cartas breves, cuaderno de apuntes, libreta de viaje.
Julián Meza ha ido a buscarse al Mediterráneo. Ha encontrado por ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, ha dicho. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo ha inventado ahí en el barrio de una imaginación poblada de historia. El mapa de ese vecindario se ha ido desdoblando por entregas. En una editorial clandestina publicó su ensayo sobre Sicilia (Sicilia. La piedra negra, Grupo Editorial Alcalá. Con una nota previa de Álvaro Mutis, 2008) y en una linda edición de Ediciones sin nombre, su imagen de Constantinopla (Constantinopla. La isla del mediodía. 2011) Se trata, como él lo advierte por ahí, de libros de viaje que no son libros de viaje, de textos de historia que son más bien fábula, de ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, de crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario que la excursión del turista: es un viaje, es decir, un reencuentro, incluso con lo que nunca había visto. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”
¿Qué ha ido a escarbar Julián Meza en ese escondite del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización. Si el elemento común de los libros que ha publicado (y los que vienen) en esta serie es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, el mar de la fantasía, el mar de la conquista, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los depredadores del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia pero no de conformismo.
El viaje de Julián Meza es viaje de avión y de lecturas, recorrido por sitios y siglos, observación y espejismo. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba el gran Castoriadis, nuestro verdadero refugio son esas islas que evoca Julián Meza: casas de la fantasía y la amistad.
“Un monstruo admirable.” Así describe Cioran a Guido Ceronetti. No eran muy amigos pero hablaban por teléfono, se carteaban. Desde que lo vio por primera vez, Cioran encontró angustia, desolación, un “aire de apátrida, de aislamiento fundamental, de predestinación al exilio”. Al ver comer a este fanático del vegetarianismo, Cioran, hombre de dieta rigurosa, se sentía un caníbal. Ahí estaba la primera insumisión del italiano: “no comer como los demás es aún más grave que no pensar como ellos.” No puedo imaginar a Guido entrando a una farmacia, decía
Cioran. La salud por vía química le repugnaba. La prolongación ortopédica de la vida era para él la peor humillación de la medicina. La peste de la higiene es una sociedad repleta de viejos artificiales: ancianos sin sabiduría.
A finales de los años 70 Ceronetti publicó sus notas sobre el cuerpo. Acantilado las ha publicado junto con otras obras del ensayista italiano. Se trata de una libreta que recoge desordenadamente lecturas y reflexiones, al modo de los cuadernos del pesimista rumano. Ceronetti se resiste a la expropiación medicinal del cuerpo. El cuerpo es revelación. Las carnes no sólo nos contienen: nos muestran. Le damos la espalda al cuerpo con jabones, vacunas, aspirinas, bisturís y anestesias. Ceronetti nos confronta con el cuepro que muere, que duele, que apesta. La vida es solo el retraso de nuestra inevitable podredumbre. Bajo la piel se escenifica un drama que llama a su cronista: las secreciones susurran, los órganos callan, la sangre circula, las bacterias pelean, las células revientan, los cromosomas se imponen como destino.
Ceronetti no se lamenta, como su admirado Cioran, de los “inconvenientes de haber nacido,” sino más bien de las obstrucciones a la Muerte. Morir naturalmente, será cada vez más difícil, dice. Morimos en camas extrañas, en hospitales desinfectados, en ambulancias chillantes. Nuestra muerte se ha convertido en otro producto de la industria. “Entre tantas vacunas superfluas como existen, las únicas indispensables son las metafísicas, descubiertas en tiempos remotos, y que ahora ya se han hecho inencontrables. Vacunaos con lo metafìsico, y dejad que el fuego venga y juzgue.”
Las notas y aforismos de Ceronetti hacen irrelevante el comentario. Sólo sirve la cita:
El optimismo es como el óxido de carbono: mata dejando sobre los cadáveres una impronta rosa.
Las mujeres tienen hoy al médico, como antes tenían al confesor. Los desastres que provoquen estos nuevos confesores no serán inferiores a los que provocaban tiempo atrás aquellos viejos médicos.
En estos orificios y cuchitriles que somos vive un rostro oculto que no se nos parece.
“Los crimenes de la extrema civilización—dice Barbey d’Aurevilly—son ciertamente más atroces que los de la extrema barbarie.” Aquí los tenemos.
Es extraño que no ocurra. Me parecería normalísimo que una mujer embarazada abortara después de haber hojeado un periódico.
El instrumento ideal para un paralítico condenado a muerte es la silla eléctrica de ruedas.
El arte está acabado desde que los artistas ya no tienen enfermedades venéreas.
La caricia viene como el viento; abre un postigo, pero no entra si la ventana está cerrada.
“Los muertos parecen casi siempre tranquilos y serenos, incluso liberados, como si el polvo estuviese encantado de la falta de Espíritu, y viceversa”. (Hebbel, Fünfes Tagebuch, 10 de julio de 1854)
Quien tolera los ruidos es ya un cadáver.
La pierna que te lavas esta tarde puede que te la corten mañana (Pero que por lo menos el cirujano diga: vaya pierna más limpia.)
“¡Perdón, señor, no lo he hecho adrede! (María Antonieta al verdugo, por haberle pisado involuntariamente el pie, en el patíbulo.) Cortesía y Guillotina: ¡esos sí que son encuentrso significativos! Las disculpas por el pisotón son un signo exquisito de superioridad, el último de la reina.
Defecando se puede pensar en la vida y en la muerte, comiendo se puede pensar en todo, pero muy mal, en el coito no se puede y no se debe pensar en nada. Es vaciamiento místico. Pero para todos.
Suprimidos los combates entre los gladiadores, los cristianos instituyeron la vida conyugal.
Un Paul Klee en prosa. Así describía Susan Sontag a Robert Walser. Las notas del gran escritor suizo sobre el arte de la pintura son de una belleza extraordinaria. Apuntes de una profundísima ligereza. Observaciones leves y al mismo tiempo hondas. Burlas de la crítica y de la erudición, son un notable testimonio de la experiencia creativa. Me he encontrado con sus líneas en un volumen dedicado precisamente a recoger sus tentativas de crítica estética. Hay una versión de Siruela pero yo las conozco por su versión en inglés.
En una breve narración, Walser se adentra en genio del pintor. El diario de un paisajista retrata al artista como el hombre que confía, como nadie más podría hacerlo, en el mundo y en sí mismo. Confianza en su pincel, en los colores que escoge, en la mano que dirige el trazo y, sobre todo, en ese ojo que examina el mundo sin distraerse en pensamiento. La inteligencia es artísticamente estéril: pinto con mi instinto, mi gusto. Son mis sentidos quienes pintan, dice. El ojo manda. El ojo del pintor es como un ave de presa siguiendo meticulosamente cada movimiento del conejo. Será por eso que la mano del pintor le teme.
El escritor suizo que no fue dueño ni de una mesa ni de los libros que publicó, contempla el arte como quien se baña con el viento. En una notita relata una aventura con su casera. En su habitación había colgado la reproducción de un cuadro de Lucas Chranac, el viejo. Era la fotografía de “Apollo y Diana.” Una tarde se percató que la dueña lo había descolgado. De inmediato le escribió un mensaje preguntándole por las razones de su intervención. Estimada señora: ¿le ha causado alguna molestia este cuadro de prístina belleza? ¿Lo considera feo? ¿Lo cree indecente? Le ruego a usted me permita regresarlo a su sitio, confiado en que nadie lo quitará de ahí. Ahí permaneció. Y la casera, quien tal vez pudo ver ese cuadro con nuevos ojos, le remendó los pantalones al inquilino.
Walser muestra la capacidad del arte para abrirnos la mirada. En una exposición, el escritor puede sentir el aguijón de mil estímulos. Al hablar de una muestra de arte belga, el paseante divaga. Apenas registra los motivos de los óleos pero suelta el lápiz para hablar de recuerdos y amores. El momento central de esta compilación es su encuentro con un cuadro de Van Gogh. Se trata de “La arlesiana.” Es el retrato de una mujer de campo que, dice Walser, francamente no es hermosa. Está entrada en años y viste ropa ordinaria. Rostro duro. Nada le atrajo de este cuadro. Por ningún motivo quisiera poseerlo. Pero algo escondido a la primera mirada se va revelando con la atención. Walser descubre la vitalidad de los colores, la delicia de las pinceladas. Van Gogh contaba una fábula solemne en ese cuadro. La mujer abría su vida. Había caminado las calles y los campos, había ido a misa, seguramente había tenido algunos amantes. Y un verano, un pintor, tan pobre como ella, le dijo que quería retratarla. Posó para él. Él la pintó como es: simple, honesta. Sabe, por supuesto, que no es cualquier persona. Para el pintor no hay nada que sea cualquier cosa. Sin mucho esfuerzo, algo grandioso y noble emergió del lienzo: la solemnidad del alma.
Frente a este cuadro, agrega Walser, muchas preguntas encuentran su signficado más sutil, más fino, más delicado: que no tienen respuesta.
Qué bueno, Jesús, a ver si te tomas el Seminario de Optimismo impartido por Martha Sahagún y luego un Diplomado en Astrología Política con «El Presidente», como gusta llamarse.
Habrá que preguntarse cuántas carretadas de dinero se robó Fox y toda su parentela para poner como cereza del pastel este Centro Fox.
Gobiernos exitosos?
¡Qué divertido! ¿De casualidad no enseñan cómo desviar recursos, sobre inoperancia política, desarrollo de productos electorales y no candidatos? Éste último de seguro el PRI lo tomó para fabricar a su propio producto EPN hacia 2012.
Me parece patético que este señor quiera reivindicarse de esta manera (con recursos públicos) de su falta de eficiencia y efectividad gubernamental.
Esta muy buena la informacion, es una pena que siempre pase este tipo de problemas con los presidentes y los grandes robos que hacen.