Gracias a Javier Aranda, me entero de la publicación del nuevo libro de Gabriel Zaid: The Secret of Fame: the literary encounter in an age of distraction
. En Letraslibres Zaid ha entregado adelantos de esta reflexión sobre la fama que, como libro, aparece primero en inglés. En la edición de enero del 2005 escribía:
Desearse a sí mismo como objeto es abdicar como sujeto. Es alejarse de la vida real hacia la vida representada en imágenes de plenitud. Aunque haya tesón para lograrlo, y hasta un proyecto planificado, no suele haber mucha conciencia de que la supuesta plenitud es una degradación. Las implicaciones reales no se ven hasta que es demasiado tarde. Ser famoso consiste en ser tratado como objeto.
Friedrich Hölderlin
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
Un enorme reto tenía Jaime Kuri para hacer una película sobre el trabajo de Brian Nissen. Brian tiene el morboso placer ver de películas sobre artistas y reírse de ellas. El género es una competencia de tonterías, de absurdos lugares comunes sobre el genio y la turbulenta vida de los artistas. Alguna funciona pero, en general, las películas sobre pintores son un desastre. Todas tienen su momento de climax: el instante en que la inspiración posee al pintor. El momento Eureka, le llama Nissen. La escena perfecta es la que recoge de la película de Pollock. En un momento sublime, la brocha del pintor gotea. El accidente le provoca una revelación. Transportado al territorio de la Creación, chorrea pintura sobre la tela. Su esposa entra al estudio. Impactada por el acontecimiento, le dice: ¡Lo hiciste, Jackson! ¡Has cambiado la historia del arte!
No hay ese instante Eureka en el documental de Kuri titulado “Evidencia de un acto poético”. Lo que el documental muestra es el trabajo y las ideas de Brian Nissen. Un recorrido que sigue el trazo de sus pinceles, la orografía de sus islas, las alas de sus bichos, los universos de sus mapas. Un sobrevuelo por sus ideas, sus retos, su imaginación. Dice William Hazlitt que “hay un placer en pintar que nadie más que un pintor puede conocer.” Hazlitt, el autor de ese ensayito genial sobre el placer de odiar, escribió un ensayo paralelo sobre el placer de pintar. Cuando te entregas a la tarea del pincel eres feliz, dice. Ahí no hay intriga, ni hipocresía: el pintor se somete gustoso al poder de la naturaleza con la sencillez de un niño y con la devoción de un entusiasta. La mente en calma y, al mismo tiempo, plena. Empleo simultáneo de ojos y manos. La belleza del documental está ahí: en la elocuencia con la que trasmite el placer de pintar, el placer de esculpir, el placer de crear.
El placer de pintar es múltiple. Penetra por todos lados, activa sensores en los dedos, en la piel, en la imaginación y en la cabeza. Está en las manos en contacto con el papel, la arcilla, la pintura, la cera, el bronce, la piedra, los lápices; en el adiestramiento de los pinceles. Todo arte implica una travesura erótica: imaginar y sentir. Un tacto inmediato, espontáneo, sensual. Sensaciones e imaginación. El placer del arte de Brian Nissen está también en su inteligencia, en su curiosidad de arqueólogo, de entomólogo, de jardinero y cartógrafo. El impulso estético es también un impulso por conocer. Conocer y trasmutar la morfología de los bichos, la orografía de la historia, las escamas de la naturaleza, los juegos del cuerpo. El guión del documental es exacto porque proviene de la precisión ensayística de Brian Nissen. El pintor no solamente pinta, se pregunta todo el tiempo por la naturaleza del acto creativo. En su libro Expuesto, editado en 2008 por El equilibrista, se constata la soltura literaria y la densidad intelectual de su trabajo.
Guillermo Sheridan detectaba una marca en los personajes de Brian Nissen: todos sonríen. Se entiende el gesto en las criaturas de su fantástico voluptuario, pero el gozo y el humor se asoman por todas partes. Quien lee sus códices no puede esconder la sonrisa, ese signo de la inteligencia que nos libera de la esclavitud de lo demostrable. Hay una atmósfera de bienestar en sus mariposas, en sus océanos, en sus islas. Juego y ceremonia, travesura y rito, el arte de Brian Nissen celebra la sabiduría de los gozos. La suya, una obra que piensa, que juega, que entiende y que sonríe siempre.
Todo se desmorona, el centro no puede sostenerse
La bruta anarquía se ha desatado sobre el mundo
suelta está la marea de la sangre, y por doquier
se asfixia el ritual de la inocencia;
los mejores carecen de convicción y los peores
están inflados de apasionada intensidad.
Hace casi cien años William Butler Yeats escribió ese poema. De pronto apareció por todos lados como una especie de profecía de nuestros tiempos. Una descripción de la irracionalidad adueñándose de la historia. Otra lectura parece darle a la primera línea el documental que se titula precisamente “El centro no puede sostenerse.” No es la razón, sino la vida misma la que se desmigaja en este retrato de la escritora Joan Didion, que dentro de unas semanas cumplirá 83 años.
Netflix trasmite este documental dirigido cariñosamente por su sobrino, Griffin Dunne. Al evocar la primera línea del poema de Yeats hace un guiño a Didion quien había tomado la última frase del mismo poema para el título de uno de sus libros de ensayo. Más que una biografía, el documental nos ofrece estampas de una personalidad de acero y de hilo. Frágil y fuertísima. El relato de la cinta no es particularmente claro. La narración es fragmentaria, a veces críptica. Los conocedores de su obra sienten cierta frustración con el documental porque no captura su genio literario. Quien, como yo, no esté familiarizado con sus trabajos, recibirá una irresitible invitación a sus textos. Pero el retrato no cuenta la sociología del reportaje, no el registro del periodismo que toma el pulso a una era. Lo que importa es el retrato del duelo. El modo en que la escritura se convierte en salvavidas. “Nos contamos historias para vivir.” Nos las contamos para sobrevivir. Lo puso con estas palabras en El año del pensamiento mágico:
“He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo.”
En unos meses, Joan Didion perdió a su marido y a su hija. El centro de la cinta son esas pérdidas. No lo que se conquista en la vida sino lo que la vida arrebata. Ser habitado por la ausencia. Los cientos de reportajes que publicó Didion, sus novelas, sus crónicas más polémicas parecen ser el preparativo para el dolor más hondo. Escribir para tocar la desolación y para escapar de ella. Filtrar el duelo con un paño de palabras. Didion escribió de su pérdida con la atención y la distancia de un reportero de guerra. Los ojos cubiertos frecuentemente por lentes negros, el foco de la cinta son las manos de la escritora. Con el esqueto ya visible esculpe las palabras antes de pronunciarlas.
Al final de la cinta, puede observarse la ceremonia en la que el Presidente Obama le entrega la medalla de las artes. Un segundo después la vemos de espaldas en su departamento, leyendo de su cuaderno de notas: ve lo suficiente y escríbelo, se dice. Y una instrucción: “Recuerda lo que significa ser yo. De eso se trata siempre.”
Abundan las historias ilustradas. Nuestro recuerdo está tapizado con imágenes. Vemos en la mente lo que recordamos. Los libros de historia suelen acompañarse de retratos de los gobernantes, mapas de las batallas, cromos del arte del pasado. Del siglo XX recordamos la huella en la luna, el bigote de Hitler, el hongo de la bomba y los martillazos que tiraron el Muro de Berlín. Pero parecemos sordos ante las imágenes fijas o en movimiento que habitan la memoria. No tenemos la cinta sonora de esos años. Alex Ross, crítico del New Yorker, ha publicado recientemente un libro extraordinario que llena ese vacío. Hace un año apareció en inglés y ahora lo vierte al español la editorial Seix Barral. El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música es un trabajo monumental. Casi ochocientas páginas repletas de sonido y cargadas de historia. Un libro que restituye el oído al siglo XX.
Ross escucha el siglo. Su libro no se encierra en partituras, grabaciones y estrenos. Escucha la música sin desconocer la atmósfera de la que surge; las gratificaciones y amenazas que la rodean; el caldo de ideas que la incitan. La música se comunica con el poder y con la filosofía, con la industria y con las causas políticas. El ruido eterno para oreja a todos esos ecos. En sus páginas desfilan los grandes creadores del siglo XX pero también sus mecenas y censores; el público y los críticos. Vale la precisión: el libro de Alex Ross no es una historia de la música del siglo xx que quede confinada en su arte, sino una historia del siglo xx a través de la creación musical. La música, en efecto, le cantó al siglo, lo celebró y también lo maldijo. Sus esperanzas y sus horrores se expresaron musicalmente. En el más político de los siglos, la música se sometió servilmente al poder, pero también se burló de él; se volvió mercancía y resurgió como ceremonia; alabó dictadores y rindió homenaje al hombre de la calle; reivindicó como arte al ruido y también al silencio.
Las sinfonías de Shostakovich, las óperas de John Adams, los cuartetos de Bela Bártok, el jazz de Duke Ellington, los oratorios de Arvo Pärt retratan el siglo XX. Puede entenderse mejor el totalitarismo soviético cuando se examina el enigma que hay detrás de las creaciones de Shostakovich. Las lealtades de Bártok ilustran la hondura de la raíz nacional. El vocabulario de la música trasciende la música. No integra, por supuesto, un lenguaje unívoco. Hay de desconfiar siempre de quien presume certidumbre sobre lo que la música dice. Toda pieza musical compleja tiene capas de sentido que sólo se revelan ante el oído atento y bien formado. Alex Ross ofrece claves para escuchar el siglo y entender los argumentos de la música, sus intuiciones y sus testimonios. La recuperación de las identidades, la alegoría moral; el anhelo de quietud y el apetito épico; la ruptura y las nostalgias. Colgados como aretes de la oreja de Alex Ross podemos apreciar, incluso, la ironía musical: subterfugio de la creatividad frente a la censura que dice lo contrario de lo que parece decir.
El crítico se concentra en eso que, con mucha imprecisión, llamamos “música clásica” pero no deja de asomarse a géneros vecinos: el jazz, el rock, la música electrónica. El libro invita literalmente a escuchar el siglo a través de una estupenda página de internet que sirve de compañía indispensable al texto. En therestisnoise.com/audio, pueden escucharse fragmentos de las piezas de las que se habla en el libro. Ahí puede encontrarse la mejor banda sonora del siglo XX.
Está simpático
Creo que en cada toma, en cada imagen, hay un elemento en común que aparece de distintas maneras en el transcurso del video. La trayectoria de un auto, la similaridad de un entorno que a primera vista nada comparte con otro (el campo y la ciudad) está permeado por correspondencias que a veces sólo la intuición capta. El momento en que la simetría se cumple casi en su totalidad es cuando aparece la cara del niño que intenta fundirse con su contraparte. Es un gran video por lo demás.
Realmente un video excelente simetria en todas las tomas es increible de bueno que es. lo veo cada vez que puedo demasiado bueno !
Una de las definiciones de la belleza es simetría donde la gente busca como llegar a ser simétricos y también para llegar a ser perfectos.
Vaya que increible analisis del blog the jess silva!
Me parece una forma muy interesante de aprender acerca de la simetria apicada en la vida cotidiana. Muy original de verdad, y a su vez muy bueno y educativo.
Un analisis que de veras cumplio e inclusive supero mis expectativas en lo que a simetria y estudio de la misma se refiere.
simetria hay de varias categorias sin embargo una de las que me llaman la atencion es la de la bilateral que la contienen los animales y la musical la cual utilizo Bach en sus composiciones