Alberto Manguel regresa a las caricaturas de Mahoma, ahora que se ha atrapado a unos matones que intentaban asesinar a los dibujantes daneses:
Asegurar … que un chiste, un dibujito, un juego de palabras, pueda ofender a Aquel para quien la eternidad es como un día, me parece la mayor de las blasfemias. Los endebles seres humanos podemos molestarnos si alguien se burla de nosotros, pero seguramente no puede ser así para un ser que imaginamos supremo, incorruptible, omnisciente. Borges arguyó que de los gustos literarios de Dios nada sabemos; es difícil pensar que Alguien que todo lo sabe y cuyo generoso sentido estético lo llevó a inventar desde el poético antílope hasta la burda broma del hipopótamo, destierre de su mesa de noche las obras de Diderot, de Salman Rushdie, de Fernando Vallejo y de Mark Twain. Su profeta enseñó los beneficios de la risa: "Que tu corazón sea ligero en todo momento, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".
Entre los libros que se han publicado en los meses recientes para entender el fenómeno Trump resalta uno breve y provocador. Un éxito de ventas que, al parecer, suele comprarse por docena en Estados Unidos para regalar a los amigos. Un libro cuya urgencia es demostrada por el hecho de que hay quien compra ejemplares para dejarlos en el parque o en el metro, como regalo a un compatriota desconocido. Me refiero al manual de resistencia que ha escrito Timothy Snyder. El título (Sobre la tiranía) evoca un viejo ensayo de Leo Strauss. La de Strauss era una reflexión a partir de un olvidado diálogo de Jenofonte que examinaba la etimología del término y la posible legitimidad que podría alcanzar un tirano. Para los lectores de ese libro publicado en 1948, el ensayo era una sorprendente fuga de la experiencia reciente. El filósofo guardaba silencio sobre Hitler, recién derrotado, y sobre Stalin, en pleno poder. Esclareciendo conceptos y moralejas, Strauss huía del presente. El panfleto de Snyder es todo lo contrario. En lugar de perderse en sutilezas etimológicas, sin preocuparse mucho por la precisión confronta la urgencia. Se trata, en efecto, de un instructivo para demócratas ante la amenaza del fascismo.
El artículo completo puede leerse en Letras libres de septiembre.
Ningún poema tan célebre como El Cantar de los Cantares, el Cantico Canticorum, título que a su vez interpreta el nombre hebreo Shir Hashshirim. No existe un texto más misterioso ni más fecundo en las lenguas europeas. En la española ha inspirado las obras maestras de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Francisco de Quevedo y los traductores bíblicos Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. El Cantar de los Cantares vuelve absurda la idea de que existen el “autor” de un texto y las tradiciones nacionales. A semejanza de la cocina, la poesía es una serie infinita de apropiaciones e intercambios. Nada es de nadie porque todo es de todos. Un poema pertenece a quien tenga la voluntad de hacerlo suyo.
Como texto sagrado, El Cantar de los Cantares es una alegoría de la unión de Dios con Israel, de la divinidad con el alma humana y de Cristo con la Iglesia. En términos no místicos sino terrenales es una celebración del deseo mutuo y la legitimidad y la dignidad del placer.
En su versión, publicada por Era en 2009, puede leerse:
Salomón:
Amor mío, qué hermosa eres, cómo encantas cuando hablas. Con tu sola mirada me enamoraste. Una vuelta de tu collar bastó para subyugarme. Maravilla es amarte y delicia tu amor mejor que el vino. Tu aroma supera las fragancias del áloe y la mirra, el azafrán y la canela. Tienes miel en tus labios y en tu lengua. Tu vestido huele a perfume del Líbano. Eres fuente en el huerto, manantial de agua viva. Tu cuello es como la Torre de David ornada con trofeos de guerra. De ella penden mil escudos arrebatados a los valientes. Tus senos son gacelas que pastan entre las azucenas. En ti no hay defecto: toda tú eres hermosa.
La Sulamita:
Desde que encontré la paz en tu amor, muro soy y mis senos son como torres.
Salomón:
Nadie puede comprar el amor.
La Sulamita:
Sería vergonzoso hacerlo.
Salomón:
La pasión es implacable como el infierno.
La Sulamita:
Sus saetas son flechas de fuego, llamaradas de Dios.
Salomón:
Los torrentes no pueden apagar el amor.
La Sulamita:
Los ríos son incapaces de anegarlo.
Salomón:
El amor es fuerte como la muerte.
La Sulamita:
Fuerte como la muerte es el amor.
En el Festival de cine alemán se estrenó en México la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt. Más que una cinta biográfica, se trata del acercamiento al episodio más polémico de su vida: su famoso reportaje sobre el criminal nazi al que describió, para sorpresa e indignación de muchos, no como un monstruo, sino como un mediocre. Adolf Eichmann, el responsable de la transportación de los judíos a los campos de concentración, no era el demonio que se pudiera anticipar. Arendt, quien para 1963 era ya una filósofa connotada y admirada por tus trabajos de teoría política y, sobre todo, por su obra sobre los orígenes del totalitarismo, pidió al New Yorker que la enviara como corresponsal al juicio de Eichmann en Jerusalén. Quería ser testigo de ese proceso y sobre todo, entender el mecanismo totalitario operando en uno de sus ejecutores.
Arendt escribió un reportaje filosófico que provocó una tormenta pública que la película ha vuelto a agitar. Al verlo sentado en el banquillo de los acusados, la profesora de la New School no encontró por ningún lado al personaje diabólico sino a un hombre más bien tonto y aburrido: un tipo normal. El genocida no era un demonio sino un pobre diablo, un hombre normal al que simplemente le había sido extirpado el músculo de pensar. Arendt e sorprendió con la pequeñez del sujeto. Eichmann hablaba siempre con clichés, nunca encontraba una elocución original para expresarse. Su discurso, en apariencia razonado y culto, era una colección de lugares comunes. Fue así como Arendt encontró la fórmula: Eichmann encarnaba para la consciencia moderna la banalidad del mal. El mal que nos amenaza no es monstruoso sino humano, demasiado humano diría alguien. Eichmann era un burócrata que seguía instrucciones pero no era simplemente un autómata que acatara las reglas del exterminio, era una persona que había perdido capacidad de juicio moral.
La película logra capturar los desafíos de la inteligencia. Hannah Arendt se propuso comprender, no buscaba consolar. No pretendía halagar a sus lectores, alimentar sus prejuicios. Aceptaba que sus ideas podrían ser hirientes pero eso no la detenía para decir lo que tenía que decir. En ella había una seguridad que muchos consideraban arrogancia pero que no lo era. Era una confianza en sus ideas que no dependía del aplauso o la celebración de los otros, pero que tampoco se encerraba en sí misma. Arendt revisaba y reconsideraba lo que había escrito antes y no dejaba de cuestionarse. La cinta celebra la entereza intelectual, el temple del pensamiento, la dignidad de las ideas… y también la dolorosa soledad de la honradez.
Pero hay algo que no funciona en la cinta. La selección de los actores, la dirección misma obstaculizan la narración. Si la Hannah jovencísima de la película es un retrato perfecto de la muchacha brillante que quedó prendida de Heidegger, la actuación de Barbara Sukowa como la profesora Arendt no alcanza la complejidad del personaje. Cualquiera que se haya asomado a alguno de los videos de Hannah Arendt que flotan en la red se dará cuenta de la distancia. No me refiero al muy obvio contraste fisico entre la actriz y su personaje. Me refiero a algo más profundo, más importante. La actriz no respira el aire de Arendt, no encuentra su ritmo, no alcanza esa voz gruesa, rasposa y a la vez dulce que conocemos a través de las entrevistas. La cinta de von Trotta no alcanza la sutileza necesaria para mostrar la gestación de las ideas y la hostilidad de los prejuicios. Escena tras escena, la directora parece advertirle burdamente al espectador que contempla a una filósofa pensando. Las otras actuaciones son peores: personajes afectados que se extraviaron de un mal musical de Broadway.
Con todo, Hannah Arendt es una versión cuidada y fidedigna de un episodio emblemático de la lucha ideológica del siglo XX.
Me he topado con un artículo en el Atlantic sobre los complejos significados de la sonrisa. Lo sabemos bien: las culturas asignan distintinto significado a los movimientos del cuerpo. Un meneo de la cabeza es sí en ciertos países, en otros no. Ver al otro a los ojos puede ser señal de cercanía e interés o una falta de respeto. Mover los brazos puede ser signo de libertad o de insolencia. El cuerpo también se aferra a su diccionario. Lo mismo aplica para esa expresión que podríamos considerar la primera forma del contacto afectivo: la sonrisa.
El artículo que firma la periodista Olga Khazan, recuerda a sus padres rusos cuando posaban para el clic de una fotografía. Mientras ella y sus amigos norteamericanos sonreían para el retrato, sus padres se ponían serios como un ladrillo. Esa es la constante en las fotografías de viajes, de bodas, de graduación de sus parientes rusos: siempre adustos, serios, duros. No es, por supuesto, que estuvieran tristes en el viaje familiar o fueran infelices en el bautizo del niño. Es que la risa está asociada en su memoria a la superficialidad, a la tontería.” Un proverbio ruso lo resume así: “reír sin razón es signo de estupidez.” Hay culturas que ven en el sonriente, más que a un tonto, a un tramposo. Ni franqueza, ni soltura, ni inteligencia: estafa. Khazan refiere a un estudio académico árido y pesado que no vale mencionar aquí. Mejor aprovechar la sugerencia para recordar una nota preciosa de Alfonso Reyes sobre la sonrisa, que puede leerse en el tercer tomo de sus Obras completas.
Reyes contrasta el reir y el sonreir. Mientras la risa es un acto social, la sonrisa es solitaria. “La risa acusa su pretexto o motivo externo, como señalándolo con el dedo. La sonrisa es más interior; tiene más espontaneidad que la risa; es menos solicitada desde fuera.” La fuente de la sonrisa es espiritual. Por eso es “filosóficamente, más permanente que la risa.” Viene de más hondo. De ahí que discrepe de Rabelais: lo propio del hombre no es la risa sino la sonrisa. ¿No hay changos que se carcajean? “La sonrisa es, en todo caso, el signo de la inteligencia que se libra de los inferiores estímulos; el hombre burdo ríe sobre todo; el hombre cultivado sonríe.”
Pero, ¿por qué sonríe? Porque entiende las insinuaciones del mundo… y las adora. Porque se percata de vivir en un planeta que no es simple agregado de rocas, plantas y animales, sino un espacio donde la imaginación imprime el verdadero sentido a las cosas. Esa papilla no es alimento: es placer. Esa caricia no es roce, es amor. En esos colores que se mueven está la belleza. “La sonrisa es la pimera opinión del espíritu sobre la materia.” agrega el ensayista. “Cuando el niño comienza a despertar del sueño de su animalidad, sorda y laboriosa, sonríe: es porque le ha nacido el dios.” Aún sin palabras encuentra que hay otro mundo tras el mundo, que la realidad que observa, que escucha y que toca no es encierro de materialidad, sino un jardín de afectos y gozos. La sonrisa es el primer gesto del idealista. La vida no es la seriedad del universo físico, es más bien, un juguete: “la Gran Sonaja”. Ese niño que responde con un sonrisa al gesto de su madre, ha aprendido ya la lección primordial: hay que vivir en la ironía.
“Lo que necesita ser demostrado para ser creído no vale la pena,” dijo Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos. Otra forma de decir lo mismo sería: si algo necesita explicación no tiene chiste. Esa es la naturaleza del aforismo: síntesis perfecta del ingenio. El aforismo se desprende, en la expresión, del razonamiento. No es que sea ocurrencia, por supuesto. El aforista esconde el razonamiento pero no prescinde de él. Ha meditado largamente en un asunto para llegar finalmente a una línea. Borra todo el trayecto de su pensamiento para quedarse solamente con lo indispensable. El aforismo es la razón pulida, la inteligencia cristalizada en miniatura. Lo mismo podría decirse de cierta tradición gráfica. Con notable economía de trazos, el dibujante puede revelarnos una cara profunda de nuestra naturaleza. Bajo la sonrisa que provoca, se asoma la comprensión de lo que somos. Lo pienso al disfrutar Cual para tal, el nuevo libro de Ros que ha publicado Almadía recientemente en una edición impecable.
Desde hace algún tiempo podemos ver los cartones de Ros en las página del diario El país. Su vecino, El Roto, es otro dibujante extraordinario. No podría haber, sin embargo, trazos y ánimos más distintos. Mientras las líneas de El Roto son gruesas y bruscas, las siluetas de Ros son limpias, elegantes. Mientras El Roto denuncia con un discurso intensamente político la perversidad de los poderosos, Ros escapa de la guerra para mostrar no al bueno frente al malo sino al hombre frente a sí mismo. Sus escenas son metáforas de lo cotidiano: el confinamiento de la isla desierta, la conversación de la pareja, el diván del psicoanálisis, el escritorio del jefe, las nubes del cielo, la cueva de los cavernícolas.
Los escenarios y los personajes nos tocan porque somos cada uno de ellos: somos el náufrago y la mascota, somos el mesero y el burócrata. En cada estampa registramos el absurdo que somos. Si estuviéramos en una isla desierta también perderíamos los lentes. Al mamut también lo regañaría el hombre de las cavernas, por pulgoso. Los cartones de Ros nos dibujan sonrisa. Lo hacen porque nos pintan generosamente en toda nuestra ridiculez. El seductor y el monarca, el ricachón, el caníbal y el turista son siempre tipos fachosos.
La caricatura puede ser un instrumento de crueldad. Encontrar en otro el defecto más llamativo y explotarlo al máximo. Un caricaturista puede destrozar al famoso, puede humillarlo con un par de trazos. La caricatura llega a ser una condena inapelable: ¿cómo responderle al monigote que tiene mi copete o mi nariz o mi calva? No extraña, pues que los fundamentalistas, aquellos que tienen prohibida la risa, hayan querido la muerte de los burlones. Los cartones de Ros pertenecen a otro universo. Son burlas sin asomo de crueldad porque su lápiz no señala al otro. Nos ofrece un espejo. No importa si somos habitantes de la selva o de la ciudad, si somos bufones o gerentes acaudalados. No importa si estamos vivos o flotamos en las nubes. Somos bichos ridículos. Ros nos invita a abrazar con ternura nuestro absurdo.
Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo es el título del discurso que Francisco de Quevedo escribió en 1634 y que fue publicado, tras la muerte del poeta, hasta 1651. Es una descripción de las cuatro perdiciones del hombre: la envidia, la ingratitud, la soberbia y la avaricia. El moralista no se presenta como doctor que ofrece la cura a las calamidades, sino como el enfermo que relata sus propias afecciones. En un diálogo con Séneca, contestaba. Si digo que estoy enfermo digo en realidad que estoy hombre. “Escribo de las cuatro pestes del mundo no como médico, sino como enfermo.” Más ayuda el conocer del malo lo peligroso que es el mal, que del curandero lo confiables que resultan los alivios.
He usado algunas líneas de ese discurso para ilustrar un argumento en un artículo reciente. Apenas tuve espacio ahí para invitar a la lectura de esos discursos del genio madrileño. Por eso me gustaría exprimir la naranja un poco más. No me interesa comentar el texto. Prefiero llenar esta nota de comillas porque en el modo de decir de Quevedo radica su delicia. El genio de la sátira, el procaz sublime no solamente dominó todos los géneros sino que encargó todos los temperamentos. Colérico y burlón, también fue meditador sereno y sentencioso. En contra de lo que dijo Gracián, las hojas de Quevedo no son sólo para reír sino también para aprovechar.
De la “invidia” dice que le sucede lo que al perro flaco que rabia: “no hay cosa buena en que no hinque sus dientes, y ninguna cosa buena le entra de los dientes adentro.” Perro que ladra y no traga. Pero hay fácil remedio a este vicio de la envidia: “Si estás contento con las felicidades de los otros, las haces tuyas; esto logro es. Si las envidias, haces malaventuradas tus dichas; lo que es miseria. Si miserable te alegras de la calamidad ajena, añades al ser miserable, el merecerlo ser por delincuente. Si te apiadas, te acompañas, que es género de consuelo.”
La avaricia es idolatría y disparate. Venerar cacharros y esclavizarse a ellos. Mientras todos quieren cosas para gozarlas, el avaro las quiere para no gozarlas. “Al avaro tanto le falta lo que tiene como lo que no tiene.” Absurda tacañería: buscar el oro para ser pobre. El avaro “no vive para sí ni para nadie. Guarda lo que tiene, tanto de sí como de todos. Junta en sus tesoros deseos de su muerte, no socorros de su vida.”
De la soberbia advierte que sube como el cohete con gran ruido y aplauso, pero desciende muy pronto hecho humo y ceniza. “Y ninguno de los que le aplauden viéndole subir, ignora lo poco que ha de durar y lo breve en que ha de caer; así que ninguna cosa retrata tan vivamente la presunción de los soberbios como las bufonerías del fuego. Solamente la pólvora, invención infernal, pudo ser retrato de tan endiablado vicio.” La soberbia resulta el pecado más perezoso, dice Quevedo. Lo es porque se encuentra ”tullido en el ocio infame del amor propio, de donde no se mueve hacia el prójimo y se olvida de Dios, siempre rellanada en la propia estimación.” El estoico advierte que la soberbia es vicio airado e injurioso, que es embriaguez y una especie de locura. Y que es, ante todo, ignorancia de lo impotente que es cualquier mortal. Dice el soberbio que nadie es como él, que él solo lo es todo. Que es todopoderoso, que es rico y fuerte. Y la muerte le responde al soberbio que es, como todos, un gusano.
No seguí las campañas, solo me conecté ayer. Creo que la gran pregunta es ¿Que es Obama? ¿De que esta hecho? ¿Sabrá lo que USA necesita? ¿Sabra fijar y tomar el rumbo necesario?
De repente veo una mezcla de The Candidate (Robert Redford) y Moonbeam (el Jerry Brown de hace unos años). Un Vicente Fox, pero equipado y con discurso elegante y diplomas en la pared.
Resultan interesantes los comentarios de: Desconectado; Ha perdido la narrativa; no se ha sabido montar en la narrativa; hasta que es un socialista que le preocupa mas la redistribución de riqueza e ingreso que la misma estabilidad y futuro de la nación, y la viabilidad del crecimientos.
It’s is the economy stupid, no el (supuesto) bienestar.
Si Obama fuera realmente un Keynesiano no hubiera sacado el Healthcare, hubiera hecho lo que los Republicanos declaran que no hizo. Desde luego que lo estarían acusando de ellos mismos de ser un Keynesiano.
Tal vez sea que Chicago hace buenos grillos pero no construye estadistas. (Con el perdón del que hubiera sido: Adlai Stevenson.)
Me impresionó el nuevo jefe de la Cámara Baja Boehner y su discurso, ojalá sea cierto y el espíritu conciliador que enarboló, el del midwest, saque las cosas adelante.
Aprovecho para dos comentarios sobre redistribución de riqueza o ingreso. Uno es sobre un pésimo trabajo que anda rodando donde gente del Ivy League (Norton and Ariely, Building a Better America, http://www.people.hbs.edu/mnorton/norton%20ariely%20in%20press.pdf) declara una gran desigualdad en la distribución de la riqueza y que la gente americana aspira a una distribución similar a Suecia. Pero resulta que nadie ha notado que los datos de Norton y Ariely están truqueados pues toman la estadística de distribución de ingreso sueca como si fuera la de riqueza. Resulta que la distribución de riqueza en Suecia difiere, pero no mucho de USA.
Hay un atenuante que nadie toma en cuenta. La riqueza intangible de las naciones y la justa distribución de la riqueza intangible. (Es un término del Banco Mundial, y sí: en México somos pobres y peor cada día.)
Estoy averiguando acerca de la distribución del poder, creo que gran parte del problema está en la injusta distribución del poder tanto demográfica como geográficamente. Los grandes problemas de USA y otros deben de estar por allí. Nadie o casi nadie toma en cuenta la gran concentración que se ha dado. Wall Street, la banca, Walmart y otras son un ejemplo de negocios, los partidos de política. ¿Será parte de la demoesclerosis?
Creo que Bernacke tiene ciertas tesis acerca de la perdida de conocimiento bancario local cuando el poder de decisión se concentra en un lugar remoto, digamos Wall Street. O España que ve a todos los mexicanos con un mismo patrón de comportamiento, una misma cultura financiera.
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