Tras la derrota de Obama ante el Comité Olímpico Internacional, SNL hace el recuento de su presidencia:
Tras la derrota de Obama ante el Comité Olímpico Internacional, SNL hace el recuento de su presidencia:
La Universidad Brandeis retiró el título honorífico que iba a otorgarle a la polémica crítica del Islam, Ayaan Hirsi Ali. El reconocimiento desató (previsiblemente) una crítica intensa en el campus, a la que finalmente se sometió la universidad. Se le ofreció un doctorado honoris causa y, un mes antes de entregárselo, el rector de la universidad decidió retirárselo. Aquí puede leerse su respuesta: lo que se me ofreció como un reconocimiento se convirtió en una humillación pública. La universidad se sometió a la extorsión y decidió silenciarme.
Más de Ayaan Hirsi Ali en el blog…
La pesadilla de toda potencia es la decadencia. Los imperios se atormentan con la idea de ser desplazado de la cumbre por el rival ideológico o económico. Hace cincuenta años, los norteamericanos veían con temor el ascenso militar y tecnológico de la Unión Soviética. Años después, les preocupó el brío comercial de los japoneses. Hoy los chinos les quitan el sueño: su enormidad demográfica, su fuerza económica, su ambición geopolítica, su éxito deportivo. El presidente Obama habló hace poco del tema declarando que los Estados Unidos enfrentaban un reto extraordinario, una competencia inédita. Nuestra generación vive, un “momento Sputnik,” dijo. Aludía al momento en que los soviéticos tomaron la delantera en la carrera espacial. Esa fue una llamada de atención que puso al país a trabajar en la innovación, en el desarrollo científico, en la educación.
La competencia de hoy no es por la conquista del espacio sino por la enseñanza. Y en eso, los Estados Unidos se han ido rezagando en relación con otros países desarrollados e, incluso frente a economías más atrasadas. Si bien las mejores universidades del mundo y las mejores plataformas de innovación tecnológica siguen estando ahí, sus escuelas primarias se van quedando atrás. El debate en Estados Unidos examina los estímulos en las escuelas y la preparación de los maestros; las pruebas y el papel del sindicalismo en la política educativa. Tiene también un componente cultural: ¿cuál es el sitio de la educación en una sociedad, en una familia? ¿De qué manera se valora el mérito en una comunidad? ¿Con qué rigor se pueden exigir resultados a los niños? Más allá de lo que sucede en el salón de clase y en el patio de la escuela, es crucial entender los mensajes que los niños reciben en casa, de sus padres. Este debate se zarandeado en los últimos días en Estados Unidos tras la publicación de una polémica memoria de crianza. El libro de una madre de origen chino que relata su filosofía pedagógica ha generado una intensa discusión sobre el lugar de la casa en la educación de los niños, el poder de los padres para formar a los hijos y el sentido mismo de la formación educativa.
El libro es un grito de batalla de una madre-tigre. Así podría traducirse el título de esta memoria sobre la educación de dos niñas. Amy Chua, autora del libro, se adelanta a revelar en el primer capítulo su catálogo de prohibiciones: sus hijas nunca tuvieron permiso para: quedarse a dormir con una amiga, aparecer en la obra de teatro de la escuela, ver televisión o jugar videojuegos, escoger sus actividades extraescolares, tener una calificación inferior a 10, tocar un instrumento diferente al piano o el violín. Chua contrasta el rigor de la crianza china con la laxitud occidental. A su juicio, las madres occidentales son sobornadas por la primera queja de sus hijos. En lugar de conducirlos a la excelencia, buscan mimarlos para nutrir su “autoestima." Aunque el libro no se presenta como instructivo, queda clara la convicción de la autora de que el modelo chino “produce” prodigios, mientras el modelo occidental multiplica mediocres.
Chua describe la maternidad como un deporte de confrontación extrema.
Héctor Aguilar Camín reflexiona en un par de artículos sobre la forma de la nueva opinión pública. Ayer registraba en Milenio el nacimiento de un nuevo animal. Lo describe "atento, proteico, divertido, enfurruñado e inteligentísimo."
Es el fruto más acabado de nuestra democracia. Y es horizontal. Impone sus temas efervescentes y compensa su mal humor, su frecuente mala leche, con una diversidad a toda prueba y una libertad que no tiene entre nosotros más antecedente que la diatriba del diario íntimo, destinado antes a la posteridad, hoy al momento.
Nuestra intimidad es pública, nuestra molestia se siente con derecho a molestar, el corazón de cada quien aspira a ser la plaza pública de todos.
Hoy continúa con la descripción de la bestia, una forma nueva y a la vez antigua de Masa.
La democratización horizontal del habla pública … es La Masa por otras vías, La Masa individualizada, con micrófonos propios y tribunas que cada quien se otorga y comparte con quien quiere: los medios masivos por medios personales. No es una novedad menor. Se dirá que el tumulto se anula con el escándalo, la arbitrariedad y la diversidad de su propio torrente. Cierto, pero también se ordena y se impone con la espiral de sus modas, temas y tendencias favoritas.
Hay algo, sin embargo, en lo que esta novísima ágora, esta nueva forma de la masa, a la vez ubicua y elegible, es idéntica a las masas de todos los tiempos. En ella vive también el espíritu de Fuenteovejuna, el espíritu de la impunidad anónima, vengadora y arbitraria, que lincha en grupo, que actúa sus peores pasiones en el manto protector de la masa. Las redes sociales rebozan fuenteovejunos. Libertarios innegociables que no se atreven a dar su nombre. Radicales anónimos. Justicieros que lanzan el tuit y esconden su compu. Paleros disfrazados de ciudadanos. Pandilleros disfrazados de indignados. Linchadores vestidos de pueblo justo. Son los instantáneos dinosaurios del internet, los falsos modernos que tienen instrumentos nuevos, pero hábitos públicos viejos. Y cursilería de todos los tiempos.
La música fue lo primero de lo que fui consciente, escribió John Tavener. No recuerdo un solo momento en mi vida en el que no haya habido música. La primera influencia musical la recibí de los elementos: yo imitaba el sonido de la lluvia, del viento, de los truenos en el piano de la casa y mi abuelo me escuchaba. Tavener nació en enero de 1944, varios siglos después de su tiempo. Murió en noviembre pasado. No pertenezco a esta Era, dijo en varias ocasiones. Habría preferido vivir en Bizancio, en la antigua Grecia, en la Edad Media, en algún tiempo, o en algún lugar donde el arte es vehículo, no negocio.
“Mucha de la música moderna, dijo, se empeña en la construcción de rompecabezas. No pido, desde luego, que los compositores modernos no piensen en nada más que en música. Pero desde mi perspectiva, su música es una idolatría de los sistemas, los procedimientos y las notas. Si la verdad interior no es revelada en nuestra música, es falsa. Una cosa es seguir una inclinación espiritual y otra suponer que la idolatría del ‘arte’ es algún tipo de realización espiritual.” Creía que su música, más que composición, era transcripción de un dictado. Si Dios es el creador de todo, ha compuesto también mi música. Una búsqueda de esa música que existe en el cosmos, esa música a la que el hombre se ha vuelto sordo. El pecado de la música moderna fue olvidar la pureza del rezo para abrazar el sentimiento personal. La Novena sinfonía de Beethoven, por ejemplo, era para él la glorificación del ego humano. Humanismo hermético, es decir, soberbio: una pieza clausurada a lo sagrado. “Odio el progreso, odio el desarrollo, odio en todo la evolución pero, sobre todo, en la música.” Su propósito era remar contra esa arrogancia moderna. Reinstalar la devoción en el arte. El único propósito de la música es glorificar a Dios. Al final de sus días, Tavener cambió de opinión. Descubrió al Beethoven tardío: el de los últimos cuartetos. Los cuartetos nacen de la trascendencia del sufrimiento, dijo. El dolor produjo en Beethoven una música extática, reverente.
Su única ambición fue capturar la voz de Dios. Si tanta música en nuestro tiempo nos dirige al infierno, ¿por qué no intentar que nos conduzca al paraíso? Toda su vida fue una búsqueda religiosa, musical. No dejó de buscar. Nació en el presbiterianismo, lo atrajo la poesía y la teología católica, descubrió después los ritos y los sonidos de la iglesia ortodoxa griega, se maravilló con los nombres del Corán, se acercó al chamanismo y al hinduismo. En sus partituras se fue abriendo el espacio para el corno tibetano y el harmonio hindú.
No le faltaron críticos: lo llamaron populista, elemental. Llegaron a rebajarlo como compositor new age. Tuvo la desgracia, en efecto, de ser enormemente popular. Fue admirado por los Beatles y el príncipe inglés. Musicalizó el funeral de Diana y ha sido escuchado en muchas películas. “El velo protector,” recogiendo textos de muchas tradiciones religiosas, es uno de los discos clásicos mejor vendidos de todos los tiempos. Han dicho que su música es música simple para gente simple. Tavener no recibe el comentario como insulto. Adoro la sencillez, respondió. La voz que quiere capturar es, en realidad, la voz de la inocencia. Es una voz cristalina, contemplativa y femenina.
Era panzón y mal vestido, los ojos saltones, las cuevas de la nariz abriéndose enormes hacia el frente, muy gordos los labios. El fisiognomista ateniese más famoso fue llamado a dar un juicio sobre el hombre que tenía delante. Zopiro, el médico, dio rápidamente su diagnóstico: éste tenía que ser un hombre “estúpido, brutal, voluptuoso y dado a la ebriedad.” Era Sócrates, mártir del conocimiento y la virtud. La anécdota la cuenta Francisco González Crussi para advertir la torpeza de esa disciplina que pretende ligar los rasgos físicos a las cualidades morales. Caras vemos…
Escribo fisiognomía para distinguirla, como lo hace González Crussí, de la fisonomía. La vieja fisiognomía hacía más que un diagnóstico al registrar el tono de la piel y las proporciones del rostro: retrataba moralmente a la persona. En El rostro y el alma (Debate, 2014), su libro más reciente, el patólogo vuelve a las artes de la antigua fisiognomía, esa “ciencia” cuyo propósito era descubrir los secretos que esconden los asgos exteriores del hombre. La cara vista como un jeroglífico, como oráculo. Quien sepa ver, observará pasiones insinuadas en una nariz, vicios que la desmesura de los pómulos anuncian, certificados de sensatez en una mirada. Desde luego, al reconstruir esa tradición, González Crussí no pretende atar la personalidad moral a nuestros rasgos exteriores. Invita a vernos en el espejo, a ver con atención a los otros rehabilitando las viejas artes de la observación. “El rostro con que venimos al mundo, escribe, es una de tantas prendas que nos tocan en el despiadado juego de azar que es el destino.”
La belleza y la fealdad son el primer impuesto de la casualidad genética. Nadie diría que son azares irrelevantes. Toda cultura ha tendido a repartir premios y castigos de acuerdo a la apariencia. El prejuicio no escapa ni a los dioses. En la Biblia abundan los pasajes que expresan una manía contra la fealdad. La deformidad es vista como el producto de la ira divina. Y al mismo tiempo, la belleza no está libre de cargas. Breve tiranía, la llamó Sócrates.
En el origen de la fisiognomía está la imagen de nuestro doblez: somos una cáscara visible y un interior secreto. Mostramos piel y escondemos pensamiento. Habrá, sin embargo, un puente entre esos mundos: las conmociones interiores harán surcos en el exterior hasta volverse gestos, pliegues, arrugas. De ahí la idea de examinar su correspondencia y apreciar la relación entre cuerpo y alma.
González Crussí es, sin duda, uno de nuestros grandes ensayistas. Un escritor que ha podido convertir su ciencia en literatura. En su obra, escrita con tanta fluidez en inglés como en español, resplandece la figura del médico como el observador privilegiado de la vida, la figura del escritor que medita sobre las experiencias esenciales: el nacimiento, el dolor, la muerte, el deseo. Los libros del patólogo son una feliz mezcla de experiencia profesional, lectura y buena prosa. En su libro más reciente reconstruye la historia cultural del rostro. La cara como una riquísima mina de mitos, metáforas, supersticiones, manías. El historiador de la medicina sabe de ligamentos y de tejidos pero no son esos conocimientos de los que se sirve para leer las alusiones de la piel. En las páginas de González Crussí se puede brincar con naturalidad de un reporte científico a la poesía de Baudelaire y de antropología decimonónica a la mitología china.
Se insinúa una pregunta en el libro de González Crussí: si el rostro es escritura, si ofrecemos al mundo un mensaje sin palabras, si hablamos en silencio, ¿quién redacta nuestras facciones? ¿Logramos ser dueños de nuestro rostro o somos siempre esclavos de él?
Como un guiño a la institución que la hospeda, la exposición de Anish Kapoor en el Museo Universitario Arte Contemporáneo hace alusión a dos escuelas: la de arqueología y la de biología. Es una advertencia de las antinomias esenciales del escultor. Resulta difícil conciliar los dos universos se confrontan en el trabajo de Kapoor. La pureza cósmica y el caos visceral. La luz que refleja todos los brillos y una luz extinta. El espejo y el intestino.
Dos fugas: enterrarnos en nuestro cuerpo, escapar de él. Destazar el cuerpo, congelar su imagen. La obra de Kapoor es el juego de la proyección. El espacio como pasadizo a otro sitio. La materia se lanza hacia el infinito, hacia lo recóndito, hasta el origen. Siempre hay algo más allá del espacio, ha dicho. Esa es precisamente la sensación del espectador ante sus piezas. Esculturas que sojuzgan o aligeran al espectador. Ser devorado por la oquedad de sus negros infinitos, perder contorno en sus reflejos, abismarse en su carnicería. Miedo, gozo, asco, alegría, embeleso.
Una pieza de 2013 en Versalles conversaba con el cielo. Con un enorme plato le regresaba su imagen a las nubes. También ha puesto de cabeza a los museos y le ha regalado a las ciudades frijoles para retratarse. “Nuestra misión como artistas es tener la intuición de lo cósmico, ha dicho.” En una de las salas de la exposición puede verse su laboratorio para otro universo. Un cubo de acrílico que capta el nacimiento de lo que puede ser el primer átomo, la primera galaxia o la primera bateria. Por esa intuición se rinde ante la seducción del espejo y del bisturí. Reflejo y fisura del cuerpo. La membrana que envuelve nuestras tripas traza la frontera esencial de nuestra vida: los intestinos y el mundo. “La piel, continúa diciéndole a Julia Kristeva, es una membrana de unión, es permeable y transparente. Contiene y constituye un vehículo de identidad entre el adentro y el afuera. Lo que está adentro es profundamente misterioso como lo que está en el cosmos y en muchos aspectos le es idéntico. El cuerpo, el espíritu y el cosmos son todos ellos poéticamente poderosos e interdependientes.” Esa misteriosa correspondencia del cuerpo y el universo puede advertirse en la exposición del MUAC. Los infinitos de la entraña y el cosmos.
Fascinantes paralelos: el hígado y el cristal. El polvo y la nada. El monolito y el arenero. Lo delicado y lo grotesco. Explosiones y contracciones. El huevo y el útero. El horizonte y el drenaje. Gotas, granos, destellos. La luz perfecta reflejada en las formas más puras. Negritud absoluta que nos succiona. El caos de las tripas y el tiempo que lo pudre todo. Una piedra le abre una cavidad al infinito. El color se espolvorea liberándose de su forma. Fluye el pigmento. El observador se multiplica en las piezas de Anish Kapoor. También se pierde en ellas. Misterios de la luz y de la oscuridad.
amo SNL.