Replicante ha publicado la traducción de Ernesto Priego al elogio que Adam Philips ha hecho a la traición.
Entre 1965 y 1966 el venerable cantante de folk Bob Dylan sacó una gran trilogía de álbumes, Bringing It All Back Home, Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde, y comenzó una gira mundial que cambiaría la música popular. En un concierto ahora famoso en el Manchester Free Trade Hall, Dylan estaba tocando su nueva música eléctrica y electrizante cuando unfolkie descontento en el público le gritó “Judas”. Dylan respondió dándole instrucciones a su banda para que tocara “fucking loud” lo que sería una interpretación extraordinaria de “Like a Rolling Stone”, una canción sobre alguien desilusionado por la persona en la que se había convertido, una canción sobre alguien que había cambiado. El público había estado esperando que Dylan fuera una cosa cuando resultó ser otra, y se sintió traicionado. Por hacer algo nuevo e inesperado, Dylan se convirtió en Judas.
Aquí el traidor es alguien que quería cambiar algo; visto desde el presente podemos ver que lo que sonaba como una traición era la innovación. Algo se traicionó para hacer algo más posible. Este Judas estaba ofreciendo un nuevo sonido, una nueva visión. El haber sido llamado Judas incitó a Dylan, lo liberó para ser la persona en que se había convertido. Tocó la música “ruidosa” incluso de modo más ruidoso. Dylan adoptó el nuevo rol y esto lo liberó, al menos por el momento. Dylan, como Judas, estaba ahora, como dice la canción, “sin dirección a casa”. Se pueden hacer muchas cosas con la traición, pero no se le puede deshacer. Se siente como algo irredimible. Traicionar es crear una situación de la cual no se puede dar marcha atrás.
Otras notas sobre Philips en el blog.
Este blog convoca al
Concurso del Peor Comercial Político 2009
Se nos avisa que, de aquí a la elección podremos ver 23.4 millones de spots. Esto significa que, frente a la competencia de los candidatos y de los partidos, tendremos una competencia de jingles, frases e imágenes. Políticos transformados en actores dramáticos o de comedia; la ausencia de ideas convertida en frases pegajosas. El concurso incluye tres categorías: anuncios de televisión, de radio y espectaculares.
El concurso se abre con un claro puntero: el tierno comercial de un PRD que no come niños sino que cocina con ellos.
Las candidaturas al premio del peor comercial pueden enviarse a esta dirección.
En su discurso de toma de posesión, Barack Obama hizo un guiño a la comunidad científica: regresaremos la ciencia al lugar que le corresponde. Ya no estará supeditada a la política y será, de nuevo, señora de su propia casa. El nuevo presidente llamaba a recuperar un respeto perdido. Honrar la investigación, la curiosidad, el experimento para mejorar la salud pública, cuidar el planeta, desencadenar la capacidad transformadora de la inteligencia. La escuela y la universidad tendrían que cambiar para estar a la altura del día. El mensaje parecería extraño pero, en efecto, la ciencia necesita defensa y una política que la regrese a su sitio. El gobierno de Bush se ufanaba de haberle declarado la guerra al fanatismo islámico, pero al mismo tiempo libró batalla contra la ciencia. Colocó la ideología por encima de la investigación, recortó los apoyos del gobierno a la ciencia y obstaculizó toda búsqueda y todo hallazgo que riñera con su persuasión religiosa. En el 2004 un grupo de científicos, entre los cuales se contaba una veintena de premios nóbel, se vio en la necesidad de exigir la restauración de la “integridad científica” en la formación de las políticas públicas.
No era simplemente una crítica a la administración Bush por reducir el presupuesto para la investigación, era, sobre todo, una denuncia a la manipulación de la ciencia. El reporte acusaba al gobierno de acomodar los hallazgos para que éstos sirvieran a sus intereses y prejuicios. Si los descubrimientos contradecían las concepciones políticas del gobierno, habría que esconderlos. Hubo un esfuerzo sistemático por controlar los consejos regulatorios y de supervisión de las instituciones académicas. En lugar de defender criterios estrictamente intelectuales y los méritos profesionales, tales órganos se convirtieron en cuerpos de promoción ideológica, cuando no de abierta censura. Más aún, se demostró que el gobierno del segundo Bush se ejercitó como corrector del laboratorio. No fueron pocos los casos en los que la administración republicana alteró información con el propósito de promover su agenda. Así, el Centro para el Control de las Enfermedades, distorsionó datos sobre la efectividad del uso del condón con tal de impulsar el llamado a la abstinencia del gobierno. El Instituto Nacional de Oncología fue instruido para advertir—contra toda prueba científica—que el aborto estimulaba el cáncer de pecho. Los reportes sobre el calentamiento global eran templados por el gobierno para esconder las alarmas. En suma, la presidencia quiso una ciencia al servicio de sus manías.
El cambio de la nueva administración no se ha detenido en la retórica del optimismo científico. Hace un par de días, el presidente terminó con las restricciones impuestas por Bush a la investigación en células madre. Al mismo tiempo, redactó un memorando a todos sus colaboradores precisando justamente su compromiso con la “integridad científica.” Promover la ciencia no es solamente entregar dinero a los centros de investigación. Es, sobre todo, cuidar el aire para el estudio e impedir que el dato y la prueba se ensucien con ideología. Libertad en la investigación, respeto al descubrimiento.
Ha dicho Lezsek Kolakowski que un filósofo que no se ha sentido, por lo menos alguna vez en su vida, un charlatán, no merece ser leído. Una mente tan estrecha, incapaz de tomar distancia de sí misma, no puede ser tomada en serio. Para pensar hondo hay que reírse a boca abierta—y empezzar en la cita con el espejo. Sólo el humor nos salva del malhumorado y sentencioso dogmatismo.
El filósofo polaco ha publicado recientemente una amorosa introducción a la filosofía, en donde se percibe esta inteligencia alerta e irónica. Más que recuento o celebración de teorías, se trata de una gozosa apreciación del ánimo que la alienta. No es, por ello, una cronología de descubrimientos, sino un collar de interrogantes. El libro, que aún no aparece en español, lleva título leibnitziano: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada? 23 preguntas de grandes filósofos (Basic Books, 2007). Como sugiere el nombre, este librito de 223 páginas no quiere ser un manual condensado de la disciplina, sino un acercamiento a sus preguntas esenciales y al esfuerzo por responderlas. Los 23 ensayos breves son 23 anillos: preguntas que desembocan en preguntas. Enigmas del mundo, del conocimiento, del bien, de la fe, del poder o del deseo que sugieren más misterios.
Si bien puede advertirse en el sabio polaco una dulce sensibilidad religiosa, ésta no lo conduce a la ruta devocional. No cree, como Leo Strauss por ejemplo, que cualquier expositor de los clásicos es un torpe aprendiz que apenas roza la infinita sabiduría que se oculta entre los jeroglíficos de su escritura. Para el devoto, exponer las ideas de un genio es practicar una ceremonia de revelación. En Kolakowski, por el contrario, la admiración no está peleada con el tuteo y la consecuente réplica. El gran estudioso de Marx y Pascal no se queda con la palabra en la boca. En este recorrido invita a sus clásicos a conversar con él, alrededor de un vaso de vodka. Lejos de ser un simple expositor de ideas ajenas, es un conversador que descifra e inquiere. En este libro recupera así las preguntas centrales de Platón y Descartes; de Kant y Schopenhauer con extraordinaria gracia y delicadeza. La sencillez del recuento preserva la fineza de la percepción y el juicio, sin dejar de anotar las insuficiencias o los agujeros de su visión. Cada concepto es pulido para mostrarlo como joya de la inteligencia. Pero Kolakowski mantiene en todo momento distancia de aquella tentación reverencial. No pinta logros sino retos. Será que las cúspides del pensamiento filosófico no son de mármol, sino arenosas.
Una pregunta crucial no se responde nunca. Vive porque fecunda otras preguntas. La vitalidad de la filosofía radica entonces en su carácter irremediablemente inconcluso. Si tiene sentido leer y releer a San Agustín no es por el hecho de que resuelva nuestros problemas sino porque los nombra. Por el territorio de la filosofía no desfilan autoridades, esas fuentes de convicción que se colocan por encima del examen, sino curiosos. El polaco sabe bien que la reverencia de los académicos no está desligada del dogmatismo. Ese es quizá, el gran mensaje de Kolakowski en éste y otros libros. El amor a la verdad es incompatible con cualquier cartucho de certezas. Si la filosofía ambiciona autoridad, se derrota. Tiene razón: ¿sólo a preguntar nos enseña la filosofía?
Más que un escritor incómodo, símplemente áspero, Luis González de Alba era corrosivo, hiriente. Para pensar y defender sus causas, usó el veneno. Un contrincante demoledor que, más que debates, tuvo pleitos. Fue, como bien dijo Aurelio Asiain, un raro. Un excéntrico, un extravagante. Lo era por su severidad inclemente. Un escritor despiadado. Ahí radica su rareza: en una tierra acostumbradas a las medias palabras y al eufemismo, en la patria del ninguneo, en un país dedicado a la vaguedad que nada dice o la ambigüedad que no incomoda a nadie, en un mundo acostumbrado a envolver la mínima discrepancia en algodones, Luis González de Alba llamó pan al pan y caca a la caca.
Fue el mayor de nuestros iconoclastas. A eso dedicó su vida pública: a romper imágenes, a destrozar las esculturas sagradas, a quemar toda efigie que demandara veneración. Como Orwell, estaba convencido de la culpabilidad de todos los santos. Ni la Guadalupana ni Carlos Monsiváis, ni el 68 ni los aztecas merecían devoción. Fue un cruzado del sacrilegio. El abogado del diablo sabía que toda idolatría es ridícula. Si nos piden rezo, hay que soltar la carcajada. Dame un ídolo y te mostraré el fraude. Sentía una profunda antipatía por los héroes, los antiguos y los de hoy. Los denunció a todos brutalmente. Las reacciones que provocó entre los fieles corresponden a la dureza de sus invectivas. Lo borraron hasta ignorar su muerte. Defendió como nadie el derecho a la blasfemia. “No todo pensamiento es respetable ni alguna religión lo es. Ninguna, punto com. Ni todos los viejos son respetables ni debe uno callar ante una estupidez flagrante y peligrosa. ¿Y quién define eso? Cada quien…”
Fue un impertinente porque no buscaba el acomodo de sus ideas en el auditorio en el que hablaba. No lijaba sus opiniones para quitarle astillas y hacerlas gratas al tacto. No suavizaba su palabra para no herir la sensibilidad del oyente. Seguramente disfrutaba al imaginarse el impacto que tendría su franqueza entre los pudibundos y los fanáticos. No ocultó la fuente de sus placeres, ni el desenlace de sus convicciones. Seguía con honradez el dictado de su razón intransigente. El artículo que escribió para el número cero de La jornada tenía como título “La izquierda terrorífica.” Advertía desde entonces de una mojigatería que se imaginaba progresista y con buena causa. Una izquierda que, con esas credenciales, pedía censura. No podía aceptar que en la izquierda hubiera anidado tanta sandez, tanta impostura, tanta pleitesía.
Los odios definieron al personaje público. No fue capaz de soltar enemistades, de olvidar ofensas. Una y otra vez volvía al agravio. Las obsesiones se volvieron su energía. Con todo, su pasión no soltó el argumento ni dejó de buscar la prueba. Abominó la hipocresía tanto como la irracionalidad. No estaba dispuesto a aceptar que había unos criminales buenos y otros malos; que la nobleza de una causa hacía admirable la atrocidad; que la justicia de un impulso convertía en razonable la tontería. Hará mucha falta su ácida inteligencia, su valentía pero sobre todo, como dijo Héctor Aguilar Camín, su salvaje libertad.
En la nota que sirve de prólogo a una de sus antologías, Gonzalo Rojas describe un ataque de asfixia que lo atrapó por la madrugada empujándolo a la muerte. Él, que no había hecho otra cosa que adorar el aire desde que fue cortado de su madre, sentía que la vida se le escapaba, dejándolo seco, vacío, atrapado en sí mismo, en el no-aire. "Me moría, adiós vieja fragua: un minuto y soy piedra para siempre, oh voz, única voz. Hasta que vino alguien—tiene que haber sido alguna hermosa—y me dijo: después. Por ahora, mortal mío, respira, respira.” El aire como sinónimo de vida y de poesía. Para vivir, beber aire; para escribir, remar en él. Gonzalo Rojas le abre y le cierra las cortinas al cráneo, ventila el esqueleto, besa por dentro el hueso de la locura.
Un aire, un aire, un aire,
un aire,
un aire nuevo:
no para respirarlo
sino para vivirlo.
El aliento del aire es el ritmo del verso, del cuerpo, del mundo. Por eso hay que leer su poesía como él sugiere: respiradamente. Se recuerda su curiosa superstición o, tal vez, su rito. La ceremonia de su escritura le exigía una prueba a la suerte. Lanzaba un cuchillo a la mesa de madera. Sólo si se clavaba en la tabla, se sentaba a escribir. En el zumbido de ese cuchillo vibraban los espíritus de Ovidio y de Huidobro; de Celan y Safo; los sueños del surrealismo y la dicción del Siglo de Oro. Mil tradiciones fundidas en su desconcertante sintaxis. Más que la lealtad a los pasados, era la audacia lo que lo condujo a la apropiación de esas voces. Su pensamiento es soplo, descarga súbita, sorpresiva que penetra la verdad por aproximación. Escribir poesía es un pensar desrazonando. Rondar el mundo con "la certeza de no alcanzar a decir lo que quiero decir."
Y cuando escribas no mires lo que escribas, piensa en el sol
que arde y no ve y lame el Mundo con un agua
de zafiro para que el ser
sea y durmamos en el asombro
sin el cual no hay tabla donde fluir, no hay pensamiento
ni encantamiento de muchachas
frescas desde la antigüedad de las orquídeas de donde
vinieron las sílabas que saben más que la música, más, mucho más que el parto.
Acostumbraba Rojas a hablar con su cuerpo. Los poetas son raros como los grandes amantes, decía. No bastan los sueños: "hay que tener también testículos duros." La clave de su sistema poético, dijo Enrique Lihn es el cruce de lo animal y lo sagrado. El placer y Dios; el paraíso y los muslos; lo lascivo y lo venerable. Al final, todo existe "para que el hombre vuelva a su morada."
Dame otra vez tu cuerpo, sus racimos oscuros para que de ellos mane
la luz, deja que muerda tus estrellas, tus nubes olorosas,
único cielo que conozco, permíteme
recorrerte y tocarte como un nuevo David todas las cuerdas,
para que el mismo Dios vaya con mi semilla
como un latido múltiple por tus venas preciosas
y te estalle en los pechos de mármol y destruya
tu armónica cintura, mi cítara, y te baje a la belleza
de la vida mortal.
Místico turbulento. Con esa fórmula se definió él mismo.
Hay que ir a ver a antony con la orquesta.
Más abajo hay una lista de los enlaces d
http://cocoli123.eklablog.com/