Visto aquí.
En 1959, Russell fue entrevistado por la BBC. Al final de la conversación, el periodista le solicitó un mensaje para el futuro. Esto fue lo que dijo:
Me gustaría decir dos cosas, una intelectual y otra moral.
Desde el punto de vista intelectual, me gustaría decir lo siguiente: cuando estás estudiando cualquier materia o considerando cualquier filosofía, pregúntate solamente cuáles son los hechos y cuál es la verdad que esos hechos muestran. Nunca te dejes influenciar por lo que tu deseas o por lo que creescrees, o por lo que crees que traería más beneficios sociales. Toma en cuenta única y solamente los hechos. Eso es el asunto intelectual que tengo que decir.
En cuanto a lo moral que tengo que decir es muy sencillo… debo decir que el amor es sabio y el odio es una tontería. En este mundo en que nos estamos interconectando más y más cercanamente debemos aprender a tolerarnos los unos a los otros, tenemos que aprender a aguantar el hecho de que algunas personas dirán cosas que no nos gustarán. Sólo podemos vivir juntos de esa manera, y si queremos vivir juntos y no morir juntos tenemos que aprender esa especie de caridad y tolerancia que es absolutamente vital para la continuación de vida en este planeta.
Visto en openculture.
Umberto Eco ha publicado una trilogía de libros para niños en colaboración con el ilustrador Emilio Carmi. El último cuento de la serie se llama Los gnomos de Gnu, una alegoría abstracta sobre la catástrofe ecológica. No es fácil encontrar una copia del libro pero puede verse cada página en esta cuenta de flickr.
En Crooked Timber of Humanity encuentro este paralelo del comediante y la filósofa sobre el modo de abordar al genocida.
Mel Brooks, entrevista con Mike Wallace:
¿Cómo se las cobra uno con Adolfo Hitler? ¿Cómo se puedo uno desquitar? Sólo hay una manera de desquitarse. Tienes que bajarlo hasta el ridículo…. Si logras que la gente se ría de él, entonces estás arriba de él. Uno de mis trabajos de vida ha sido hacer que el mundo se ría de Adolfo Hitler.
Hannah Arendt, entrevista con Joachim Fest:
En mi opinión, la gente no debería adoptar un tono emocional al hablar de esos asuntos (el juicio de Eichmann), porque esa es una manera de minimizarlos… Creo también que debemos ser capaces de reírnos de ellos porque esa es una forma de soberanía.
En el Festival de cine alemán se estrenó en México la película de Margarethe von Trotta sobre Hannah Arendt. Más que una cinta biográfica, se trata del acercamiento al episodio más polémico de su vida: su famoso reportaje sobre el criminal nazi al que describió, para sorpresa e indignación de muchos, no como un monstruo, sino como un mediocre. Adolf Eichmann, el responsable de la transportación de los judíos a los campos de concentración, no era el demonio que se pudiera anticipar. Arendt, quien para 1963 era ya una filósofa connotada y admirada por tus trabajos de teoría política y, sobre todo, por su obra sobre los orígenes del totalitarismo, pidió al New Yorker que la enviara como corresponsal al juicio de Eichmann en Jerusalén. Quería ser testigo de ese proceso y sobre todo, entender el mecanismo totalitario operando en uno de sus ejecutores.
Arendt escribió un reportaje filosófico que provocó una tormenta pública que la película ha vuelto a agitar. Al verlo sentado en el banquillo de los acusados, la profesora de la New School no encontró por ningún lado al personaje diabólico sino a un hombre más bien tonto y aburrido: un tipo normal. El genocida no era un demonio sino un pobre diablo, un hombre normal al que simplemente le había sido extirpado el músculo de pensar. Arendt e sorprendió con la pequeñez del sujeto. Eichmann hablaba siempre con clichés, nunca encontraba una elocución original para expresarse. Su discurso, en apariencia razonado y culto, era una colección de lugares comunes. Fue así como Arendt encontró la fórmula: Eichmann encarnaba para la consciencia moderna la banalidad del mal. El mal que nos amenaza no es monstruoso sino humano, demasiado humano diría alguien. Eichmann era un burócrata que seguía instrucciones pero no era simplemente un autómata que acatara las reglas del exterminio, era una persona que había perdido capacidad de juicio moral.
La película logra capturar los desafíos de la inteligencia. Hannah Arendt se propuso comprender, no buscaba consolar. No pretendía halagar a sus lectores, alimentar sus prejuicios. Aceptaba que sus ideas podrían ser hirientes pero eso no la detenía para decir lo que tenía que decir. En ella había una seguridad que muchos consideraban arrogancia pero que no lo era. Era una confianza en sus ideas que no dependía del aplauso o la celebración de los otros, pero que tampoco se encerraba en sí misma. Arendt revisaba y reconsideraba lo que había escrito antes y no dejaba de cuestionarse. La cinta celebra la entereza intelectual, el temple del pensamiento, la dignidad de las ideas… y también la dolorosa soledad de la honradez.
Pero hay algo que no funciona en la cinta. La selección de los actores, la dirección misma obstaculizan la narración. Si la Hannah jovencísima de la película es un retrato perfecto de la muchacha brillante que quedó prendida de Heidegger, la actuación de Barbara Sukowa como la profesora Arendt no alcanza la complejidad del personaje. Cualquiera que se haya asomado a alguno de los videos de Hannah Arendt que flotan en la red se dará cuenta de la distancia. No me refiero al muy obvio contraste fisico entre la actriz y su personaje. Me refiero a algo más profundo, más importante. La actriz no respira el aire de Arendt, no encuentra su ritmo, no alcanza esa voz gruesa, rasposa y a la vez dulce que conocemos a través de las entrevistas. La cinta de von Trotta no alcanza la sutileza necesaria para mostrar la gestación de las ideas y la hostilidad de los prejuicios. Escena tras escena, la directora parece advertirle burdamente al espectador que contempla a una filósofa pensando. Las otras actuaciones son peores: personajes afectados que se extraviaron de un mal musical de Broadway.
Con todo, Hannah Arendt es una versión cuidada y fidedigna de un episodio emblemático de la lucha ideológica del siglo XX.
“Más que nunca tenemos urgente necesidad de un poeta como Lucrecio”, escribió George Steiner al final de En el castillo de Barba Azul. Las humanidades, decía, no solamente han sido arrogantes. También han sido tontas. Se han creído con el derecho de olvidar el genio de la física y el álgebra. Han encerrado las matemáticas y la astronomía en un frasco al que no han de tocar la poesía ni la épica. Esa es la grandeza de Lucrecio: trazar la epopeya del alma y los planetas. Explicar el enjambre de átomos que es el universo. Los espejos y los amores; las invisibles partículas que nos gobiernan, la harina que nos rebela. Porque estamos hechos de moléculas, esas invisibles semillas del ser, compartimos cuerpo con las piedras, las algas, los árboles y las estrellas. Pepitas elementales diminutas e infinitas.
La épica científica de Lucrecio no es mecánica simple. El mecanismo de los átomos es alterado por desviaciones de la rutina, variaciones, leves mudanzas que pueden transformar galaxias. La naturaleza se aburre en la repetición y busca incesantemente el viraje. Los dioses no sujetan a sus criaturas, las han dejado sueltas. De ahí viene la noción de clinamen: nada surge de la nada; todo se separa un poco de su origen. El polvo nos conforma y nos circunda, nos da cuerpo y brisa. Ahí, en esa interacción de las minúsculas semillas del ser, se funda la libertad del mundo.
La bendición de Lucrecio invoca Julio Trujillo en su nuevo libro de poemas. El epígrafe que abre El acelerador de partículas (Almadía, 2017) confiesa una filiación intelectual y poética. Un beso no es un milagro pero lo es. Así lo registra Julio Trujillo en el poema que da título al libro:
pensé también que nuestro beso ahí,
en ese instante,
era como un impacto de partículas
que hubieran circulado muchos años,
y tal vez muchos siglos,
en el imperio de la vastedad.
…
Y entonces esos labios en los míos,
en esa vuelta velocísima del mundo,
en esa ciega circunvolución,
llegaron,
toparon con un átomo que igual
giraba locamente acelerado.
Duró un instante apenas,
una idea que se construye conforme se fuga.
Una épica del instante, una orografía de las migajas. No hay átomo que descanse en estos poemas: las sombras se expanden, el poeta hierve, el pelícano cae a plomo, las fotos hablan. Cada segundo es una lucha contra el destino. El tiempo, dice Trujillo, es un pintor de prodigios. Si el mundo es un baile de imanes, habrá que enamorarse de ese hierro que nos guía.
y ser un haz
un chorro de partículas que estalla
en la invisible pirotecnia del acontecer.
Dejar de ser para ser todo un poco,
los panes y los peces,
la hélice entre el águila y el sol.
El físico proclama la liberación de sus moléculas. Choque de electrones insumisos. Ser fiel a su auténtica servidumbre, como escribe en “Memorandum” un poema condenado a ser memorizado: “¿Cómo ocurrió que poco a poco se me olvidó desorbitar mis ojos?” Somos astillas sueltas desde el Big Bang.
En 2016 Anne Carson publicó un libro extraño. ¿Era un libro? En una caja transparente se ofrecían 22 folletines. Poemas, libretos, traducciones, monólogos, listas, juegos verbales y dibujos. Piezas en las que aparecen su tío Harry, Proust y un coro de Gertrude Stein. Composiciones para teatro de cámara, ensayos, memorias, voces de todos los siglos que pueden leerse o contemplarse en cualquier orden. En una entrevista publicada tras la publicación de esa cesta de textos, la crítica Kate Kellaway le comentó a la autora que su trabajo expandía nuestra noción de lo poético. Le pidió entonces una definición personal: “Si la prosa es una casa, respondió Carson, la poesía es un hombre corriendo en llamas a través de ella.”
La belleza del marido, el poema con el que ganó el premio TS Eliot, tiene ya dos versiones en español. Curiosamente, es la misma editorial la que las ha puesto en circulación. Hace quince años, Lumen publicó la versión de Ana Bercciu y ahora presenta la traducción de Andreu Jaume. El subtítulo del poema anuncia que el poema es, al mismo tiempo, un relato, una confesión y una meditación sobre la belleza y el desamor: “un ensayo narrativo en 29 tangos.” Un lamento que es también una lectura del poeta que entendió a la belleza como sinónimo de verdad: John Keats.
Cada tango es precedido por una clave de Keats que pone en duda la equivalencia. La belleza a la que canta Carson es la belleza del ausente, la belleza del alevoso. La belleza de un defraudador. El primer tango del poemario es, precisamente una dedicatoria a Keats, por su completa entrega a la belleza. Más que “dedicación,” como traduce Jaume, Carson se sobrecoge con esa renuncia que supone la devoción plena.
Leal a nada
mi marido. ¿Entonces por qué le amé desde la temprana adolescencia hasta entrada la madurez
y la sentencia de divorcio llegó por correo?
La belleza. No tiene mucho secreto. No me da vergüenza decir que le amé por su belleza.
Como volvería a hacerlo
si se acercara. La belleza convence. Ya sabes que la belleza hace posible el sexo.
La belleza hace al sexo sexo.
En su ensayo sobre la antropología del agua Carson escribe dice que el líquido es algo que no puede ser sujetado. Como los hombres. Lo intentó con todos: padre, hermano, amante, amigo, fantasmas hambrientos y Dios. Cada uno de ellos se le escurrió de las manos. Tal vez así debe ser. Como en su ensayo clásico sobre el eros, Carson aborda en La belleza del marido el columpio del deseo: de la anticipación a la nostalgia; del ardor a la agonía. Ser el jugo que el amante bebe y llegar hasta la niebla de la guerra. La bestia dulce y amarga. El poema, escrito con la luz de la herida, es también una defensa de la osadía de vivir. “La vida implica riesgos. El amor es uno de ellos. Terribles riesgos.” Y un exhorto para empeñarse en lo imposible: “Este es mi consejo: retén. Retén la belleza.”
¿En qué andábamos pensando?, se pregunta Carlos Lozada desde el título de su libro más reciente. Se refiere a era Trump que parece que finalmente llega a su fin. ¿Cómo entender estos cuatro años? ¿Qué dice este tiempo de la democracia, de la sociedad, de las emociones públicas, de la ansiedad contemporánea? El crítico del Washington Post tomó la radiografía de una época que pretende encontrar su propio sentido. Más de 150 libros de todas las perspectivas y todos los enfoques. Los estantes de esta “historia de lo inmediato” incluyen crónicas de la pobreza rural, manifiestos de resistencia política, trabajos sobre género e identidad, advertencias de extremismo político, alabanzas del genio empeñado en recuperar la grandeza de los Estados Unidos, profecías sobre el destino democrático, crónicas sobre el manicomio que ha sido la Casa Blanca.
El arco temático e ideológico de este recorrido es extraordinario. Crónica, ensayo, piezas académicas, reportajes, meditaciones filosóficas. Los politólogos discuten sobre la agonía de la democracia liberal. Los críticos literarios se lamentan por el sitio de la verdad en el espacio público. Los filósofos se cuestionan sobre las tensiones entre ciudadanía e identidad. Los sociólogos y los antropólogos retratan el nuevo rostro de la miseria y de la exclusión. Los activistas usan la imprenta para organizar la resistencia. Los reporteros se infiltran en las reuniones del poder para retratar el caos.
Mi preocupación, dice Lozada “no es saber cómo llegamos aquí, sino cómo pensamos ahora.” El ejercicio es valiosísimo. Esa biblioteca urgente conforma un mosaico de perspectivas, enfoques, talantes que son brújula en el presente y serán testimonio de un tiempo para los historiadores del futuro. Para descubrir las pistas del presente, Lozada ha formado una lista de lecturas esenciales. Libros que arrojan luz a un tiempo ardiente y confuso. Quien quiera entender este tramo de la historia de los Estados Unidos y quiera asomarse a la sombra que de ahí se proyectó al mundo, se servirá enormemente de esta valiosísima guía bibliográfica.
Está, por supuesto, el libro Hillbily Elegy, el testimonio de JD Vance sobre el nuevo rostro de la pobreza en Estados Unidos. Está también el panfleto de Timothy Snyder sobre los peligros del populismo autoritario y la mirada de Masha Gessen sobre el peligro de un nuevo régimen totalitario. Un apartado importante es el que se le dedica a los delatores que salieron de la órbita trompeana para denunciar el delirio del comandante en jefe y los reportajes como los de Woodward que logran adentrarse en las reuniones de gabinete y explorar los caprichos presidenciales.
El mapa que dibuja Lozada permitirá identificar la intensidad de las polémicas contemporáneas, la seducción de un personaje a un tiempo abominable y representativo, las distintas fibras de la conversación y el malentendido de nuestros días. El catálogo de novedades de Lozada se convierte en algo más: termómetro de una cultura.
En su estupendo prólogo a Matar a un elefante, Arcadi Espada resalta un descubrimiento de Orwell: la política y el periodismo son sistemas eufemísticos. Artilugios para trastornar el sentido de las palabras. Dulcificaciones del lenguaje para que no desagraden a ningún paladar; acolchonamiento de las palabras para que nunca raspen: complejos dispositivos del encubrimiento. El cazador de periodistas tiene razón, pero tal vez se queda corto. El ocultamiento de la palabra rasposa no es vicio profesional. Toda plataforma de comunicación está tentada por el eufemismo. No son sólo el reportero y el candidato quienes retocan la verdad y esquivan la palabra espinosa para emplear el término confortable. Todos usamos las palabras como máscara y como bálsamo. Al hablar untamos crema y esparcimos velos.
Una de las herramientas del camuflaje es la manipulación silábica. Las palabras no serán líquidas pero son elásticas. Una palabra puede encogerse, doblarse, expandirse. Un par de letras empleadas como prefijo pueden apocar o ensalzar lo que anticipan. El efecto de ‘post’ sobre cualquier palabra es mágico: la cosa más ordinaria adquiere por efecto de esas letras la profundidad de un misterio académico: la condición postdoméstica merece un seminario y alguna beca. Es perceptible la propensión a prolongar las palabras como si la hinchazón silábica agregara dignidad a quien las pronuncia. Karl Popper habló en algún momento de esa epidemia. Hablaba de esa extraña persuasión de los charlatanes que creen que un esdrújulo cargado de prefijos era certificado de profundidad. Soy demasiado tonto para descifrar esas palabras, decía el filósofo que no cojeaba precisamente de modestia. En esa vena, el filósofo vasco Aurelio Arteta ha hablado de la moda de los archisílabos. Los locutores nos han contagiado su verborrea, como si el resto de los mortales también tuviera que llenar el tiempo con saliva. Hay que colmarse la boca de palabras, de palabras largas. Ya no se trata del blablablá de siempre, sino de un pujante blablablablablá.
Ya no hay método, todo es metodología; se señaliza pero no se señala. Las cosas se complementan para no completarse. Por supuesto, los políticos se posicionan y emiten posicionamientos pero no se sitúan en ningún lado ni adoptan una postura; mucho menos, deciden. Las medicinas han sido sustituidas por los medicamentos. La vinculación ha matado al vínculo y el enjuiciamiento al juicio. Nadie habla de normas, todos pontifican sobre la normatividad. La problemática anula los problemas. Los documentos han desaparecido, ahora hay pura documentación. Gobernabilidad se oye bien, pero gobernación (que bien nos ahorraría dos sílabas) nos suena burocrático. Y el anteriormente ha eclipsado al antes, mientras el pomposo posteriormente ha borrado al prosaico después. Chesterton sugería un ejercicio mental. Como rutina de gimnasia neuronal, uno debería esforzarse en expresar una opinión en palabras de una sola sílaba. Cuando uno adelgaza sus palabras se ve obligado a pensar, decía el gordo de las paradojas. Habría que decir que, en inglés, la comunicación monosilábica encuentra sitio pero, en español, termina siendo bastante fachosa, a menos de que digamos: yo voy al mar a ver el sol.
Otra forma de manipulación silábica es la devoción por los prefijos y el lamentable desprestigio de los sufijos. Ir a la megamarcha del domingo parece un compromiso histórico indeclinable. ¡Claro que voy a ir! Llego a las 7.00 en punto. Pero desmañanarse para desfilar en la marchota no vale ni una pancarta. Construir una megabiblioteca emociona como si se tratara de un proyecto vasconcelista pero levantar una bibliotecota parece lo que es: una tontería mega-lómana. La prensa informaba hace poco que se ha inventado el nanolibro más pequeño del mundo, un libro producido a nanoescala en unos laboratorios canadienses. No parece ser una invención particularmente práctica porque se necesita un microscopio para leerlo y, al parecer, no se pueden doblar las hojas para acordarnos dónde nos quedamos. Lo que es claro es que, si al invento se le hubiera llamado simplemente libritito o peor aún, librititín, nadie habría tomado por seria la chifladura.