Pescado aquí
En un poema sobre el arte como refugio ético, el gran poeta polaco Zbigniew Herbert escribió:
Nuestros ojos y nuestros oídos rechazaron la obediencia
los príncipes de nuestros sentidos orgullosamente escogieron el exilio.
Será que la dignidad no brota de la osamenta del carácter ni del pecho valiente. Para el poeta polaco, el humilde sentido del gusto daba origen al decoro en tiempos indecentes. Así que la estética podría ser útil, el fundamento de una política o más bien, de una moral. La huida del poeta lo condujo a otras tierras y a otros tiempos que pudieran ofrecerle refugio en el arte. Ahí, en la pintura de los grandes maestros aparecían reglas sin amenazas, verdades sin padrinazgos, testimonios llanos. Lienzos lisos como espejos.
Los ensayos de Herbert son crónicas de esa peregrinación. Naturaleza muerta con brida. Ensayos y apócrifos publicado por El acantilado es su cuaderno holandés. Cuenta Adam Zagajewski que Herbert, un hombre bajito de semblante tranquilo y facciones juveniles, recorría museos equipado de una libreta blanca. Podía pasar toda una mañana, todo un día frente a un cuadro dibujando lo que veía. La pintura y la escritura se hilvanaban en esos blocs. El lápiz trazando figuras y zurciendo letras. El poeta no ocultó nunca su nostalgia por la pintura de antes, por el sitio anterior de la pintura. De los artistas se podía saber muy poco, pero no se ponía en duda el sitio del arte en la ciudad. Un mundo sin cuadros les habría sido impensable. “Los maestros antiguos, sin excepción, podrían repetir las palabras de Racine: ‘Trabajamos para agradar al público’, es decir, creían en el sentido de su trabajo, en la posibilidad de comprensión de las personas. Afirmaban la realidad visible con inspirada escrupulosidad y con la seriedad de los niños, como si de ello dependiera el orden del universo, la rotación de las estrellas, la estabilidad de la bóveda celeste. Bendita sea esa ingenuidad.”
Cuadros y artistas, telas y navieros, tulipanes, niebla y lluvia aparecen en esta colección de ensayos y fábulas. El título subraya con buena razón el texto central. El poeta visita el Museo Real de Ámsterdam. Un cuadro lo llama, le hace señas, le muestra un misterio que lo atrapa. En la portada del libro aparece el cuadro: “Naturaleza muerta con brida.” Un par de jarrones, una copa, una pipa, una hoja con notas musicales, un texto. Un fondo enigmático: “negro, profundo como un precipicio y a la vez plano como un espejo, tangible y a punto de perderse en las perspectivas del infinito. La tapa transparente de un abismo.” Del pintor, apenas el nombre: Torrentius. Herbert describe el hechizo de ese cuadro, la fascinación que le provoca un artista enigmático que funde en su nombre artístico el fuego y el agua.
Todo lo que Herbert descubre de Torrentius es material para la leyenda. Guapo y ostentoso, era visto como un libertino que pervertía mujeres y descreía de Dios. Decía que él no pintaba sus cuadros. Que colocaba las pinturas cerca de la tela y, al tocar música, los colores se mezclaban coloreando el lienzo. Su vida escandalizó a la república burguesa y hartó su tolerancia. Fue torturado, encarcelado, desterrado. Estuvo a punto de morir en la hoguera. Solo se conserva ese cuadro abismal que será siempre un misterio. Una alegoría, quizá, de la libertad que sólo en el arte vive.
En The stone, el espacio que el New York Times ha abierto a la reflexión filosófica, Andy Martin aborda la fealdad. Que Sartre haya sido feo, cuenta, no es irrelevante en su vida ni en su pensamiento. A fin de cuentas, Sócrates, sabía que no sabía nada pero también sabía que era feo. Sugiere Martin que la consciencia de fealdad se infiltró en las propuestas iniciales de la filosofía occidental: el pensamiento como redención frente a la fealdad. "Tal vez la misión de Sócrates es hacer que el mundo sea seguro para los feos."
Robert Pinsky escribe sobre la comedia de Seamus Heaney. «La comedia irreverente subvierte, escribe Pinsky, pero no es necesariamente hiriente. Su mejor carcajada puede ser burlona sin ser cruel.» Heaney encarnaba ese principio: un sentido cómico que era agudo, no malicioso.
El espacio cultural de nexos publica un «retrato incompleto» de Seamus Heaney, escrito por su extraordinaria traductora Pura López Colomé, y su versión de «De no haber estado despierto»:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
El viento se alzó y giró, haciendo resonar al techo
Entre las hojas del sicomoro al vuelo,
Y me levantó en un resonar idéntico,
Vivo y pulsando, un alambrado eléctrico:
De no haber estado despierto, me lo habría perdido:
Llegó y se fue inesperadamente
Y diríase casi peligrosamente,
Como un animal camino a casa,
Una ráfaga mensajera en fuga,
Pasó como si nada. Para nunca
Jamás volver. Y ahora menos.
*
Más de Heaney en el blog:
De Heaney
La esperanza en el pantano
Cavar
Heaney sobre Milosz
Cadena humana
Extraña costumbre la de los poetas que toman notas de todo. En tiempos del Ipad siguen buscando cuadernos de buen papel, sacándole punta al lápiz o entintando su pluma. El fetichismo del cuaderno. Su hábito es compulsivo, como morderse las uñas. ¿Por qué escribir en una libreta lo que surca su cabeza? Porque no se puede confiar en la memoria, dice el poeta Charles Simic. La idea más profunda de cada poema, agrega, es que menos es más. Por eso los poetas son los anotadores ideales. Leyendo a los poetas me convenzo de que la mayoría de los ensayos, los cuentos o las novelas mejorarían si se redujeran a un manojo de oraciones. En la libreta que tituló El monstruo ama a su laberinto, (Ausable Press, 2008) anota cosas como éstas:
“He dedicado mi vida a hacer una pequeña verdad hecha de una infinidad de errores.”
"El poeta ve lo que el filósofo piensa."
“La estupidez es el condimento secreto que los historiadores tienen problemas para identificar en esta sopa que seguimos sorbiendo.”
“Soy miembro de esa minoría que se rehúsa a ser parte de una minoría oficialmente reconocida.”
“Religión: transformar el misterio del Ser en una figura que nos recuerda a nuestro abuelo sentado en la bacinica.”
"Poema corto: sé breve y dinos todo."
"Finalmente una guerra justa. Todos los muertos inocentes deben considerarse suertudos."
"La Gestapo y la KGB también creían que lo personal era político. La virtud por decreto era su otra creencia."
"La eternidad es el insomnio del Tiempo. ¿Alguien dijo eso o es una idea mía?"
"Nueva York es un sitio demasiado complicado para un solo dios y un solo diablo."
"La ambición de la teoría literaria de hoy parece ser encontrar el modo de leer literatura sin imaginación."
“Para los amantes, hasta el nombre de pila es poesía.”
"Una teoría del universo: el Todo es mudo, las partes gritan de dolor o a carcajadas."
"Adoro el dicho de Mina Loy: ningún hombre con una vida sexual satisfactoria se convirtió en censor moral."
"El nacionalismo es el amor al olor de nuestra mierda común."
"Una película de horror para vegetarianos: Salchichas grasientas cayendo del cielo a su sopita de verduras."
"Deidades momentáneas, así es como los griegos–creo–concebían a las palabras."
"La poesía y la filosofía producen lectores lentos y solitarios."
"Mi queja del surrealismo: adora la imaginación por vía intelectual."
"Enterrador: la verdad es oscura bajo tus uñas."
"La belleza de un momento fugaz es eterna."
“Quisiera mostrarle a los lectores que las cosas más familiares que los rodean son ininteligibles.”
“Entre la verdad de lo que se oye y la verdad de lo que se ve, prefiero la silenciosa verdad de lo visto.”
“Crear algo que no existe pero que, tras haber sido creado, parezca como si hubiera existido siempre.”
“Nota a los historiadores del futuro. No lean el New York Times. Lean a los poetas.”
José de la Colina cuenta una anécdota maravillosa de Leonora Carrington. Un día recibe una visita en su casa. Quien llega es un crítico de arte, un defensor del realismo socialista. Imaginándola aleccionable, le habla del compromiso social del arte, de la deuda que el creador ha de pagar al pueblo. La invita entonces a dejar las tonterías del surrealismo para entregarse a la causa socialista. La pintora no le responde pero, acariciando la mano de visitante, le pregunta si ha cenado. Al saber que no, le ofrece un “sandwich carringtoniano”. El crítico acepta de inmediato, curioso por la delicia gastronómica que descubrirá muy pronto. Leonora va a la cocina. Luego va al cuarto de su hijo pequeño. Vuelve a la cocina y entrega después el sandwich al grandilocuente promotor del arte comprometido. El sandwich carringtoniano era un sandwich de jamón con caca de bebé en lugar de mostaza. El crítico saborea el plato y hace algún comentario sobre el toque exótico de sus sabores. Un sabor intenso… pero exquisito, le dice agradecido.
Ahí está, en una cápsula, la idea que Leonora Carrington tenía del arte político. ¿Usted me pide arte comprometido? Yo le preparo un sandwichito. La rebeldía de su imaginación no tocaba las coordenadas de la ideología. Quien contemplaba las maravillas de los astros y las moléculas, quien injertaba plantas en los venados, quien rompía la tiranía de la gravitación, la cuidadora e inventora de mitos habitaba otra historia. La política no tenía sitio en sus lienzos. Su rebeldía, esa marca de todas sus artes, se expresaba de otro modo.
La admirable muestra que el Museo de Arte Moderno ha organizado para celebrar sus 101 años es el mejor registro de su creatividad inabarcable. La curaduría de Tere Arcq y Stefan van Raay logra capturar ese infinito que fue su imaginación. La exposición “Cuentos mágicos” tiene el gran acierto de rescatar no solamente la obra plástica, sino también su incursión en el teatro y el cine, sus maravillosas cartas, esas admirables piezas literarias que son sus cuentos y sus memorias. Su arte, escribió Carlos Fuentes, “es una batalla alegre, diabólica y persistente, contra la ortodoxia.” Subversión de cuerpos y de reinos; revuelta contra la razón y la fe. Apuesta por la magia, lealtad al mito. Una burla y también una denuncia. Esto último adopta, excepcionalmente, forma francamente política. En la muestra que todavía puede visitarse se asoma un cuadro que llama la atención de inmediato. No solamente resalta por abordar políticamente la coyuntura sino porque parece realizado en un arranque, de prisa, bajo el influjo de otros demonios. No se encuentra ahí la sutileza sobre la tela. Es un cuadro con trazos toscos sobre un comprimido de madera. La firma resalta la fecha: 13 de agosto de 1968. Es la contribución artística de Carrington al movimiento estudiantil. Con dos hijos universitarios involucrados en la protesta, Leonora no podía permanecer indiferente. La represión se dejaba sentir. La hechicera sentía el deber de apoyar al movimiento y donaba un cuadro a los jóvenes para que lo subastaran y obtuvieron dinero para comprar mantas, comida, papel. El cuadro que regaló muestra a un tigre con cabeza de ave y jirafa que sostiene figuras adorando a una mariposa y a una espora gigante. En ambos lados, textos manuscritos. El cuadro pinta, en realidad, lo que no es. En una columna a la izquierda, puede leerse: “No es el retrato de un político, no tampoco de un granadero, no está en el ejército. No maltrata ni asesina a nadie. Es un dibujo libre, quiero guardar mi libertad.” Y a la derecha, un poema de John Donne.
A decir verdad, no puede ser apolítico el arte de esta “feminista natural”, como la llama Tere Arcq. Nunca dejó de pintar libertad. Nunca dejó de picar nuestra imaginación. Se rompe por doquier el catálogo de las especies. Humanos y animales se fecundan y mestizan. El universo, una fraternidad en el misterio. ¨
Ya muy
vieja, en su asilo, la madre de Charles Simic le preguntaba si todavía escribía
poesía. El hijo, un poco avergonzado por la decepción que le volvería a causar, le contestó que sí: seguía en ésas. ¿Seguir escribiendo poesía a los
setentaytantos? Algunos piensan que, para un hombre de esa edad, escribir
poemas es como salir a patinar por las noches con una muchacha de secundaria.
De la perseverancia de Charles Simic deja constancia su nuevo libro, (New and Selected Poems. 1962-2012, HMH,
2013) una antología de medio siglo de poesía.
Cincuenta
años de constancia: tan maduro el primer poema como el último; tan fresco el poema
del viejo como el de veinteañero. Esa es, quizá, la gran sorpresa de este libro
magnífico, sólido; voluminoso pero compacto. Poemas tallados en la misma madera
oscura y severa, de la que brotan siempre las astillas irónicas, ácidamente
sonrientes. Comenzar el libro desde la primera página es entrar ya en la
pesadilla demencial de su historia. Una carnicería traza nuestro mapa.
Un delantal cuelga del gancho:
Embadurnado por continentes inmensos
Mapas de sangre,
Los grandes ríos y océanos de sangre.
Nuestra
cartografía dibujada a golpe de cuchillo. En el poema gobierna la noche como en
casi todos los poemas de Simic. La carnicería está cerrada pero hay una luz
solitaria “como la del condenado cavando su túnel.” Y ahí, en la hondura de la
noche, el poeta escucha una voz. Toda su poesía proviene de esa luz, de esa voz,
la voz del condenado. Ahí, en este poema-epígrafe, se fija el tono de su
escritura: el reconfortante pesimismo del insomne. Sabiduría de la humildad que
quiere ser piedra, adentrarse en la roca inerte que el niño arroja al río y que
los peces mordisquean… y escuchan. Tal vez las paredes de la piedra no son tan
oscuras como parecen: cuando dos piedras se rascan vuelan las chispas.
Bordando
siempre la catástrofe, ajena a todos los engaños de la esperanza, en alerta
siempre frente a la imbecilidad de la política y la ideología, la poesía de
Simic sonríe. No deja nunca de escuchar la palabra del despreciado. El humor
está presente en la poesía de Simic—como estaba en el Belgrado de su infancia.
Mientras caían las bombas, recuerda en sus memorias, se contaban los mejores
chistes. En un poema recogido en esta antología retrata su cameo en la cinta de
la historia. Tuve un papelito en la épica sangrienta del siglo, escribe. Se me
puede ver en la película: no tengo parlamento pero aparezco ahí apretujado como
pollo, escuchando al Gran Líder. También fui uno de los bombardeados, también
huí de la ciudad en llamas pero, obviamente, eso no lo filmaron. Pero sé que
estuve ahí.
Simic ha
podido ver el monstruo que nos observa todos los días en la mesa. El tenedor es
una criatura horripilante: la pata de un pájaro en el collar de un caníbal.
Odas elementales a la escoba, la cuchara, los zapatos, los ratones, las moscas,
los gusanos. Tengo fe en usted: Don Gusano. En este mundo de incompetentes, sólo
usted es eficiente y confiable en la administración de su negocio.
Al terminar
una entrevista, el periodista le preguntó a Simic si quería agregar algo. En
italiano, dijo: Mangia molto, caca forte, I nia paura de la morte.
Come mucho, caga fuerte y no
temas a la muerte.
El camino a la capilla de Rothko es una preparación para el encuentro. Hay que dejar atrás las carreteras y despojarse del coche; abandonar esa ciudad sin cuidad que es Houston y llegar al apacible barrio de Montrose donde aparecen el pasto y los árboles. Un estanque presidido por el obelisco roto de Barnett Newman acoge al visitante y lo prepara para el ingreso. El edificio originalmente pensado por Philip Johnson anticipa el templo con gravedad románica. Se ha bordado así el recogimiento para acceder al refugio meditativo.
En 1964 Rothko recibió el encargo de John y Dominique de Menil para pintar los cuadros que se instalarían en una capilla de Houston. Rothko celebró la invitación: tendría finalmente un espacio plenamente suyo para alojar sus enormes lienzos. Sus cuadros no serían ornato en un restorán ni alhaja de coleccionista. Su pintura sería la protagonista de un templo—no: su pintura sería el templo. Total control para el obsesivo artista. Dominio sobre el edificio que alojaría las pinturas (por lo cual terminaría peleado con Johnson); mando sobre las luces y la colocación de los cuadros, sobre la materia de las paredes y la textura del piso. El encargo le ofrecía algo más importante para él. En la capilla alcanzaría su deseo: abrazar al espectador, absorberlo, atraparlo. El pintor que devora al espectador. Quince años antes de emprender el proyecto de la capilla, Rothko había dicho que “un cuadro vive de la compañía, expandiéndose y estimulándose en los ojos del observador sensible. Muere de igual modo (…) Cuán a menudo debe verse perjudicado por la mirada del insensible y por la crueldad del impotente.”
Rothko vio en la capilla la culminación de su obra. Un espacio octogonal ocupado por enormes cuadros negros. Negro sobre negro, púrpuras ennegrecidos, grises quemados, negrísimos negros. Variaciones sobre la monocromía. Dispuestos en solitario o en trípticos, los lienzos son iluminados por luz tenue y silencio. El peregrinaje artístico de Rothko concluye en una tragedia. La capilla se anuncia como un templo para cualquier culto. Yo la sentí como el oratorio de un mundo sin Dios. El espacio hechiza porque esculpe el sufrimiento, la soledad o, más bien, el abandono. Si hay un santo al que se consagra esta capilla es al místico que los ateos veneramos: Blas Pascal. Una casa para el silencio, la oscuridad, las tinieblas. Éste no es el domicilio de la esperanza. La angustia por “el eterno silencio de los espacios infinitos” se vuelve carga física ante el pasmo. La tristeza que la capilla comunica es la de Pascal: el hombre es una paja perdida en el universo mientras el creador de esta miseria se esconde y calla. Absorto por la eternidad de los negros, el espectador se palpa insignificante y se abisma, como apunta el filósofo en algún párrafo, “en la infinita inmensidad de espacios que ignora y que lo ignoran.”
A diferencia del resto de sus pinturas, los cuadros de la capilla no esbozan horizonte. Las abstracciones que hicieron tan famoso a Rothko no dejaban de hacerle guiños al mundo: un ventanal, una columna, el cielo. Sí: creía que las formas acentuaban la banalización y estorbaban la expresión de nuestra tragedia. Pero en sus colores soplaba el viento, se insinuaba la vida. Aquí, en los negros de su capilla, el neoyorkino cancela cualquier evocación de fraternidades. Aquí no hay tiempo: es el helado abrazo de la nada.
Rothko no asistió a la inauguración de la capilla. Un año antes de que las obras concluyeran, se hinchó de pastillas y se cortó las venas en su departamento de Nueva York.
El hombre ha dedicado su inteligencia a dos propósitos, decía Bertrand Russell en un ensayo famoso. Por una parte, ha tratado de exprimr el mundo para su ventaja. Para ello ha inventado herramientas, ha diseñado estrategias para la conquista de otros y técnicas para el dominio de la naturaleza. Pero no es ese el único propósito de la razón. El hombre también la ha empleado para cuestionar esos deseos. Más allá de la utilidad, buscar sentido. La filosofía aparece así como una piedra en el zapato de la ambición. Es una pausa para dudar de las ilusiones compartidas. En su ensayo sobre la importancia de las humanidades, el intelectual italiano Nuccio Ordine evoca un pasaje de Las ciudades invisibles, de Italo Calvino. Recuerda el diálogo que sostiene Marco Polo con Kublai Kan, en el que el explorador expone una idea de la salvación. “El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos juntos Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.”
Esa es la tarea de la educación humanística: reconocer lo que escapa del infierno. Esa es la misión del profesor: más que trasmitir conocimiento, compartir el valor del conocimiento, de la duda y del diálogo. Esa ha sido la labor de Rodolfo Vázquez, el gran patrono de la filosofía del derecho en México y a quien el ITAM acaba de reconocer como Profesor Emérito. Autor de una obra extensa y rigurosa, Rodolfo Vázquez ha sido también un generoso editor y un incansable animador intelectual. Ha puesto en contacto a la academia mexicana con los grandes maestros de la disciplina, ha llevado a la imprenta obras clásicas y contemporáneas y ha animado incontables conversaciones y debates sobre los asuntos más quemantes de nuestro tiempo. Fundó Isonomía, una revista extraordinaria que sigue entregando puntualmente lo mejor de la producción académica en filosofía del derecho que se publica en nuestro idioma.
En el discurso que pronunció al recibir el emeritazgo, Rodolfo Vázquez subrayó tres hilos que han orientado su idea docente: la razón, la memoria y la indignación. Vale la pena detenerse en ellas. Por una parte, llama a defender una perspectiva laica. En un mundo que se entrega a los dogmatismos, sean estos políticos, religiosos o económicos, la universidad debe someter toda idea a prueba. El filósofo del derecho llama a no someterse jamás a las invocaciones de autoridad, las imposiciones de lo sagrado, o las comodidades de lo popular. Toda idea merece examen.
Una universidad no puede producir expertos desconectados de su tiempo. El rigor del razonamiento debe acompañarse de cierta humildad: reconocimieno de que la ciencia, por más perfecta que la imaginemos, nunca basta. Por ello Rodolfo Vázquez invoca los deberes de la memoria. Rastrear los caminos recorridos para saber de dónde venimos y cuál es el sitio que ocupamos. El diálogo del saber debe comenzar como una conversación con las circunstancias. Quien quiera transformar la realidad debe estar dispuesto a aprender de la realidad antes de atreverse a prescribirle recetas.
Disciplina intelectual y atención al entorno, también indignación, una forma de plantarse frente a lo inaceptable. Ningún universitario puede permanecer impávido frente a la perversión de nuestra vida pública, no puede ser indiferente frente a la desigualdad y la corrupción. Toda empresa educativa es, al final del día, aprendizaje de ciudadanía: la tarea de pensar, de pertenecer y de actuar.
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